—Cline —dijo Travis fríamente—, estaba en mi derecho cuando dejé el trabajo. Parsons dijo que podía hacerlo. Te quedaba todo el resto del personal. En este momento yo podría estar en Moscú. ¿Qué habrías hecho, entonces?
—Pero estás aquí —replicó el director—. Y aún más, estás trabajando en este asunto. Después de todo, participas en esto desde el comienzo, ¿recuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo? ¡Si hubiera salido un día antes del hospital!
—Pero no fue así. Y ahora estás verdaderamente interesado en el caso. ¿No te estimula trabajar sabiendo que lo haces también para nosotros?
—Hasta ahora me estaba desenvolviendo muy bien solo. Me gusta trabajar así. Si comenzara a trabajar de nuevo para el «Star» todo sería distinto para mí.
—Travis, ¿no significa nada para ti que yo esté pidiéndote ayuda?
—Claro que sí, Cline.
Travis encendió un cigarrillo.
—¿No significa nada para ti que el «Star» te haya alimentado durante diez años, Travis? No se pueden tirar así como así diez años por la ventana.
—Escucha, Cline. Acabo de levantarme. Dame tiempo para pensarlo.
—Bravo, muchacho. Pero piénsalo rápidamente. Te necesitamos.
Una idea se abría paso en la mente de Travis. Recordó la llegada del anciano al hospital, cuando él aún se encontraba internado. Era el lunes por la noche y el hombre gritaba desesperadamente.
Travis tomó a toda prisa su desayuno y luego consultó la guía telefónica. Sólo había una probabilidad de que su idea fuera acertada, y dependía de la veracidad de Betty y de las insinuaciones de Rosalee. La señorita Turner se había referido a algo ocurrido «esta mañana»; dijo que después de aquello ya nada importaba… Ayer fue jueves. «Aquello» había comenzado el jueves por la mañana. Y los receptores de radio y televisión comenzaron a funcionar mal el jueves a las diez de la mañana. Entonces recordó el televisor del bar. Además, Hal Cable le había contado que las películas se velaron el jueves por la mañana.
Entonces Travis tuvo siniestros pensamientos. Cuando preguntó a Hal si habían tenido inconvenientes con las películas en ocasiones anteriores, la respuesta fue afirmativa. Travis recordaba que dijo algo al respecto cuando fue a visitarle al hospital para decirle que Cline deseaba que volviera. El mismo día que llegó el viejo dando alaridos. Los hechos concordaban.
Encontró lo que estaba buscando en las páginas amarillas de la guía telefónica. Un taller de reparación de aparatos de radio. Escogió el que quedaba más cerca de su casa y fue caminando hasta allí. Estaba cerrado. Entró en un drugstore y consultó otra dirección en la guía. Se encaminó hacia el nuevo taller. El local estaba abierto. Entró.
Un hombre alto, vestido con un mono de mecánico, estaba sentado con los pies encima de un escritorio.
—Vaya, por fin llega un cliente —dijo a modo de saludo.
—¿No tiene clientes? —preguntó Travis.
El hombre señaló el teléfono.
—Tengo tantos que he preferido descolgar el aparato —dijo—. Desde ayer por la mañana todo el mundo llama para que les arreglemos sus receptores de radio. Me he pasado casi toda la mañana yendo de un lado a otro para recogerlos y ahora están todos ahí, en el otro cuarto. Los he revisado y me ha sorprendido encontrarlos en perfecto estado. Algo debe impedir la recepción de las ondas.
—¿Qué se le ocurre a usted? —preguntó Travis, apoyándose sobre el mostrador.
El mecánico se encogió de hombros.
—Manchas solares o algo parecido. Ya me parecía demasiado extraña tal cantidad de trabajo junto… Ahora estoy esperando a que todo esto se aclare y retiren los aparatos. ¿En qué puedo servirle?
—Sólo he venido en busca de información —dijo Travis—. ¿Ha ocurrido algo así otras veces?
El mecánico negó con la cabeza.
—No. No recuerdo nada parecido. A veces alguien nos llama para que vayamos a recoger un aparato de radio que no funciona. Cuando lo traemos al taller funciona perfectamente; por lo general se trata de una lámpara floja y basta agitar el aparato para que el contacto vuelva a establecerse. Por eso, lo primero que hago es ajustar las lámparas y golpear un poco la caja para ver si funciona.
—¿Y el lunes pasado? ¿Tuvo algún trabajo de esa clase?
