Las guerras de hierro (13 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Le acariciaba la mano mientras leía, con el libro apoyado en las rodillas. Era una lectura muy aburrida, pero le daba un motivo para estar allí, y Golophin seguía creyendo que Abeleyn podía recuperar la consciencia gracias al sonido de una voz, un contacto o algún estímulo externo que ninguno de los dos había descubierto todavía.

En ningún momento se le ocurrió preguntarse qué estaba haciendo allí, junto a la cama (o tal vez el lecho de muerte) de alguien a quien apenas conocía, leyendo en voz alta a un hombre que no podía oírla, en un país que no era el suyo y en una ciudad medio arruinada por el fuego y la espada. Su sentido del deber estaba demasiado arraigado. Y poseía una testarudez innata de la que su doncella Brienne habría podido dar testimonio.

Un empeño en llevar las cosas hasta el final una vez empezadas. Nunca había huido de nada en toda su vida; se había enfrentado a los comentarios despectivos de las damas de la corte de Astarac durante tanto tiempo que sus observaciones habían llegado a resbalarle como el agua sobre las plumas de un pato. También sabía que su hermano el rey la amaba. Aquél era uno de los pilares inconmovibles de su vida.

Y su hermano deseaba que estuviera allí con aquel hombre, o lo que quedaba de él. A Isolla le habría resultado tan imposible huir de aquella tarea como desplegar unas alas y volar de regreso a Astarac. La vida no estaba hecha para disfrutarla; había que trabajarla, esculpirla, pulirla y lijarla hasta que al fin se conseguía dejar atrás un poco de belleza y simetría para que los demás lo contemplaran. La felicidad casi nunca era un factor a tener en cuenta en aquel proceso, al menos cuando una había nacido en la realeza.

La puerta se abrió suavemente detrás de ella. Era uno de los criados de palacio, un anciano que se encontraba entre los pocos que conocían la realidad del estado del rey.

Permaneció silencioso e inseguro detrás de ella, y tosió brevemente.

—¿Qué sucede, Bion? —Isolla había aprendido todos sus nombres.

—Señora, el rey tiene una… una visitante, que insiste en ser recibida. Una mujer noble.

—Nada de visitas —dijo Isolla.

—Señora, dice que lord Golophin la autorizó expresamente a visitar al rey.

Isolla apartó su libro, intrigada pero recelosa. La mitad de los nobles de Hebrion se habían presentado ante la puerta, presumiendo o suplicando, ansiosos por echar un vistazo al invisible monarca de Hebrion. Golophin los había ahuyentado, pero a la sazón se encontraba indispuesto. Le había ocurrido algo en el ojo (lo llevaba cubierto con un parche negro), e incluso su energía febril parecía estar decayendo.

—¿Su nombre?

—Lady Jemilla. —Bion parecía incómodo, incluso perturbado. No podía mirarla a los ojos.

—La recibiré en la antesala —dijo Isolla bruscamente, incapaz de reconocer incluso ante sí misma que se alegraba de la interrupción.

Era una dama de piel pálida, cabello negro y actitud confiada; pertenecía al tipo de mujer que había convertido la niñez de Isolla en un infierno. Pero las cosas habían cambiado.

La dama se detuvo un instante cuando entró Isolla, con sus ojos negros vigilantes y calculadores. Entonces hizo una elegante reverencia. Isolla le respondió con una leve inclinación de cabeza.

—Por favor, sentaos.

Ocuparon sus posiciones en unas sillas pequeñas e incómodas, con los vestidos extendidos a su alrededor como el plumaje de dos aves rivales.

—Espero que os encontréis bien, señora —dijo Jemilla con tono agradable.

Una serie de comentarios vacuos que eran esenciales en las conversaciones cortesanas, todos ellos convencionales y desprovistos de significado. ¿Qué opinaba lady Isolla de Hebrion? Hacía frío en aquella época del año, pero era mucho más agradable en primavera. El verano era demasiado caluroso; era mejor retirarse a alguna mansión en las montañas hasta que empezaran a caer las hojas. ¡Y Astarac! Un hermoso reino. Su hermano era un auténtico ejemplo de rey ramusiano (pasaron por alto alegremente su herejía y excomunión). Lady Jemilla sostenía un rollo de pergamino en su mano de finos dedos. Ello despertó la curiosidad de Isolla, y al mismo tiempo le provocó cierta desconfianza mientras seguía soltando banalidades.

—De modo que Golophin accedió a permitiros ver al rey —dijo al fin Isolla, cuando las frases educadas hubieron terminado.

—Desde luego. Él y yo somos viejos conocidos. El palacio es como un pueblo, en realidad. Una no puede evitar llegar a conocer a todo el mundo, incluso al propio rey.

—Oh, ¿de veras? —El rostro de Isolla no reveló nada, pero la aprensión crecía en su interior.

—¡Qué hombre! ¡Qué monarca! Es muy apreciado, señora, como estoy segura de que ya sabéis. El reino está loco de preocupación por él. Pero la escasez de noticias sobre su estado ha sido muy preocupante. —Extendió la mano cuando Isolla hizo un movimiento—.

