Las guerras de hierro (12 page)

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Authors: Paul Kearney

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—Tu coronel Aras se ha dado mucha prisa, entonces —dijo ella, provocándole.

—Los rumores dicen que los rebeldes fueron derrotados por un grupo de salvajes vestidos con una armadura extraña y comandados por un oficial toruniano.

Odelia mantuvo su expresión impasible, aunque el corazón le dio un vuelco. La aguja atravesó el bastidor de bordar y se le clavó en el dedo, haciendo brotar una gota de sangre, pero ella lo ignoró.

—Qué curioso.

—¿Verdad? Y te contaré otra cosa curiosa. Además de los refugiados de Aekir, tenemos acampados a nuestras puertas a casi mil salvajes de las montañas, con sus monturas y armas. Cimbriani, felimbri, feldari. Una verdadera mezcolanza de salvajes.

Han enviado una delegación a las autoridades de la guarnición diciendo que desean alistarse bajo el mando de un tal coronel Corfe, tal como ellos lo llaman, y que no abandonarán la ciudad hasta que lo hayan visto.

—Qué curioso —repitió ella—. ¿Y qué les has contestado?

—No quiero una horda de bárbaros armados en mis puertas. Envié a unos cuantos tercios a desarmarlos.

—¿Cómo dices? —preguntó Odelia, en voz muy baja.

—Hubo un desdichado incidente, y se derramó algo de sangre. Finalmente, rodeé su campamento con piezas de artillería y les obligué a entregar las armas. Ahora están encadenados, esperando el traslado a las galeras reales para servir como remeros. —Lofantyr sonrió.

Odelia miró fijamente a su hijo.

—¿Por qué? —preguntó.

—No sé a qué te refieres, madre.

—No trates de jugar conmigo, Lofantyr.

—¿Qué es lo que te molesta? ¿Que tomara una decisión sin correr antes a tus aposentos para consultártela? Soy el rey. No tengo que darte explicaciones, seas mi madre o no —dijo el rey, y su rostro pálido empezó a sofocarse.

—Eres un maldito estúpido —dijo la reina madre a su hijo, con la voz todavía baja—.

Como un niño que destruye algo precioso en una pataleta y después es incapaz de arreglarlo. Mira más allá de tu orgullo herido por un momento, Lofantyr, y piensa en el bien de tu reino.

—Nunca pienso en otra cosa —dijo el rey, a la vez furioso y enfurruñado.

—Ese hombre al que apoyé, ese joven oficial… tiene más capacidad que ninguno de tus cortesanos favoritos, y tú lo sabes. Necesitamos hombres como él, Lofantyr. ¿Por qué tratas de destruirlo?

—¡Quiero ascender a mis propios oficiales, no que otros los elijan por mí! —exclamó el rey levantándose, con el manto de piel ondulando a su alrededor.

—Tal vez podrás nombrar a tus hombres cuando hayas aprendido a escoger con prudencia —dijo Odelia. Su piel parecía brillar, y sus ojos estaban encendidos, como esmeraldas que reflejaran el sol.

—¡Por Dios, no tengo por qué escuchar esto!

—No, no tienes por qué. Los estúpidos nunca quieren escuchar a los prudentes cuando lo que dicen va en contra de sus deseos. ¡Piensa, Lofantyr! ¡No pienses en tu orgullo, sino en el reino! Un rey que no es dueño de sí mismo no es dueño de nada.

—¿Cómo puedo ser dueño de nada cuando tú estás ahí, siempre en la sombra, tejiendo tus redes, susurrando en los oídos de mis consejeros? Tuviste tus días de gloria, madre, y ahora es mi turno. ¡Soy el rey, maldita sea!

—Entonces aprende a comportarte como tal —dijo Odelia—. Tus acciones parecen más bien las de un niño mimado. Te rodeas de criaturas cuyo único objetivo en la vida es decirte lo que quieres oír. Pones tu absurdo orgullo por encima del bien de tu país, y te niegas a escuchar cualquier noticia que contradiga tus ideas respecto a cómo debería funcionar el mundo. Los hombres que sangran en los campos de batalla son el cemento que mantiene unido a este reino, Lofantyr, no los aduladores de la corte. Nunca olvides dónde reside el verdadero poder, ni cuál es la naturaleza de éste.

