Las guerras de hierro (29 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Ella levantó la cabeza y le acarició las lágrimas que le corrían por el rostro.

—El tiempo cura —dijo suavemente—. Es un tópico, pero cierto.

—Lo sé. Se me hace eterno, sin embargo. No quiero olvidarla, pero debo hacerlo.

—No se trata de olvidarla, Corfe. Pero tampoco debes permitir que se convierta en un fantasma que te atormente. —Odelia hizo una pausa—. Háblame de ella.

A Corfe le resultó increíblemente difícil hablar. Le dolía la garganta. Cuando finalmente la encontró, su voz sonó áspera como la de un cuervo:

—No hay mucho que contar. Era la hija de un mercader de sedas en la ciudad (me refiero a Aekir), y llevaba el negocio en lugar de su padre. Como oficial más joven de mi regimiento, yo era el portaestandarte, responsable de los gonfalones, que eran de seda, como los de los merduk. Había que cambiarlos, de modo que me enviaron a la tienda de ese mercader, y allí estaba ella.

—Y allí estaba ella —repitió Odelia en voz baja—. ¿No consiguió salir de Aekir, entonces?

—No. La busqué después de que los merduk hubieran tomado las murallas, deserté de mi puesto para tratar de encontrarla, pero nuestra casa se encontraba ya tras las líneas enemigas, y aquella parte de la ciudad estaba en llamas. Me vi atrapado por el flujo de refugiados, y fui arrastrado por la carretera del oeste. Quería morir, pero hice lo posible por vivir. No sé por qué. Sólo espero que el fin fuera rápido para ella. Tengo imágenes en la mente… —No pudo decir más. Su cuerpo se había puesto rígido en brazos de Odelia.

Ella sintió que los sollozos reprimidos le recorrían el cuerpo, pero Corfe no emitió un solo sonido, y cuando le miró por fin a los ojos vio que volvían a estar secos. Había un destello en aquellos ojos que le heló la sangre en las venas, un destello de puro odio. Pero pasó, y Corfe sonrió ante la preocupación reflejada en el rostro de Odelia—. Me alegro de esto —dijo, en tono vacilante—. Me alegro de teneros, señora. El tiempo cura, tal vez, pero vos también. —Y la atrajo hacia sí.

Odelia lo reconoció finalmente ante sí misma. Se había enamorado de él. Admitirlo la sobresaltó, dejándola súbitamente insegura. Se encontró odiando el recuerdo de su esposa muerta, envidiando a un fantasma por la fuerza que tenía sobre él. Durante toda su vida, había planeado, intrigado y fornicado para conseguir sus fines, para salvaguardar su reino. Y comprendió entonces que renunciaría a todo ello (palacio, reino, vestidos de terciopelo y todo lo demás) si él se lo pedía. Se sintió aturdida de miedo y euforia a partes iguales.

—¿Hay alguna esperanza para nosotros? —le preguntó.

—Creo que sí. Si les golpeamos con la fuerza y rapidez suficientes, y si la flota de Bersa cumple con su misión en la costa, tendrán que retirarse. Habremos conseguido tiempo, y algo de espacio. Pero, incluso así, la guerra no habrá terminado. Con la primavera, llegará la batalla decisiva.

Odelia no se había referido a la guerra, pero se alegró del malentendido. Estaba a punto de amanecer, y Corfe había recorrido suficiente camino para una sola noche.

