Las guerras de hierro (9 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Algo tan simple. Y que funcionaba igual de fácilmente con los soldados rasos que con los reyes.

Era más de medianoche, y Jemilla recorría los pasillos del palacio como un espectro envuelto en sedas. Buscaba a Abeleyn.

Los aposentos reales estaban vigilados, por supuesto, pero en el palacio había un gran número de pasadizos secretos, túneles y nichos, algunos de los cuales eran anteriores a la propia Abrusio. Jemilla los estaba buscando en la oscuridad. Abeleyn le había hablado de ellos meses atrás, durante una calurosa noche en la Ciudad Baja, cuando ambos yacían exhaustos y empapados de sudor, mientras las últimas estrellas del verano centelleaban al otro lado de la ventana y dos guardaespaldas del rey, discretos como sombras, montaban guardia en el patio de la posada. Abeleyn utilizaba los pasadizos secretos para ir y venir a su antojo, sin pompa ni comentarios, y disfrutar de la bulliciosa vida nocturna de Abrusio, libre como cualquier joven con el bolsillo lleno de dinero y ganas de diversión. Para el rey, era (o había sido) un juego fantástico poder vagabundear disfrazado por las calles y callejones de la populosa ciudad, bebiendo cerveza y vino en sus tabernas sucias pero alegres, sintiendo las nalgas de alguna prostituta de la Ciudad Baja moviéndose sobre su regazo. Ser el rey, y que nadie lo supiera. Tal vez buscaba también olvidarse de aquella realidad durante un rato, para convertirse en un simple caballero joven y acaudalado sin más preocupaciones.

Abeleyn poseía una luz especial, pensó Jemilla, no sin algo de tristeza. Algo que no tenía nada que ver con ser rey, sino que formaba parte del hombre que era. Le había resultado fácil tomarle afecto, y agradable acostarse con él; el niño de su interior estaba siempre más presente que el monarca. Pero el verano había terminado, y sobre el mundo había caído un invierno lleno de sangre, fuego y humo de pólvora. Y Abeleyn había cambiado, había crecido. En ocasiones había llegado a asustarla, no con una amenaza violenta, sino simplemente con una mirada firme de sus ojos oscuros. Se había convertido en un verdadero rey, aunque no le había servido de gran cosa.

Sus pies descalzos golpeaban suavemente el suelo. Llevaba las zapatillas bajo la capa; tendían a resbalar sobre el frío mármol, y no servían para andar rápido. El palacio estaba frío a medianoche, y sólo unas cuantas lámparas de aceite ardían en sus tederos en lo alto de las paredes, creando una especia de jardín irregular de luz y oscuridad, y convirtiendo la silueta de Jemilla en la de un gigante encapuchado avanzando por los corredores. Sostenía las zapatillas con una mano, mientras con el otro brazo se protegía el vientre hinchado. Las náuseas que la asaltaban casi todas las mañanas tenían una ventaja: la mantenían delgada. Su cara no había cambiado. Sólo le habían crecido los pechos, y a menudo tenía los pezones rígidos y doloridos. Aparte del vientre y los pechos, el resto de su cuerpo seguía en el excelente estado de siempre.

Excepto… Oh, no. Qué momento tan inconveniente.

Excepto aquello. Jemilla tomó un jarrón y se ocultó detrás de una cortina; luego se apartó la bata de seda, se agachó sobre el jarrón y suspiró de alivio mientras el líquido brotaba de su interior. Oh, Dios parecía complacerse en regalar aquellas indignidades a las mujeres.