—¿Qué es esto, una lección sobre cómo ser rey?

—Por la sangre del Santo, si fuera un hombre te azotaría hasta hacerte chillar. Estás tan cegado por el protocolo y la pompa que no puedes oír las pisadas del destino que se cierne sobre el mundo.

—No te pongas apocalíptica, madre —le dijo su hijo, con la voz llena de desprecio—.

En la corte es del dominio público que practicas la brujería, pero eso no te ayuda a predecir el futuro. Tu talento no va en esa dirección.

—No hace falta un adivino para predecir en qué dirección va el mundo.

—Tampoco hace falta un genio para comprender tu repentino interés en ese advenedizo coronel de Aekir. ¿Te ayuda a olvidar tu edad acostarte con un hombre lo bastante joven para ser tu hijo?

Se miraron fijamente. Finalmente, Odelia dijo:

—Ten cuidado, Lofantyr.

—¿O qué? Se comenta en toda la corte: la reina madre se acostó con el desharrapado desertor del ejército de John Mogen. Me hablas de mi comportamiento.

¿Qué efecto crees que tiene el tuyo sobre la dignidad de la corona? ¡Mi propia madre, con un mísero oficial desaliñado!

—¡Yo gobernaba este país cuando tú no eras más que un mocoso! —gritó ella con voz aguda.

—Sí, y todos sabemos cómo lo conseguiste. También te acostaste con Errigal. Te prostituirías mil veces si eso te situara más cerca del trono. Bueno, soy un hombre adulto, madre, y tomo mis propias decisiones. Ya no eres necesaria.

—¿Eso crees? —preguntó Odelia—. ¿De veras eso es lo que crees?

Ambos se habían puesto en pie, con el resplandor infernal del brasero entre ellos, iluminando sus rostros desde debajo de modo que se transformaron en máscaras de llama y sombra. Por encima de ellos, la araña gigante, Arach, había despertado, y sus patas golpeaban suavemente la tela a la que se aferraba, como si se preparara para saltar. Lofantyr miró hacia arriba; aquella cosa emitía un leve zumbido, algo parecido al ronroneo de un gato angustiado.

—Deja de entrometerte en los asuntos de estado —dijo Lofantyr a la reina madre, algo más calmado—. Tienes que darme la oportunidad de gobernar, madre. No puedes aferrarte al poder para siempre.

Odelia inclinó levemente la cabeza, como si estuviera de acuerdo. Sus ojos eran dos destellos verdes mezclados con la luz amarilla de la llama.

—Libera a los salvajes —dijo, con tono razonable—. Deja que se vayan con Corfe. No puede hacernos ningún daño.

—¿Armar a los felimbri? ¿Eso es lo que quieres? ¡Y fuiste tú la que me aconsejaste cautela cuando contraté a los fimbrios!

—Le obedecerán, estoy segura.

—Son salvajes.

—Tal vez si le hubieras dado un ejército regular al principio, este problema no habría surgido —dijo ella, con voz cortante.

—Tal vez si tú no hubieras… —empezó él, y se detuvo—. Estas discusiones no nos hacen ningún bien.

—De acuerdo.

—Muy bien, los liberaré. Que tu protegido se quede con sus salvajes. Pero no recibirán ninguna ayuda de las autoridades militares. Tu coronel de Aekir tendrá que apañárselas solo.

Odelia inclinó la cabeza en signo de aceptación.

—No discutamos, madre —dijo Lofantyr. Rodeó el brasero y le tendió las manos.

—Por supuesto —dijo su madre. Le tomó las manos y le besó en la mejilla.

El rey sonrió y se volvió.

—Hay mensajeros de Martellus en camino desde las puertas. Tengo que recibirlos.

¿Quieres acompañarme?

—No —dijo ella, hablando con la espalda de Lofantyr—. No, recíbelos tú solo. Tengo trabajo que hacer aquí.