El amanecer en Torunna correspondía a la sexta hora de la larga noche invernal en Hebrion. Isolla recorría con impaciencia el dormitorio real. Golophin se retrasaba, lo que no era propio de él. Si abría las persianas y miraba por el balcón, podría ver las luces de las celebraciones que se prolongarían durante toda la noche en el antiguo monasterio, en la colina frente al palacio. Se estaba celebrando un baile en honor de los nobles congregados. No le había representado ningún disgusto rechazar la invitación, pero el débil sonido metálico de la música llegaba incluso a aquella habitación, y se entrometía en sus pensamientos, irritándola. Empezaba a dudar de su papel en todo aquello, e incluso se encontró pensando con nostalgia en la corte de Astarac, y especialmente en su hermano, Mark. ¿Qué podía hacer? ¿Enviarle una carta que dijera «quiero volver a casa», como una chiquilla enviada a un internado nuevo? Su orgullo nunca le permitiría recuperarse de ello. De modo que, mientras pensaba, recorría la habitación con sus zancadas largas y masculinas.

El sonido de la puerta secreta la hizo detenerse en seco. Una sección de pared se deslizó hacia dentro, y apareció Golophin, que le sonrió.

—Mis disculpas por el retraso, señora.

—No importa. —Había algo distinto en él. Algo…—. ¡Golophin! —gritó—. Vuestro ojo.

Está curado.

Él se llevó una mano al rostro.

—Cierto.

—¿Habéis recuperado vuestros poderes?

El mago se plantó ante ella. Había cambiado. Había más carne en sus huesos, y parecía más alto. También parecía veinte años más joven que la última vez que lo había visto, pocas horas antes. Pero algo iba mal. Habría podido jurar que el mago estaba confuso… No, más que eso. Estaba asustado.

—Golophin, ¿os encontráis bien?

—Supongo que sí. Muy bien. Me he recuperado totalmente, Isolla. —Un fuego mágico cobró vida sobre su cabeza, iluminando la tenebrosa habitación. Al mismo tiempo, todas las velas apagadas de la estancia se encendieron de repente con un siseo.

—¡Pero eso es fantástico! —exclamó Isolla.

El anciano mago se encogió de hombros.

—Lo es. Desde luego, lo es.

—¿Qué sucede? Deberíais estar eufórico. Podréis curar al rey. Nuestros problemas han terminado.

—¡No sé cómo ha ocurrido! —gritó el mago, sobresaltándola.

—¿No lo sabéis? Pero… ¿cómo es posible?

—No lo sé, señora, y mi ignorancia me está volviendo loco. Algo me ha ocurrido esta noche, pero no puedo recordar nada.

—Es como un milagro.

—No creo en ellos —dijo él, en tono siniestro—. Basta. Éste no es el momento ni el lugar. —Se restregó los ojos—. Debo ponerme al trabajo de inmediato, si queremos frustrar los propósitos de ese maldito consejo. Votarán la regencia mañana por la tarde.

Perdonad mi franqueza, señora. Estoy algo alterado.

—No importa. Simplemente, curadlo.

El mago asintió y suspiró como si estuviera exhausto, aunque la energía era prácticamente visible en él. Incluso las arrugas bajo su barbilla se habían tensado y desaparecido. Isolla deseaba acribillarlo a preguntas, pero permaneció muda. Se acercaron a la cama del rey. Golophin contempló aquella forma mutilada e inconsciente y pareció calmarse. Miró a su alrededor.

—¿De qué disponemos para trabajar? No hay gran cosa. Tenemos demasiada prisa. —Acarició la pesada madera de las columnas de la cama—. Con esto bastará por ahora, supongo. —Se volvió a Isolla—. Señora, necesito que sostengáis las manos del rey. Veáis lo que veáis, y ocurra lo que ocurra, no debéis soltarlas. ¿Está claro?

—Perfectamente claro —mintió Isolla.

—Muy bien. Traeremos sillas y empezaremos.

Isolla tomó las manos de Abeleyn. Estaban calientes y febriles, pero su rostro permanecía inmóvil como el de una imagen de cera. Las sábanas, aunque se cambiaban diariamente, estaban empapadas de sudor. El rey parecía estarse consumiendo como las brasas de una chimenea abanicadas por un fuelle.