—¿El lunes? —El hombre se rascó la cabeza—. Déjeme pensar…
Abrió un cajón y extrajo un libro. Mientras lo hojeaba repetía:
—Lunes, lunes… Sí…, aquí está. Sí; hubo tres casos parecidos el lunes. Pero no les presté mayor atención. Los clientes nos dijeron que habían traído sus aparatos el domingo, pero nosotros teníamos cerrado el taller. Cuando los conectamos funcionaban perfectamente.
—Ahora viene la pregunta más importante —dijo Travis—. ¿De dónde han traído estos aparatos?
El hombre le miró inquisitivamente.
—¿Y por qué le interesa saberlo?
—Estoy tratando de relacionar estos hechos con los sucesos de hoy. Su información podría ser de gran ayuda.
—Muy bien. Pero déjeme ver. Aquí están las direcciones: calle Willard, uno, tres, cero, cero; Winthrop, uno, seis, tres, cinco; y avenida Ridgeway, dos, uno, uno, cero.
Alzó la cabeza para mirar a Travis y prosiguió:
—Pero no veo qué tiene esto que ver con lo que ocurre desde ayer. Cuando probamos aquí los aparatos funcionaban muy bien.
Travis tomó nota de las direcciones.
—¿Tiene teléfono?
El mecánico, totalmente confundido, señaló el teléfono descolgado.
—Gracias —dijo Travis—. Lo había olvidado.
Colgó el receptor, luego volvió a levantarlo y marcó el número del «Star». Preguntó por Hal Cable.
—Hal —dijo—, soy Travis.
—Hola. Me parece que Cline te anda buscando.
—No importa… En primer lugar, muchas gracias por el coche. ¿Estaba todo en condiciones?
—Sí, sí. ¿Qué te sucede?
—Escucha. ¿Recuerdas que me contaste algo acerca de esas películas que se velaron el lunes pasado cuando fuiste a visitarme al Union City Hospital?
—¿Si lo recuerdo? ¿Cómo podría olvidarlo?
—Muy bien. Ahora escucha. ¿Dónde tomaron las fotografías los muchachos ese día?
—Aja, ya me imagino lo que te traes entre manos… Me parece que era en la zona oeste de la ciudad. Sí, ahora recuerdo que uno de ellos fue a un orfanato que se encuentra en esa zona y fotografió un…
—Eso no interesa. ¿Y los demás?
—Déjame pensar… Sí, Winters también fue hacia el oeste, al campo de deportes. Y Hayden fue… Diablos, no puedo recordarlo.
—¿Podría haber ido alguno de ellos a fotografiar cerca de la casa de la calle Winthrop, la que se incendió?
—Espera un minuto… Sí, sí; estuvieron a unas dos manzanas de distancia, en la calle Leland. Dime, Travis, ¿crees que hay alguna relación en todo esto?
—Claro que la hay. Ahora tengo que irme…
Colgó el receptor y salió en busca de un taxi. Pidió que lo llevara a la jefatura de policía.
—¡Travis! —exclamó el capitán Tomkins cuando le vio entrar en su oficina—. Me alegro de verle. Qué incómodo es estar sin radio ni televisión, ¿no le parece? ¡Condenadas manchas solares! Uno no sabe lo que valen las cosas hasta que le faltan.
—¿Quiere decir que hasta ahora a nadie se le ha ocurrido relacionar las interferencias con las películas veladas? —preguntó Travis.
—¿Películas veladas? ¿De qué está usted hablando?
—¿Tiene a mano una de esas cámaras fotográficas que usan ustedes?
—Por supuesto, pero…
—Así se enterará inmediatamente. Todas las películas se están velando, o se velan cuando se procede al revelado.
El capitán Tomkins se golpeó el mentón.
—Esto sí que es interesante.
—Sin duda —continuó Travis—. Pero sólo le he contado la mitad.
Entonces explicó al capitán cómo interpretar el hecho de que las películas del «Star» se hubieran velado el mismo día que se descompusieron los aparatos de radio en la vecindad de la casa de la calle Winthrop.
—Entonces, quiere decir… ¡Dios mío! —exclamó el capitán Tomkins mirándole fijamente—. Quiere decir que la radiación ¡ha aumentado de intensidad!