Él le sonrió y abandonó la estancia.

Odelia permaneció un instante disfrutando de la paz que su hijo había dejado atrás, con los ojos entrecerrados, ocultando su fuego. Finalmente tomó el bastidor y lo arrojó al otro lado de la habitación. Se estrelló contra la pared opuesta en una maraña de madera rota, tela e hilos. La doncella asomó la cabeza por la puerta, vio el rostro de su señora y salió huyendo.

La piedra quemada y ennegrecida de la torre del Almirante parecía armonizar con el ambiente de Abrusio en aquellos días. Jaime Rovero, almirante de las flotas de Hebrion, tenía sus salones y despachos cerca de la parte superior de la fortaleza. En una alta estancia de la torre, Rovero paseaba junto a su escritorio, mientras el olor a agua de mar y cenizas le llegaba desde los muelles, y escuchaba los gritos furiosos de las gaviotas.

Debía de estar atracando alguna yola de pesca. Había sido un marinero durante toda su vida, pasando de ser el segundo de a bordo en una carabela a tener su propio barco, luego una escuadra, luego una flota y finalmente la cumbre de su carrera: Primer Lord de la Armada. No podía subir más alto. Y, sin embargo, en ocasiones contemplaba el trébol de puertos que rodeaba la ciudad de Abrusio, y viendo los barcos, la bulliciosa vida del puerto y las hordas de estibadores y marineros, deseaba volver a ser un simple segundo, con apenas dos monedas de cobre en el bolsillo y la promesa de un nuevo horizonte con el nuevo día.

Hubo una llamada a la puerta, y Rovero ladró:

—¡Adelante!

Se enderezó, ahuyentando los recuerdos y las nostalgias absurdas.

Uno de sus secretarios anunció:

—Galliardo Ponero, tercer capitán del puerto en la Rada Exterior, señor.

—Sí, sí. Hazle pasar.

Entró un hombre bajo y de piel morena con aire de marinero pese a su ropa elegante y el sombrero decorado con plumas. Ponero se inclinó, y las plumas trazaron un arco cuando balanceó el sombrero en un gesto que consideraba la encarnación de la elegancia.

—Oh, dejaos de estupideces cortesanas —se enfureció Rovero—. Esto no es el palacio. Sentaos, Ponero. Tengo algunas preguntas para vos.

Galliardo estaba sudando. Se sentó frente a la enorme mesa de madera oscura del escritorio del almirante, tratando de alisar las plumas.

Rovero estudió en silencio a su visitante durante un segundo. Tenía un pequeño montón de papeles sobre el escritorio que llevaban el sello real. Galliardo los vio y tragó saliva.

—Calmaos —le dijo Rovero—, no estáis aquí acusado de corrupción, si eso es lo que estáis pensando. La mitad de los capitanes de puerto de la ciudad hacen la vista gorda de vez en cuando. Es la grasa que hace funcionar las ruedas. No, Ponero, quiero que echéis un vistazo a esto. —Arrojó los papeles a su tembloroso huésped.

—Son concesiones reales de aprovisionamiento —dijo Galliardo, tras estudiarlos un momento.

—Bravo. Ahora explicaos.

—No comprendo, excelencia.

—Esos dos barcos, equipados y aprovisionados con cargo al tesoro real, y con personal militar hebrionés a bordo, se prepararon para zarpar en vuestra sección del astillero. Quiero saber adónde se dirigían, y por qué el rey patrocinó ese viaje.

—¿Por qué no se lo preguntáis a él? —dijo Galliardo.

Rovero frunció el ceño, una visión espantosa.

—Os ruego me disculpéis, excelencia. El hecho es que los barcos eran propiedad de un tal Richard Hawkwood, y el jefe de la expedición y comandante de los soldados era lord Murad de Galiapeno.

El ceño de Rovero aumentó.

—¿Una expedición? Explicaos.

Galliardo se encogió de hombros.

