Las guerras de hierro (32 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Un correo surgió de la batalla, azotando a su caballo medio muerto para obligarlo a ascender por la colina hacia la línea de Corfe, que galopó a su encuentro. Era un coracero. Su montura estaba herida en media docena de lugares, y su armadura era una masa de rasguños y abolladuras. Le saludó.

—Disculpadme, señor… —dijo, luchando por respirar—. Pero el rey, el rey…

—Tómate tu tiempo, soldado —dijo Corfe suavemente—. ¡Cerne! Dale un poco de agua a este hombre.

El corneta tendió al soldado su cantimplora, y el correo se vertió media pinta en la boca, reseca por el humo. Se mojó los labios.

—Señor, el rey quiere a vuestros hombres en el campamento ahora mismo. El enemigo está huyendo ante él, pero sus hombres están exhaustos. Quiere que vos os encarguéis de la persecución. Debéis llevar a toda la reserva al campamento enemigo y acabar con esos bastardos… Disculpad, señor.

Corfe parpadeó.

—¿El rey, has dicho?

—Sí, señor, de inmediato, señor. Dice que acabaremos con todos si os dais prisa.

Justo en aquel momento estalló una fuerte descarga de fuego de cañón y artillería a su derecha. Los hombres de Aras estaban disparando contra un enemigo invisible debajo de ellos. Corfe llamó a Andruw.

—Envía un correo a Aras. Quiero saber el número y la disposición del enemigo contra el que está disparando, y durante cuánto tiempo estima que podrá detenerlo. Y, Andruw, di a Marsch que desplace un escuadrón una o dos millas a la izquierda. Quiero saberlo con antelación si empiezan a atacamos desde allí. —Andruw saludó y regresó a toda prisa junto a los hombres. Corfe volvió a sacar su lápiz y el manchado papel y utilizó el quijote de su armadura como escritorio—. ¿Cómo te llamas, soldado? —preguntó al maltrecho correo.

—Holman, señor.

—Bien, Holman, echa un vistazo al terreno más allá del campamento merduk, hacia el norte. ¿Qué ves?

—General, es otro ejército, otro ejército merduk formando. Parece que va a atacar a nuestros muchachos del campamento.

—No es otro ejército, es el mismo con el que os habéis enfrentado, pero hasta ahora sólo habéis luchado contra la mitad. La otra mitad se ha retirado y se ha estado reorganizando durante casi una hora. Pronto estará listo para atacar el campamento y volver a conquistarlo. Y ahora los refuerzos merduk también han llegado por la izquierda.

Debes decir al rey que su posición es insostenible. No puedo reforzarlo; ha de retirarse de inmediato. Y antes quiero que lleves esto al general Menin, Holman. Es absolutamente vital que este mensaje llegue a su destino. El ejército debe retirarse, o será destruido.

¿Me has comprendido, soldado?

Holman tenía los ojos muy abiertos.

—Sí, general.

—Mis hombres cubrirán la retirada durante todo el tiempo que puedan, pero el cuerpo principal debe retroceder de inmediato.

—Sí, señor. —Holman parecía impaciente y asustado. En el tumulto infernal del campamento merduk nadie había reparado en los miles de soldados que se preparaban para el contraataque. Corfe no envidiaba la misión del joven. El rey estallaría de ira, pero probablemente Menin comprendería el sentido de la orden.

Holman partió a toda prisa, con su fatigada montura ladeándose como un barco en medio de una marejada. Al mismo tiempo, Marsch y su escuadrón se dirigieron al noroeste para vigilar el flanco izquierdo. Corfe golpeó uno de sus guanteletes con el otro.

Estar allí sentado sin hacer nada le mortificaba indeciblemente. Casi deseó volver a ser un oficial subordinado, obedeciendo órdenes en el fragor de la batalla.

Llegó el correo de Aras, un jinete salvaje cuyo caballo pateaba y resoplaba con la boca llena de espuma. Entregó a su general un trozo de papel, saludó torpemente y regresó a su puesto.

De seis a ocho mil hombres delante, todos caballería, los ferinai según creo. Una unidad de infantería visible a varias millas por detrás. La artillería los mantiene a distancia por ahora. Se están concentrando para un asalto general. Podré resistir una o dos horas, no más. Aras.

—Dios mío —dijo suavemente Corfe. El
khedive
merduk había actuado con rapidez.

Puso su caballo en movimiento y galopó a lo largo de la línea de batalla hasta alcanzar a los fimbrios. Sus hombres le vitorearon a su paso, y él les saludó distraídamente con una mano, mientras su mente trabajaba furiosamente.

—¿Formio? ¿Dónde estás?

—Aquí, general. —El esbelto oficial fimbrio se separó de sus hombres. Como ellos, llevaba una pica. Sólo la faja en su cintura lo distinguía de los soldados rasos.

—Lleva a tus hombres a las colinas del este y refuerza al coronel Aras. Se enfrenta a caballería pesada; vuestras picas la mantendrán a raya. Tienes que conseguirnos algo de tiempo, Formio. Debes defender esa posición hasta que recibas una nueva orden mía.

