Las guerras de hierro (30 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

O eso pensaba Corfe. Mientras se encontraba junto a los caballos, con Marsch y Morin, inspeccionando unas monturas tullidas, un correo le trajo un mensaje del alto mando. Iba a celebrarse una reunión para discutir la estrategia en la tienda real, y se requería su presencia.

Resignado, se abrió paso a través del enorme campamento iluminado por las hogueras. Por todas partes había hombres sentados junto al fuego, calentando sus raciones y secando sus botas. Habían caído unas cuantas nevadas durante el día, y hacía cada vez más frío. El barro empezaba a endurecerse bajo sus pies, y la nieve crujía.

La tienda del rey era una enorme estructura de cuero con media docena de centinelas temblorosos a su alrededor, cuya armadura empezaba a relucir por culpa de la escarcha.

Bajo su propia autoridad, Corfe les ordenó encender una hoguera.

En el interior de la tienda, tres braseros ardían alegremente. El rey estaba allí, sencillamente vestido con el gambesón de cuero que llevaban los soldados bajo la armadura. Con él estaban el conde Fournier, el general Menin, los coroneles Aras y Rusio y siete u ocho oficiales de menor graduación, a los que Corfe no reconoció. Al coronel Willem le habían asignado el mando de los cinco mil hombres que se habían quedado en la capital.

—Ah, de modo que ya estamos todos. Por fin —dijo el rey cuando entró Corfe.

Lofantyr parecía no haber dormido en una semana. Había surcos grises bajo sus ojos, y nuevas líneas de tensión en torno a su boca—. Muy bien. Fournier, procede. —El rey tomó asiento en una silla de lona. Todos los demás tuvieron que continuar en pie.

Fournier, bastante ridículo con su media armadura anticuada sin una sola abolladura, se aclaró la garganta y empezó a juguetear de modo incesante con un puntero de madera.

—Nuestros exploradores acaban de regresar, señor, y nos informan de que hay tres campamentos enemigos. El mayor está a unas cuatro leguas al noroeste. Estiman que hay entre ochenta y noventa mil hombres en su interior. No está fortificado, y tienen grupos de caballos atados en torno a su perímetro, además de patrullas de caballería ligera y los centinelas habituales. —Fournier volvió a aclararse la garganta—. El segundo campamento se encuentra a una legua al este del primero. Los exploradores estiman que contiene unos cincuenta mil hombres, incluyendo la caballería pesada de los
ferinai
y muchos arcabuceros. Está fortificado con un foso y una empalizada. El tercero está todavía más lejos, al norte, tal vez a una legua de los dos primeros. En su interior están los elefantes, mucha más caballería pesada y el tren de intendencia principal. Se cree que el propio sultán está en ese tercer campamento, con su… su harén. Otros cuarenta o cincuenta mil hombres.

—¿Por qué divide así a su ejército? —murmuró alguien.

—Flexibilidad —dijo Corfe—. Si un campamento es asaltado, el atacante se encontrará con las columnas de los otros dos en sus flancos.

Menin miró a Corfe con el ceño fruncido.

—La idea general era atacar el campamento principal sin peligro de sufrir asaltos desde los otros dos. Pero no habíamos contado con que los campamentos estuvieran tan cerca unos de otros. De repente, esta campaña parece mucho más arriesgada que antes.

—Todavía podéis hacerlo, si el asalto es lo bastante rápido y poderoso. Despertar a los hombres de un campamento grande, ponerlos en formación de batalla y hacerlos marchar una legua lleva al menos dos o tres horas. En ese tiempo, con un poco de suerte, podríamos haber destrozado el contingente de
minhraib
del ejército merduk, el grueso de sus tropas. Estaríamos entonces en posición de ocuparnos de los otros dos ejércitos en cuanto aparecieran, o también podríamos retirarnos. En cualquier caso, sería prudente destacar formaciones potentes en los flancos, por si todavía dura la batalla cuando lleguen los refuerzos merduk.

—Sí. Sí, por supuesto —dijo Menin—. Exactamente lo que yo pensaba… —Se interrumpió. Parecía viejo y asustado.

—Hay noventa mil hombres en el primer campamento —dijo alguien, con tono vacilante—. Nos triplican en número. ¿Quién dice que serán un blanco fácil?

—El campamento no está fortificado —señaló Corfe—. Estarán en sus tiendas, a resguardo del frío. Además, no son más que la leva campesina de Ostrabar, reclutas sin armas de fuego. Mientras conservemos el factor sorpresa, no deberían darnos demasiados problemas.

—Me alivia oír eso —dijo el rey. Contempló con evidente disgusto a su general más joven—. Pareces tener respuestas para todo, general Cear-Inaf. Veo que ya no hay necesidad de reuniones de estrategia. Todo lo que hacemos es consultarte.

Hubo una serie de risitas a través de la tienda. Corfe permaneció impasible. Se limitó a inclinarse ante su monarca.

—Mis disculpas, señor, si me excedo en mis atribuciones. Sólo me preocupa el bien del ejército.