Dejó atrás el jarrón y siguió avanzando lo más rápido posible. Abeleyn le había enseñado a ir y venir desde su habitación a otros aposentos del palacio un día en que él estaba ebrio y ella había fingido estarlo también. Pero había transcurrido mucho tiempo, o eso parecía. No estaba segura de poder recordar los lugares exactos, las cosas que debería hacer. De modo que allí estaba, en aquella noche helada y sin luna, recorriendo descalza los corredores del palacio, esquivando a centinelas y criados soñolientos que se dirigían a cumplir con sus deberes nocturnos, empujando absurdamente las paredes, palpando detrás de las colgaduras y apretando losas sueltas. Pero lo que buscaba tenía que estar en algún lugar cercano, en el ala de invitados del palacio. Una entrada secreta que le permitiría acceder al laberinto oculto de pasadizos secretos, y, finalmente, a la presencia del rey. Si es que el rey aún respiraba y no se habían llevado su cadáver para enterrarlo en secreto días atrás. Consideraba al mago Golophin capaz de cualquier cosa.

Pero tenía que saber si Abeleyn realmente seguía con vida, o si estaba demasiado enfermo para recuperarse; había unos rumores terribles circulando por el palacio. Sólo entonces podría decidir qué le convenía hacer.

Vio movimiento en el corredor delante de ella. Se encogió entre las sombras, con el corazón latiéndole a toda velocidad, y la vejiga repentinamente repleta de nuevo. Dio gracias al cielo por el color oscuro de su capa.

—… ningún cambio, ninguno en absoluto. Pero he visto cosas así otras veces. No hemos de desesperar, todavía no.

Era la voz del mago, de aquel diablo esquelético de Golophin. Pero, ¿quién estaba con él? Jemilla se adentró más en la oscuridad. Vio que se aproximaba un resplandor frío y tembloroso, y supo que no era una luz natural, sino la siniestra linterna del mago.

Descubrió un pesado tapiz a sus espaldas, un nicho donde los criados del palacio escondían cepillos y escobas a los ojos de los nobles. Aliviada, se refugió en su interior, observando aquella fría luz, cada vez más cercana, a través de una rendija que dejó abierta.

Sí; era Golophin. La luz mágica se reflejaba en su calva. Pero lo acompañaba una mujer ricamente vestida, cubierta con una capa con capucha muy semejante a la de Jemilla. Dos manos pálidas retiraron la capucha, y Jemilla pudo ver un rostro pálido y el destello de un cabello cobrizo. Una mujer más bien fea, con un rostro muy poco armonioso, pero lleno de fuerza. Y con el porte de una reina.

—Continuaré visitándolo, entonces —dijo la mujer, con una voz tan grave y rica como el tañido de un laúd—. Supongo que los hombres de Mercado siguen buscando, ¿no?

—Sí. —La voz del mago también era musical. Un par de voces muy hermosas, que combinaban agradablemente. Y que ofrecían un extraño contraste con los rostros de sus propietarios. ¿Quién podía ser aquella mujer aristocrática pero poco agraciada? Su acento era extraño; no procedía de Hebrion, pero hablaba como una mujer culta. Había sido educada en alguna corte.

Estaban a tres yardas de distancia. Jemilla se cubrió la boca con una mano. El corazón le latía con tanta fuerza que podía oír el movimiento de la sangre en su garganta.

—Me temo que no ha habido suerte —continuó el mago—. El reino ha sido purgado de practicantes de dweomer. Dudo de que tengamos nunca más un número importante.

Los practicantes de las Siete Disciplinas cada vez somos menos. Algún día nos convertiremos en un mero rumor, una leyenda perdida sobre antiguos milagros. No, no encontraremos a ningún mago a tiempo para curar a Abeleyn. Todos han huido, están muertos o perdidos en el lejano oeste… Y yo estoy incapacitado. No, debemos continuar haciendo lo que podamos con lo que tenemos.

—Que es muy poca cosa —dijo la mujer.

Estaban pasando junto a ella. Jemilla captó el sofisticado perfume de la mujer, y pudo ver su cabello, apilado sobre su cabeza en grandes masas de fuego cobrizo, la única belleza que poseía aparte de su voz. Luego doblaron una esquina y desaparecieron.