No es que quiera criticar a Golophin ni al digno almirante Rovero, ya me comprendéis, ni tampoco al general Mercado. Pero la gente que sufrió por Abeleyn tiene derecho a saber, igual que los grandes hombres de este reino. Después de todo, si la convalecencia del rey va a ser larga, lo correcto es que se nombre a algún personaje de rango apropiado que ayude a gobernar el reino. Estos… profesionales están muy bien a su manera, pero al pueblo le gusta ver sangre noble al frente del gobierno. ¿No estáis de acuerdo?

Allí estaba, el destello del acero a través del terciopelo. Jemilla sonrió. Sus dientes eran pequeños, finos y muy blancos. Como los de un gato, pensó Isolla. ¿Era posible que Golophin hubiera autorizado realmente a aquella criatura a visitar al rey? No, por supuesto que no. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Acusar a la dama de estar mintiendo, en su propia cara? ¿Y qué había en aquel maldito pergamino?

El rostro de Isolla, sin que ella lo supiera, se volvió severo, casi desagradable. Era lo que su hermano Mark llamaba en privado «expresión de acuartelamiento».

—No quiero hacer especulaciones sobre las decisiones del hombre que será pronto mi esposo, ni sobre las de sus consejeros más cercanos. No sería apropiado, ¿comprendéis? —disparó Isolla, y observó cómo el pequeño dardo daba en el blanco—.

Y, lamentablemente, el rey se encuentra hoy muy fatigado, y no puede recibir a nadie.

Pero podéis estar segura, señora, de que le transmitiré vuestros mejores deseos y esperanzas de recuperación. Estoy segura de que ello le animará considerablemente. Y ahora, por desgracia, yo tampoco soy dueña de mi tiempo. Me temo que debo dar por terminada esta agradable conversación. —Hizo una pausa, esperando que lady Jemilla se levantara, hiciera una reverencia y se retirara. Pero Jemilla no se movió.

—Perdonadme —dijo, ronroneando—, pero me temo que debo abusar de vuestro tiempo durante unos momentos más. Tengo aquí —el pergamino al fin— una especie de documento que me han encargado entregaros, como prometida del rey. Una simple mujer como yo sabe muy poco de estos asuntos, pero creo que es una petición firmada por la mayoría de los representantes de las familias nobles de Hebrion. ¿Puedo dejarla en vuestras manos? Me quitaría un peso de encima. Gracias, amable señora. Y ahora debo despedirme. —Una reverencia, el mínimo exigido por la costumbre, y una partida apresurada, con una expresión de triunfo en la mirada.

«La muy zorra», pensó Isolla. «Una zorra taimada e insolente». Rompió el sello (pertenecía a la casa de algún noble) y estudió el largo pergamino que se abrió en sus manos.

Era una petición, desde luego, y los nombres que figuraban en ella provocaron que Isolla emitiera un silbido bajo y muy poco propio de una dama. El duque de Imerdon, nada menos. Los señores de Feramuno, Hebrero y Sequero. Dos tercios de los aristócratas mejor situados de Hebrion tenían su nombre allí, si el documento era auténtico. Tendría que comprobarlo, aunque no dudaba de que lo sería. ¿Y quién era aquella lady Jemilla, después de todo? No estaba casada con nadie importante, o habría empleado el nombre de su esposo en lugar del suyo. El nombre del marido era el símbolo de la importancia de una mujer en el mundo.

¿Y qué se pedía en el documento? Que el rey compareciera ante sus ansiosos súbditos y demostrara que era él quien gobernaba en Hebrion, no el triunvirato de Golophin, Mercado y Rovero. O, si se encontraba demasiado enfermo para hacerlo, que algún noble apropiado, emparentado con el rey, fuera nombrado regente de Hebrion hasta el momento en que el propio rey fuera capaz de gobernar de nuevo. En segundo lugar, que se concediera acceso al rey a los firmantes, cuya preocupación por él era insoportable. En tercer lugar, que el triunvirato anteriormente mencionado de Golophin, Rovero y Mercado se disolviera, que los citados caballeros volvieran a las tareas propias de su posición, y que permitieran que el reino fuera gobernado por la persona a quien el Consejo de Nobles designara como regente. Y, por cierto, el Consejo de Nobles (una institución que Isolla, pese a lo mucho que había leído sobre historia de Hebrion, nunca había oído mencionar) se reuniría en cuestión de dos semanas en la ciudad de Abrusio para debatir sobre aquellos asuntos, y solicitar al rey que se casara con su prometida, la princesa de Astarac, proporcionando al reino el gozoso espectáculo de una boda real y, tal vez, un heredero a su debido tiempo.

Allí estaba el guante que le arrojaban. Casarse con él o regresar a casa. Hacer aparecer a Abeleyn sano y salvo, o permitir que los nobles se pelearan por la sucesión. El mensaje se reducía a ello, pese a lo florido del lenguaje. Isolla se preguntó hasta qué punto estaba implicada Jemilla en aquel asunto. Era más que una simple mensajera, eso estaba claro.

—¡Bion! —Su voz restalló como un látigo.

—¿Señora?