Golophin cerró los ojos y se sentó, tan inmóvil como su rey. No ocurrió nada. Pasó un cuarto de hora. Isolla deseaba cambiar de postura, estirar el cuello, pero no se atrevía a moverse. Estaba mentalizada para ver relámpagos, truenos, estallidos de teurgia o para escuchar murmullos de demonios convocados; cualquier cosa. Pero sólo existía aquella habitación sofocante, el extraño movimiento del fuego mágico y el rostro tranquilo del mago.

Y entonces hubo un crujido de madera. Isolla se sobresaltó cuando la cama empezó a temblar y sacudirse. El dosel se hinchó como la vela de un barco. Chasqueó y se agitó, mientras los pesados cortinajes le azotaban el rostro, y luego toda la estructura se levantó y voló dando tumbos por la habitación.

Las columnas de la cama, gruesos postes de madera tallada anchos como el muslo de Isolla, empezaron a encogerse. Isolla los miró con la boca abierta. Estaban desapareciendo desde la parte superior. Era como observar la obra de las termitas varias veces acelerada. Los postes habían sido más altos que un hombre, pero disminuían pie a pie mientras ella observaba.

Al mismo tiempo, la sábana que cubría a Abeleyn empezó a moverse. Isolla ahogó un grito cuando algo empezó a crecer. Eran los muñones de las piernas del rey. Se estaban alargando, empujando los cobertores. Isolla miró al mago. Su rostro no había cambiado, pero el sudor le había dado brillo, y sus ojos rodaban frenéticamente tras los párpados cerrados.

Aparecieron dos pies al extremo de la sábana que cubría el cuerpo del rey. Isolla dio un salto, horrorizada. Eran pies humanos, perfectamente formados hasta las uñas de los dedos, pero estaban hechos de madera oscura. Y llenos de vida.

El rey gimió, y el mago habló por primera vez.

—Abeleyn —dijo en voz baja, pero que hizo temblar el mobiliario de la habitación—.

Abeleyn. Mi rey.

El hombre de la cama gruñó como una bestia. Sus manos, hasta el momento inertes, aferraron las de Isolla, reprimiendo la circulación de la sangre hasta dejarle los dedos blancos. Isolla se mordió el labio para ahogar el dolor, decidida a no gritar.

Entonces el cuerpo del rey se arqueó sobre la cama, sus talones de madera golpearon el colchón y su espina dorsal se curvó como un arco bien tensado. Sus manos sudorosas empezaban a resbalar. Presa del pánico, Isolla se arrojó sobre él. Las convulsiones la hicieron sacudirse arriba y abajo. Una rodilla durísima se levantó y se le clavó en una costilla. El rey chilló, e Isolla empezó a llorar de dolor.

Las convulsiones pasaron, y el rey volvió a quedar inmóvil, con el rostro de Isolla enterrado en su cuello. La mujer no podía moverse. Las manos de Abeleyn aflojaron su terrible apretón y se separaron suavemente de las de Isolla.

—¿Qué está pasando? —dijo el rey.

Ella levantó la cabeza y le miró a la cara. El rey tenía los ojos abiertos y le sonreía, con aspecto totalmente desconcertado y al mismo tiempo divertido.

—Issy Narizotas —dijo Abeleyn, y se echó a reír—. ¿Qué estás haciendo?

20

Durante toda la mañana, el ejército había estado saliendo por la puerta norte de Torunn.

La hilera de hombres, caballos, piezas de artillería y carretas de intendencia tiradas por bueyes y mulas de carga parecía interminable. Habían pisoteado la nieve reciente hasta convertirla en barro, y formaban una línea oscura que cruzaba las colinas al norte de la capital. En los flancos de la columna patrullaban los inquietos escuadrones de coraceros pesados torunianos. La cabeza de la columna se había perdido de vista a tres millas de distancia. Había más de treinta mil hombres en marcha, el último ejército de campo que quedaba en el reino.

—Hay cierta grandeza en la guerra —dijo Andruw, soplando sobre sus manos enguantadas. Sus guanteletes de metal colgaban de su silla de montar.