—Llevaban provisiones para muchos meses, caballos para criar (no castrados, ya me comprendéis) ovejas y pollos. Y además estaban los pasajeros, por supuesto…

—¿Qué les pasaba?

—Unos ciento cuarenta practicantes de dweomer de la ciudad.

Rovero silbó suavemente.

—Comprendo. ¿Y cuál era su destino, Ponero?

Galliardo recordó el final de un verano desde el que parecían haber transcurrido varios años. Recordó haber tomado el último vaso de vino con Richard Hawkwood en la taberna del puerto junto a sus oficinas, una taberna que había presenciado tantas despedidas, las espaldas de tantos hombres que subían a grandes barcos y zarpaban hacia el horizonte para nunca regresar. ¿Dónde se encontraba Richard Hawkwood, sus barcos y sus hombres? Tal vez pudriéndose en las profundidades, o convertidos en náufragos sobre alguna roca del océano desconocido. Galliardo estaba seguro de algo: Hawkwood se proponía navegar hacia el oeste, no a las islas Brenn ni a las Hebrionesas, sino tan al oeste como pudieran llevarle sus barcos, tal vez más lejos de lo que nadie hubiera llegado nunca. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría encontrado al fin los límites del mundo, y habría puesto el pie en alguna playa desconocida? Probablemente Galliardo nunca lo averiguaría, de modo que consideró seguro contar al almirante lo que sabía de la expedición de Hawkwood, pese a que Richard le había pedido que la mantuviera en secreto. Lo más probable era que Richard estuviera muerto, y fuera del alcance de cualquier cosa que pudiera hacer Galliardo. La estirpe de los Hawkwood se había extinguido: su esposa, Estrella, había muerto en el infierno en que se había convertido Abrusio pocas semanas atrás.

—¿Al oeste, decís? —rezongó Rovero en tono pensativo cuando Galliardo terminó de hablar.

—Sí, excelencia. En mi opinión, su intención era descubrir el legendario Continente Occidental.

—Pero eso es una leyenda.

—Creo que Hawkwood tenía algún documento o carta que decía lo contrario. En cualquier caso, hace meses que zarparon y no ha habido ninguna noticia. No creo que sobrevivieran.

—Comprendo. —Rovero parecía extrañamente inquieto.

—¿Algo más, excelencia? —preguntó tímidamente Galliardo.

El almirante lo miró fijamente.

—No. Gracias, Ponero. Podéis retiraros.

Galliardo se levantó y se inclinó. Mientras abandonaba la estancia y se abría paso por el oscuro laberinto que era el interior de la torre del Almirante, su mente fue asaltada por unos recuerdos muy vívidos, imágenes que parecían pertenecer a otra época. Una Abrusio cálida y vibrante con mil barcos en sus muelles y hombres de cien países diferentes mezclados en sus calles. El
Águila gabrionesa
y el
Gracia de Dios
zarpando de la bahía con la marea alta, barcos orgullosos navegando hacia lo desconocido.

Al salir al frío día gris de la ciudad, Galliardo susurró una rápida plegaria a Ran, el dios de las tormentas, la antigua deidad que muchos marineros trataban de aplacar cuando se encontraban a mil millas de distancia de puertos, sacerdotes o esperanzas de salvación.

Rezó brevemente por las almas de Richard Hawkwood y sus tripulaciones, que, con toda seguridad, habían partido ya hacia el largo descanso de las olas eternas.

7

Año del Santo 552

Pese a la oscuridad de la tarde invernal, la penumbra era aún más intensa en los aposentos del rey. A Isolla le parecía que últimamente toda su vida transcurría a la luz del fuego y las velas. Estaba sentada junto a la cama de Abeleyn, leyendo en voz alta un antiguo comentario sobre la historia naval de Hebrion, mirando de vez en cuando hacia la forma inerte del rey en la gran cama de cuatro columnas. Durante los primeros días que había pasado allí, había estado constantemente preparada para alguna repentina señal de vida, algún movimiento de una extremidad o de los párpados, pero Abeleyn continuaba inmóvil como una estatua, si es que las estatuas podían empezar de repente a respirar con fuertes estertores.

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