—Pregunta al mago Golophin si puede recibirme de inmediato. Dile que es un asunto de la máxima urgencia. Y date prisa.

—Sí, señora.

Hebrion acababa de salir de una guerra, y parecía que iba a entrar en otra, pero aquélla se libraría en los corredores del palacio. Curiosamente, a Isolla la perspectiva le resultaba casi atractiva.

8

A Corfe le resultó deprimente volver a ver Torunn bajo la constante llovizna del nuevo año, con el humo de los campos de refugiados flotando a su alrededor como una mortaja y todo el terreno circundante convertido en un pantano por las hordas de desplazados de Aekir. Todavía estaban alojados en las tiendas de piel proporcionadas por las autoridades torunianas, y no parecían estar más cerca que antes de dispersarse y reconstruir sus vidas.

—Nuestra gloriosa capital —murmuró Andruw, con su habitual buen humor enfriado por aquella visión, tras las veloces millas recorridas durante la última semana. Habían matado a veintitrés caballos durante su regreso al norte, y hasta los salvajes de la columna estaban taciturnos y aturdidos a causa del agotamiento. Por el momento, habían tenido suficiente. Corfe sabía que no podía presionarlos más. Tal vez ello también contribuía a su depresión. Estaba tan cansado como cualquiera de ellos, pero seguía sin poder pensar en nada más que en salir de allí y regresar a los campos de batalla del norte. Ninguna otra cosa le resultaba atrayente.

«En esto se ha convertido mi vida», pensó. «No existe nada más».

La larga columna de jinetes sucios y soñolientos con sus silenciosas mulas descendió de las tierras altas que dominaban la capital y se detuvo frente a las murallas de la ciudad, entre las tiendas del campo de refugiados. La gente de Aekir contemplaba a los agotados bárbaros sobre sus altos caballos de guerra como si fueran criaturas de otro mundo. Corfe les devolvió la mirada, y sintió que la furia le quemaba ante la visión de aquellos niños sucios y sus harapientos padres. No hacía mucho tiempo, habían sido los orgullosos habitantes de la mayor ciudad del mundo. Pero se habían convertido en mendigos, y el gobierno toruniano parecía conformarse con mantenerlos en aquel estado. Sintió deseos de arrastrar al rey Lofantyr hasta allí y frotarle la cara en la suciedad líquida de las cloacas abiertas. Cuando llegara el calor, las enfermedades arrasarían aquellos campamentos como un incendio.

Se volvió a Andruw y Marsch.

—Este lugar no nos sirve. Que los hombres se alojen más allá de los campamentos, lejos de todo esto.

—No tenemos ropa de cama, ni comida, ni siquiera para los caballos —le recordó Andruw. Como si fuera necesario.

—Lo sé muy bien, capitán. Entraré en la ciudad, a ver qué puedo hacer. Entre tanto, ya conocéis vuestras órdenes. —Hizo una pausa y añadió de mala gana—: Tal vez sea mejor matar a un par de mulas de carga. Los hombres necesitan algo de carne.

—¡Sangre de Dios, Corfe! —protestó Andruw en voz baja.

—Lo sé. Pero no podemos esperar demasiado. Será mejor prepararse para lo peor.

Volveré en cuanto pueda.

Dio la vuelta a su caballo, incapaz de mirar a Andruw a los ojos. Le parecía que la rabia de su interior podría incendiar el mundo entero y producirle satisfacción al hacerlo, pero al mismo tiempo se sentía vacío y frío. Sus hombres dependían de él. Si era necesario, lamería las botas del rey para conseguirles lo que necesitaban.

Los centinelas de la puerta principal omitieron el saludo, tan extraño resultaba su aspecto, con su armadura escarlata merduk. Corfe consideró sus opciones y finalmente dirigió su caballo hacia los patios y torres del palacio real. Tal vez su patrona podría hacer algo por él. Después de todo, había superado la primera prueba a que lo había sometido.

—El coronel Corfe Cear-Inaf —anunció el chambelán, con los ojos demasiado abiertos.

La reina madre, situada junto a la ventana, se volvió. Sus manos recorrieron su rostro y cabello.

—Hazle pasar, Chares.

El aposento era cálido, lleno de braseros y tapices de color sangre. Un par de doncellas estaban sentadas en un rincón, silenciosas como ratones. Ante una mirada de su señora, se levantaron y salieron por una puerta oculta. Odelia aguardó con aire majestuoso, aunque el corazón le latía con fuerza en el pecho, y sentía una especie de ligereza que no había conocido en muchos años, una sensación que la irritó y la reconfortó al mismo tiempo.

Corfe hizo su entrada. Parecía adorar aquella extraña armadura suya, pero al menos se había quitado el yelmo de bárbaro que la acompañaba. Era un heraldo de la guerra, manchado de barro y ensangrentado, fuera de lugar, con aspecto incómodo. Su rostro había envejecido diez años en las pocas semanas transcurridas desde que Odelia lo viera por última vez. El resplandor de sus ojos la inquietó por un momento, a ella, una mujer que había hecho bajar la vista a varios reyes. Había en él una fuerza y una violencia que no había percibido antes, un salvajismo apenas refrenado.

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