—Por supuesto. —El rey se levantó—. Caballeros, estudiemos el plan. Fournier, si sois tan amable…

El conde desplegó un pergamino en el que había dibujados unos cuantos diagramas.

Todos se acercaron a verlo.

—Así es cómo el ejército entrará en batalla. General Menin, explícalo.

—Sí, señor. Caballeros, estaremos divididos en cuatro unidades distintas. En el centro estará el cuerpo principal, dieciocho mil hombres al mando de su majestad, yo mismo y el coronel Rusio. En esa formación estará la artillería de campo (treinta cañones a tu cargo, Rusio) y los coraceros, tres mil jinetes. Su majestad dirigirá personalmente a la caballería pesada.

»En el flanco derecho del cuerpo principal habrá una formación más pequeña, que se ocupará de la posibilidad de un ataque merduk desde aquella dirección. Estará al mando del coronel Aras, y la formarán unos cinco mil hombres, sobre todo arcabuceros. En la retaguardia estará el grupo del general Cear-Inaf, ocho mil hombres. Ellos formarán nuestra única reserva, y también tendrán la misión de proteger el tren de intendencia.

¿Está claro, caballeros?

—¿Qué hay del flanco izquierdo? —preguntó Corfe—. Quedará en el aire.

—No creemos que el flanco izquierdo vaya a verse particularmente amenazado —le dijo el rey—. La única amenaza por esa zona procedería de la intendencia y del cuartel general del enemigo. Creemos que el sultán merduk no enviará a las tropas que están protegiendo a su persona hasta saber exactamente cuál es la situación. Para entonces, nos habremos retirado. No, la única amenaza real está en la derecha, en el campamento de los
hraibadar
y los
ferinai
. Aras, tienes la posición de honor. Defiéndela bien.

—Lo haré, señor, hasta el último hombre si es necesario.

Corfe abrió la boca para protestar, y luego lo pensó mejor. Existía la posibilidad de que el rey estuviera en lo cierto, pero aquello no le gustaba. Ni consideraba prudente mantener a la caballería pesada en el centro, donde su movilidad se vería reducida y se enfrentaría a la perspectiva de una carga contra un campamento, lo que no era un trabajo para jinetes. No serviría de nada decirlo, sin embargo.

—Partiremos por la mañana —continuó el rey—. En dos días de marcha, estaremos cerca del enemigo. Formaremos en línea de batalla fuera de la vista de su campamento, y caeremos sobre ellos en una carga general al amanecer. Como ha dicho el general Cear-Inaf, el número será menos importante en la confusión. Tendremos una pantalla impenetrable de caballería a nuestro alrededor, de modo que el enemigo debería permanecer ignorante de nuestras intenciones hasta que sea demasiado tarde. Les golpearemos con fuerza y nos retiraremos. La flota del almirante Bersa estará atacando sus bases costeras aproximadamente al mismo tiempo. Tras este ataque doble, el sultán tendrá que retirarse al Searil, y el dique de Ormann es casi indefendible si se le ataca desde el sur. Habremos limpiado de enemigos todo el norte de Torunna. Caballeros, ¿alguna pregunta?

—¡Esta batalla pasará a la historia, señor! —exclamó Aras—. Somos afortunados por tener la posibilidad de participar en ella.

El rey inclinó graciosamente la cabeza. Incluso Menin pareció algo impaciente ante las adulaciones de Aras.

—Podéis retiraros, caballeros —dijo el rey—. Nos reuniremos de nuevo la noche anterior al espectáculo, para acabar de concretar los detalles. Hasta entonces, que os vaya bien.

Los oficiales reunidos se retiraron, inclinándose. El general Menin alcanzó a Corfe frente a la tienda y le agarró del brazo. En voz baja le dijo:

—Quiero hablar un momento contigo, si eres tan amable, general.

Pasearon juntos por el campamento. El rostro de Menin era un estudio en sombras nocturnas y luces de hogueras. Parecía muy preocupado.

—No quiero que esto se sepa —dijo, con tono avergonzado—. Pero, si no sobrevivo a la batalla, deseo que tomes el mando del ejército y dirijas la retirada.

Corfe se detuvo en seco.

—¿Habláis en serio?

El hombre mayor extrajo un pergamino sellado.

—Aquí está puesto por escrito. El rey se opondrá, por supuesto, pero habrá poco tiempo para objeciones. Su primera elección después de mí para el mando sería Aras, y él ya ha sido ascendido por encima de sus capacidades. Este ejército debe sobrevivir, ocurra lo que ocurra. Lleva a estos hombres de vuelta a Torunn, Corfe.

Corfe tomó el pergamino.

—Elegís un extraño momento para empezar a confiar en mí —dijo, no sin amargura.

—El tiempo de la política ha pasado. Ahora el país necesita que lo guíe un soldado.

—Sobreviviréis, Menin. Esto no es necesario.