—Nunca había pensado que hubiera tantos torunianos en el mundo —admitió Marsch—. De haberlo sabido, puede que no hubiéramos combatido contra vosotros durante tanto tiempo.

—El número no lo es todo —dijo Corfe.

—¿Alguna señal de nuestro grupo? —preguntó Andruw.

Estaban sentados sobre sus caballos en un montículo a media milla de la puerta norte.

Llevaban allí una hora entera, y el río de hombres seguía pasando.

—Ya no puede faltar mucho —dijo Corfe—. Aquí viene el tren de intendencia principal.

Nosotros vamos detrás.

Un convoy de carretas altas y pesadas tiradas por mulas y bueyes. El tren de intendencia llevaba las municiones y raciones de reserva. Corfe tenía la misión de protegerlo, y también a la retaguardia del ejército. Cuando empezara la batalla, él y sus hombres serían espectadores en lugar de participantes. A menos que algo saliera muy mal.

—Las mejores tropas del ejército, y estamos protegiendo las carretas —dijo Andruw, disgustado—. Menudo imbécil es ese Menin.

Corfe no estaba de acuerdo.

—Hizo lo que pudo. Es un milagro que convenciera al rey de salir a luchar. Y, además —sonrió a Andruw—, la retaguardia es un puesto de honor. Si el ejército es derrotado, nos corresponde a nosotros cubrir la retirada.

—Puesto de honor, y un…

—Ahí vienen —interrumpió Marsch.

Los hombres de Corfe empezaron a asomar por la puerta tras la última carreta. Los mil catedralistas, con sus armaduras escarlata, eran inconfundibles, con su severo estandarte ondeando bajo el frío viento. Tras ellos marchaban impecablemente los fimbrios, vestidos de negro y armados con picas; dos mil hombres, con Formio a la cabeza. Y, finalmente, los últimos supervivientes del dique de Ormann, cinco mil arcabuceros y espadachines a las órdenes de Ranafast. El grupo formaba una columna que ocupaba casi una milla.

¿Cómo lucharían juntos? Había un fuerte nexo de unión entre ellos, Corfe lo sabía.

Procedía de la batalla de la Cadena del Norte, cuando se habían enfrentado juntos a la aniquilación. Y despreciaban colectivamente a los soldados de la guarnición de Torunn, la mayoría de los cuales nunca había tomado parte en una batalla. Pero, desde luego, eran un grupo dispar. Salvajes de las montañas, profesionales fimbrios y veteranos torunianos.

Habían tenido tiempo de recuperarse tras la batalla de la Cadena del Norte, y estaban descansados, reaprovisionados y con el ánimo alto. Si las cosas iban bien, apenas necesitarían hacer un solo disparo en la lucha que se avecinaba. Corfe esperaba que fuera así, por mucho que le hubiera gustado poner a prueba su nuevo instrumento en la batalla.

—Empieza a nevar de nuevo —observó Andruw con tono lúgubre—. Dientes de Dios, ¿es que este invierno no va a terminar nunca? Es una época del año muy poco natural para una campaña.

—Vamos a reunirnos con la columna —dijo Corfe, y los tres jinetes trotaron colina abajo, levantando una nube de nieve que el viento arrastró detrás de ellos como si fuera humo.

El ejército recorrió solamente seis millas aquel primer día, una procesión inacabable de hombres deteniéndose y volviendo a ponerse en marcha, las carretas encallándose en el barro que yacía bajo la nieve, los cañones pesados perdiendo ruedas y las mulas lesionándose. Los hombres de Corfe se detuvieron finalmente para pasar la noche, tres horas después de que la cabeza de la columna hubiera plantado sus tiendas. Hasta donde alcanzaba la vista, el parpadeo de las hogueras se extendía sobre las colinas e iluminaba el cielo desde lejos. Era agradable volver a estar en el campo. Las cosas siempre eran más sencillas allí.

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