Jemilla esperó un rato, y luego abandonó su escondite, respirando a toda prisa.

Silenciosa como un gato, recorrió el pasillo por donde ellos habían aparecido, y descubrió que no había salida. El corredor acababa en una ventana ornamentada a través de la cual pudo ver las luces de la ciudad, las linternas de los mástiles de los barcos en el arruinado puerto y el destello de las frías estrellas.

Empezó a investigar cada pulgada de piedra de las paredes, golpeando, oprimiendo, hurgando. Permaneció allí tal vez media hora, con el corazón latiéndole a toda prisa y la vejiga de nuevo dolorosamente llena. Y luego sintió un chasquido bajo sus dedos, y una sección de la pared, aproximadamente de una yarda cuadrada, cedió tan súbitamente que estuvo a punto de hacerla caer. Se tambaleó cuando un aire frío como el de la tumba surgió susurrando a través de un oscuro agujero en la pared. Entrevio unos escalones descendentes, y luego nada más que oscuridad.

Se estremeció. Los dedos de los pies se le empezaron a entumecer a causa de la gélida ráfaga. Parecía un lugar horrible para entrar en él a aquellas horas de la noche.

Retrocedió rápidamente por el corredor y tomó una lámpara de su tedero. Luego se calzó las zapatillas sobre los pies helados y, protegiendo la llama del frío aire, entró en el pasadizo.

Había una palanca de metal en el interior. Tiró de ella y la puerta se cerró, sumiéndola casi en el pánico durante un segundo. Pero blasfemó y siguió adelante, furiosa consigo misma, detestando la compostura de la mujer que había acompañado a Golophin, odiándolos a ambos por conocer los secretos del palacio, por estar tan cerca del centro del poder. Odiando a todos y a todo indiscriminadamente porque ella, Jemilla, se veía obligada a recorrer furtivamente aquellos pasadizos gélidos igual que una ladrona, pese a llevar en su seno al heredero del rey. Por la sangre de los mártires, alguien pagaría por aquello. Un día les daría su merecido. Antes de morir, aquel palacio sería suyo.

Vio puertas y palancas como la que le había servido para entrar a ambos lados del pasadizo. Hubiera deseado probarlas todas, pero de algún modo sabía que no la conducirían adonde deseaba ir. Tenía el presentimiento de que la puerta de los aposentos reales estaría marcada de algún modo, sería diferente.

Y lo era. El pasadizo zigzagueaba durante cientos de yardas por las entrañas del palacio, pero terminaba en una puerta más alta que las demás. Y en la puerta había un ojo.

Estuvo a punto de dejar caer la lámpara. El ojo parpadeó al verla, enfrentándose a su mirada horrorizada. Un ojo humano en mitad de una puerta de madera, observándola.

—¡Dulce Dios del cielo! —jadeó. Era una abominación, instalada allí por aquel mago bastardo. La habían descubierto. Estuvo a punto de volverse y huir, pero la Jemilla más dura, la que había abortado al primer hijo de Hawkwood, la que se había propuesto fríamente seducir al joven rey, la obligó a quedarse quieta y pensar. Había llegado hasta allí, y no retrocedería.

El mero hecho de acercarse a aquella cosa le retorció las entrañas. ¡Cómo la observaba! Jemilla cerró los ojos, y le clavó el pulgar con todas sus fuerzas.

Otra vez, todavía más fuerte. El ojo cedió como una ciruela madura y reventó. El pulgar de Jemilla se hundió en él hasta el nudillo, y la mujer quedó cubierta de un líquido cálido. Cuando abrió los ojos, en la puerta había un agujero ensangrentado, y su capa estaba manchada de una sustancia clara y escarlata. Se volvió, se inclinó y vomitó sobre el suelo de piedra, ensuciándose las zapatillas.

—Dios mío. —Se secó la boca, se enderezó y empujó la puerta.