¿Está claro?

—Perfectamente, general.

—Buena suerte.

Una serie de órdenes, una llamada de corneta, y los fimbrios formaron en columna de marcha y echaron a andar con la suavidad de una gran máquina en la que todos los componentes funcionaban a la perfección. Corfe detestaba tener que dividir a sus hombres, pero Aras no podría resistir por sí solo el tiempo suficiente. Se sentía como si tratara frenéticamente de reparar una fuga en un dique, y cada vez que conseguía tapar un agujero el agua empezaba a brotar por otro.

Andruw volvió a acercarse a él.

—Tengo la sensación de que nos espera mucho trabajo —dijo, con tono casi alegre.

La perspectiva de la acción siempre ejercía aquel efecto sobre él.

—Ahora atacarán por la izquierda —le dijo Corfe—. Y si atacan con fuerza, tendré que emplear al resto de los hombres. No hay más reservas.

—¿Crees que hemos atacado a una presa demasiado grande?

Corfe no respondió. Sentía que el tiempo se le escapaba minuto a minuto, como si fuera sangre derramándose de sus venas. Y con el paso del tiempo, las posibilidades de supervivencia del ejército disminuían cada vez más.

22

Aurungzeb llevaba más tiempo del que quería admitir sin montar a caballo. Le dolían los muslos, y le parecía tener un par de moratones púrpura en lugar de nalgas. Pero se mantenía erguido sobre la silla, consciente de su posición, e ignoraba la nieve que se iba acumulando en su barba.

—¡Por la sangre del Profeta! —exclamó, exasperado—. ¿No pueden ir más aprisa?

Shahr Harran, su segundo
khedive
, cabalgaba a su lado con mucha más soltura que el sultán.

—Se tarda mucho tiempo, alteza, en poner un ejército en marcha. Estas cosas siempre parecen lentas al principio, pero los torunianos estarán enzarzados todavía durante horas. Nuestros exploradores informan de que están luchando en mitad del campamento
minhraib
; tienen a la caballería pesada luchando entre las tiendas, los muy estúpidos. No escaparán, no temáis. Y su flanco izquierdo continúa al descubierto.

—¿Y qué hay de esos malditos jinetes de la armadura roja que tienen aterrorizado a todo el mundo? ¿Dónde están?

—En la retaguardia enemiga, mi sultán, en la reserva. Y apenas son mil hombres.

Vamos a enviar a veinte mil arqueros montados nalbeni a su flanco izquierdo, y Shahr Johor ya debería estar atacando su ala derecha con los
ferinai
. Los torunianos no pueden escapar. Destruiremos completamente a su ejército, y es el último que su reino puede poner en el campo.

—Oh, aguantadlo derecho, ¿queréis? —ladró el sultán. Se lo decía a los desdichados que pugnaban por proteger a su señor de la nieve con un enorme parasol, aunque el viento lo agitaba como una cometa por encima de la cabeza de Aurungzeb—. Estoy seguro de que tienes razón, Shahr Harran; es sólo que últimamente mis
khedives
me han predicho muchas veces la aniquilación de los torunianos, y esos malditos ramusianos siempre parecen conseguir salvar a sus ejércitos con algún truco de último momento. Eso no debe ocurrir esta vez.

—No ocurrirá. No puede ocurrir —le aseguró Shahr Harran.

Los dos jinetes estaban rodeados de cientos de soldados montados, ataviados con cotas de malla plateadas, la guardia personal del sultán. Tras ellos trotaba una larga columna de caballería ligera. Los jinetes iban sin armadura, aunque bien abrigados para protegerse del frío. Sus caballos eran criaturas ligeras, de paso rápido y aspecto delicado, nacidas para la velocidad. Y los jinetes eran hombres morenos de huesos tan finos como sus animales, armados con arcos y carcajes llenos de flechas de plumas negras colgando de sus arzones.

—¿Dónde está mi intrépido infiel? —preguntó Aurungzeb con un tono más liviano—.

Quiero escuchar lo que opina de este plan de batalla.

Una figura pequeña y oscura montada en una mula se acercó al lado de Aurungzeb.

Iba vestido con el hábito de un monje ramusiano, y su rostro estaba horriblemente desfigurado.

—¿Sultán?

—Ah, sacerdote. ¿Qué se siente al contemplar el poder de Ostrabar, y saber que pronto llegará la liberación espiritual de tu desdichada nación? Habla libremente. Me gustan las tonterías que dices. Me hacen pensar en hasta qué punto estáis equivocados los ramusianos.

Albrec sonrió de modo extraño.

—No sólo los ramusianos, sultán, sino también vuestra propia gente. Ambos pueblos adoramos al mismo Dios y veneramos al mismo hombre como su mensajero. La gran pena del mundo es que luchemos unos contra otros por un antiguo malentendido. Una mentira. Un día, tanto merduk como ramusianos tendrán que asumirlo.