—No, general. La muerte me aguarda aquí, en el norte. Sé que no regresaré. ¡Pero tú asegúrate de que este ejército sí regresa! —Agarró el brazo de Corfe con dolorosa intensidad. Su rostro estaba lívido y su expresión era solemne y algo asustada, pero Corfe supo que su temor no era por él mismo.

—Haré lo que pueda, si resulta necesario —dijo Corfe, vacilante.

—Gracias. Y, Corfe, puede que tus hombres estén en la retaguardia, pero tendrán el trabajo más difícil en los días que se avecinan, no te equivoques. —Y se alejó sin más ceremonia.

—Toma —dijo Andruw, ofreciéndole el odre de vino—. Pareces necesitar un trago. ¿Qué te han hecho? ¿Apabullarte con su brillantez estratégica?

Corfe tomó un trago de vino agrio del ejército.

—Dios, Andruw. Lo necesitaba.

Sentados en torno a la hoguera estaban casi todos sus oficiales superiores. Corfe les había pedido que aguardaran su regreso de la reunión. Lo miraron con aire expectante.

Además de Andruw, estaba allí Marsch, y Morin junto a él. Formio se calentaba las manos en las llamas junto a Ranafast, y Ebro había hecho una pausa en el proceso de tallar un bastón para observar a su superior. Entre las sombras de detrás había muchos otros.

Corfe creyó ver a Joshelin, el veterano fimbrio, y a Cerne, su corneta. Su corazón se animó al verlos, liberándole del frío provocado por las palabras de Menin. Con la lealtad de hombres como aquéllos, se sentía capaz de conseguir casi cualquier cosa.

—Entraremos en combate dentro de dos días, muchachos —dijo al fin—. Ebro, préstame tu bastón. Acercaos todos. Así es cómo vamos a hacerlo.

21

Amanecía en el norte de Torunna. En el campamento merduk, los centinelas se estaban relevando, y los hombres removían las ascuas de sus hogueras para preparar el desayuno. A lo largo de las líneas de caballos, miles de animales mascaban su heno y avena, levantando un vapor cálido y húmedo en el aire gélido. Las carretas de aprovisionamiento iban y venían en lentas procesiones. Por encima de las ciudades de tiendas merduk se elevaba una neblina de humo y vapor, visible desde muchas millas a la redonda pese a las nubes bajas. Las tiendas cónicas ocupaban cientos de acres, y se habían trazado calles entre las hileras, confeccionadas con troncos y cordel. Había mujeres y niños presentes, y también mercados y bazares en mitad de los campamentos, donde los astutos comerciantes que seguían a los ejércitos habían instalado sus puestos.

Los tres enormes campamentos de invierno merduk tenían un aspecto tan pacífico como era posible tratándose de asentamientos militares. Era del dominio público que los cobardes torunianos estaban escondidos tras las murallas de su capital, preparándose para el inevitable asedio. No había formaciones enemigas en muchas leguas a la redonda, aparte de unos cuantos grupos aislados de caballería. En cuestión de una o dos semanas, las ciudades hechas de tiendas de campaña volverían a estar en movimiento, pero, por el momento, los soldados del sultán estaban más preocupados con los problemas de mantenerse calientes, secos y bien alimentados en el bárbaro invierno toruniano.

Shahr Indun Johor, el
khedive
superior de las fuerzas del sultán, tenía su cuartel general en mitad del campamento de
hraibadar
y
ferinai
, la élite del ejército. El rango tenía sus privilegios, y se encontraba dormitando con la cabeza apoyada entre los pechos de su concubina favorita, cuando su
sudabar
, u oficial de estado mayor, asomó la cabeza por entre las pesadas cortinas de la tienda.

—Shahr Johor. —Y de nuevo al no obtener respuesta—: ¡Shahr Johor!

El hombre, joven y delgado, se movió con la elegancia y rapidez de una nutria.

—¿Qué? ¿Qué sucede, Buraz?

—Tal vez no sea nada, mi
khedive
. Algunos guardias del perímetro informan de que hay fuego de artillería en el oeste.

—Tardaré un momento. Ocúpate de que ensillen mi caballo. —Shahr Johor apartó a su concubina y se vistió con las calzas y la túnica. Se pasó la faja alrededor de la cintura, deslizó un puñal entre sus pliegues y se calzó las pesadas botas de montar, altas hasta la rodilla. Luego besó a su perfumada compañera.

—Hasta luego, paloma —murmuró, y salió de la tienda a la media luz del alba.

Buraz le aguardaba con dos caballos ensillados, cuyo aliento humeaba en el aire frío.

Los dos oficiales montaron y trotaron hasta el perímetro del enorme campamento, ahuyentando a soldados y civiles mientras avanzaban por el camino de madera. Johor permaneció sentado en su silla, respirando con dificultad y contemplando el vacío horizonte. El cielo estaba aún tan oscuro que podía distinguir el resplandor de las hogueras de los
minhraib
contra el cielo nublado, a tres millas de distancia. Habían empezado a caer pequeños copos de nieve, y había más en el nimbo bajo que tenían encima.

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