Ésta se abrió con facilidad, y Jemilla se encontró en el dormitorio del rey, un lugar que conocía muy bien.

Hizo una pausa, preguntándose si la alarma sonaría rápidamente, si el diablo de Golophin estaría corriendo hacia ella en aquel momento, pronunciando hechizos terribles que acabarían con su existencia. Bueno, había llegado adonde quería.

Se acercó al majestuoso lecho en el que ella y Abeleyn habían retozado en las noches húmedas del final del verano, con las puertas del balcón abiertas de par en par para dejar entrar algo de brisa marina. Las velas estaban encendidas, como recordaba Jemilla, y la cabeza de Abeleyn reposaba sobre la almohada.

Se irguió sobre el postrado rey como un ángel oscuro y sanguinario llegado para llevarse su alma. Y comprendió por qué lo habían ocultado allí, por qué no había nada más que rumores sobre su condición.

Tocó sus rizos morenos, sintiendo por un instante algo parecido a la lástima; luego apartó las coberturas con un violento tirón.

Debajo había un maltrecho fragmento de hombre, desnudo ante sus ojos, con los muñones cubiertos por vendas de lino. Su pecho se movía al respirar, pero la palidez de la muerte lo rodeaba; tenía los labios azules a la luz de las velas, y los ojos hundidos en sus cuencas. El rey de Hebrion no permanecería mucho tiempo más en aquel mundo.

—Abeleyn —susurró. Y luego con mayor fuerza y seguridad—: ¡Abeleyn!

—No puede oíros —dijo una voz.

Jemilla se volvió con brusquedad, mientras la llama de la lámpara se agitaba salvajemente. Golophin estaba en pie detrás de ella, silencioso como una aparición.

Jemilla no podía hablar; el terror ahogó el grito en su garganta.

El anciano mago parecía un ser horrible, encarnado en las sombras nocturnas y las llamas de las velas. Sus ojos centelleaban con una luz inhumana, y uno de ellos derramaba lágrimas de sangre negra sobre su mejilla.

—Lady Jemilla —dijo, y avanzó sobre el suelo de piedra sin que sus pisadas hicieran ningún ruido—. Es muy tarde para que estéis levantada. En vuestro estado.

Jemilla estaba más asustada que nunca en su vida, pero libró una batalla silenciosa y veloz contra su terror, se dominó y compuso su expresión.

—Quería verle —dijo, con voz ronca.

—Ya lo habéis visto. ¿Estáis contenta?

—Está muerto, Golophin. Ya no es un hombre. —Su voz se iba tranquilizando por momentos, aunque entre tanto pensaba a toda prisa, preguntándose si un chillido emitido en aquella habitación sería oído. Preguntándose si alguien acudiría a investigarlo. El anciano mago parecía un diablo de las tinieblas, con sus ojos relucientes y su rostro cadavérico—. Llevo en mi seno al hijo del rey —dijo, mientras él se le acercaba.

—Lo sé. —Golophin volvió a cubrir el cuerpo expuesto del rey. Jemilla casi podía oler la ira del mago, pero sus actos eran gentiles, y su voz controlada.

—No podéis tocarme, Golophin.

—Lo sé.

—No teníais derecho a impedirme verle.

—No me habléis de derechos, señora —dijo el mago, y su voz erizó el vello de Jemilla—. Sirvo al rey, y lo haré mientras quede algo de aliento en mi cuerpo o en el suyo.

Si hacéis algo que le cause daño, os mataré.

Lo dijo de un modo tan suave, tan tranquilo… No era una amenaza, era la simple exposición de un hecho.

—No podéis tocarme. Llevo en mi seno al heredero del rey —repitió Jemilla, y su voz parecía un chirrido.

—Marchaos. —La voz del mago rezumaba veneno. El odio entre ambos flotaba pesadamente en la habitación. Jemilla comprendió que estaban al borde de la violencia.

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