—Maldito arrogante… —tartamudeó Shahr Harran, pero Aurungzeb levantó una mano llena de anillos centelleantes.

—Escucha,
khedive
, este loco vino a vernos de buena fe, para mostrarnos el error de nuestras creencias. Es el bufón más divertido que he tenido. —El sultán rió a carcajadas—. Sacerdote, tienes coraje. Es una pena que estés loco. Si continúas con tus afirmaciones disparatadas, es posible que vivas hasta la primavera, si no tratas antes de escapar. —Y volvió a echarse a reír.

Albrec se inclinó en su silla. Tenía los pies atados a los estribos, y la mula estaba conectada por una rienda al corcel de un guerrero cercano. Pero no deseaba escapar. No hubiera querido estar en ningún otro lugar. Su rostro mutilado permaneció impasible mientras observaba al poderoso ejército que continuaba pasando junto a ellos… y había descubierto que aquél era sólo un ejército de tres, y no el más numeroso. El corazón se le encogía en el pecho al pensar en la matanza que se avecinaba. Torunna nunca podía esperar ganar aquella terrible guerra sólo con la fuerza de las armas. Su misión entre los merduk era más importante que nunca.

Le habían azotado la noche en que había entrado tambaleándose en su campamento bajo la tormenta, y habían estado a punto de matarlo al instante. Pero algún oficial se había sentido intrigado por su apariencia, tal vez creyéndolo un desertor que podría tener información útil, de modo que lo habían enviado al campamento del sultán, donde lo habían vuelto a azotar. Finalmente, el propio sultán había sentido curiosidad por ver al extraño viajero. Aurungzeb hablaba normanio lo bastante bien para no necesitar intérprete. Albrec se preguntó quién le habría enseñado; sin duda algún prisionero ramusiano. El sultán se había mostrado primero estupefacto y luego intensamente divertido cuando Albrec le había revelado cuál era su misión: convencer a los pueblos merduk de que su Profeta era el mismo hombre que el bendito Santo de los ramusianos.

Había llamado a un par de
mullahs
(clérigos eruditos merduk), y Albrec había debatido con ellos durante toda la noche, dejándolos tan estupefactos como al sultán. Pues Albrec había leído todo lo que había podido encontrar sobre los merduk y su historia, tanto en Charibon como en la pequeña biblioteca de Torunn. Conocía la ascendencia de Aurungzeb y la historia de su clan mejor que el propio sultán, y el monarca se había sentido curiosamente halagado por aquel conocimiento. Había mantenido a Albrec atado con cadenas ligeras en el pabellón real, exactamente igual que un oso amaestrado, y cuando los oficiales del ejército se reunían para tomar decisiones, Albrec estaba presente, y, en un momento dado, el sultán le ordenaba levantarse y representar su función para diversión de sus captores.

Muchos de los hombres ante quienes habló no se habían sentido nada divertidos, sin embargo. El hombre a quien el sultán consideraba un loco divertido era visto por otros como un blasfemo digno de una muerte prolongada. Y había otros que no decían nada, pero parecían preocupados y confusos cuando Albrec hablaba del bendito Ramusio llegando a las tierras orientales más allá de las Jafrar, de sus enseñanzas, de su transformación en el Profeta que había evangelizado a las tribus orientales, acabando con sus guerras intestinas y convirtiéndolas en las poderosas huestes que amenazaban al mundo en la actualidad.

Había habido una mujer presente en una de aquellas ocasiones, una de las esposas del sultán, vestida tan ricamente como una reina, velada y silenciosa. Sus ojos nunca se habían separado del rostro de Albrec mientras el pequeño monje pronunciaba su sermón.

Los ojos claros de una mujer occidental. Había desesperación en ellos, una sensación de pérdida que le desgarró el corazón. Creyó recordar haber visto la misma mirada en los ojos de otra persona, pero le resultó imposible recordar quién.

El distante rugido de la batalla devolvió su mente al presente. El sultán le estaba hablando de nuevo.

—Así pues, ¿sabes quién es ese general al mando de esos jinetes de rojo, sacerdote?

Mis espías no pueden decirme nada útil. Sé que el rey de Torunna no es precisamente un lince, y que su alto mando está formado por un grupo de viejas. Sin embargo, y contra todo pronóstico, han salido a luchar contra nosotros. Al menos alguien entre ellos es un verdadero guerrero.

—Sé poco más que vos, sultán. Pero conozco a ese general del que habláis.

Aurungzeb se volvió en su silla, con los ojos iluminados por el interés.

—¿Le conoces? ¿Qué clase de hombre es?

—Fue un encuentro muy breve. Es… —De repente Albrec recordó. La mirada que había visto en los ojos de una mujer, por encima de un velo. Supo en quién le había hecho pensar—. Es un hombre muy singular. Hay cierta tristeza en él, creo. —Recordó los ojos grises del oficial llamado Corfe al que había conocido frente a Torunn, la hilera de jinetes bárbaros vestidos de escarlata que le seguía, pasando junto a él como surgidos de una leyenda.

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