—Exactamente —dijo Travis—. A ver qué le parece mi interpretación: esto comenzó el domingo en la casa de la calle Winthrop. Los receptores de radio funcionan mal, pero la gente no puede enviarlos a reparar puesto que es domingo. Sólo reciben interferencias los aparatos próximos a la casa… En cambio, ahora parecen haberse extendido por todas partes. El lunes, Hal Cable, jefe de fotografía del «Star», envía a dos de sus ayudantes más inexpertos a tomar fotos. ¿Qué sucede? La película se vela…, pero también les ocurre lo mismo a otros dos fotógrafos expertos que van a tomar fotos en las proximidades de la casa incendiada. La radiación las ha arruinado.
«Todo esto continúa durante el lunes. Ese día, por la noche, cuando me encuentro en el Union City Hospital, traen al viejo. El anciano se desgañita gritando. Descubrimos que estuvo en la calle Winthrop y recibió radiación. Luego le sucede lo mismo a Chester Grimes. A éste lo hallamos dentro de la casa. Habría muerto probablemente al mismo tiempo o antes que el otro anciano. Pasan dos días. El miércoles por la mañana comienzan a llegar más enfermos al hospital y tienen que aislarlos en un pabellón especial. Pero la plaga parece estar limitada a una pequeña área, ya que son apenas doce los enfermos. En estos momentos, se está extendiendo por toda la ciudad. Ayer por la mañana, cuando estuve con usted en la oficina del jefe, su aparato de radio no funcionaba. Eran las diez de la mañana. Hoy estamos a viernes. Si no me equivoco, muy pronto se llenarán de enfermos los hospitales, capitán.
El capitán se quedó con la boca abierta y las hirsutas cejas contraídas, en actitud meditativa. Trataba de comprender. Su palidez era impresionante.
—En este mismo instante —continuó Travis— las radiaciones nos rodean, comienzan a ejercer su siniestro influjo. Es necesario que hagamos algo. Pero antes debo decirle algunas cosas que hasta ahora no le he contado.
Travis le mostró la ficha que había encontrado en la casa siniestrada y le habló de su entrevista con Rosalee Turner. También le refirió sus conversaciones con Betty y su advertencia acerca de algo muy terrible que podía acaecerle si no se iba de la ciudad.
—¿Por qué? —exclamó el capitán—. ¿Por qué?
El capitán permaneció unos segundos inmóvil paralizado por la angustia. Pero en seguida comenzó a actuar frenéticamente. Apretó todos los timbres que tenía en el escritorio. Entraron seis policías.
Dio a uno de ellos la dirección de la casa de Rosalee Turner. A otro, la dirección de su oficina. Explicó a cada uno de los hombres lo que debía hacer, llamó al jefe y conversó con él durante unos minutos, y luego salió de la oficina cogiendo a Travis por el brazo.
Se dirigieron velozmente al Union City Hospital, haciendo sonar la sirena del coche patrulla. Al llegar, se encaminaron al despacho del doctor Stone. Allí estaban los doctores Leaf y Wilhelm. En pocos minutos les relataron sus últimas impresiones acerca del desarrollo de los hechos. Los médicos palidecieron sin poder articular palabra.
Finalmente, el doctor Leaf rompió el silencio.
—¡Obra de locos! —dijo jadeando—. ¿A quién se le habrá ocurrido algo semejante?
—No creo que se trate de un loco, doctor —dijo Travis—. Al principio pensé que podría tratarse de Dutch McCoy, un aventurero de los negocios. Pero ahora me consta que no es él. Caballeros, me arriesgo a decirles que las responsables de todo esto son mujeres.
—¡Mujeres! —repitió incrédulamente el doctor Wilhelm—. Pero, ¿por qué dice eso, señor Travis?
Estaba mucho más amable que durante su entrevista anterior.
—Una mujer le alquiló la casa a Dutch McCoy durante seis meses, por seis mil dólares, a razón de mil dólares mensuales.
—¡Diablos, Travis! —dijo el capitán Tomkins, sorprendido—. ¡Usted no me había dicho esto!
—Sin duda me olvidé de contárselo hace un momento… Y detrás de todo este asunto aparecen dos mujeres. Insisto: hasta ahora no tenemos la pista de ningún hombre.
—¿Podrían ser, acaso, agentes de alguna potencia extranjera? —preguntó el doctor Leaf.
Travis hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. Ninguna de las dos muchachas tiene acento extranjero. Además, me parece que hace bastante tiempo que están mezcladas en esto.
—¿Qué incentivos podrían tener? —inquirió el doctor Leaf.
—No podemos perder el tiempo haciendo conjeturas —dijo Travis—. Es más importante encontrar, la causa de las radiaciones y tratar de suprimirlas.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, señor Travis —dijo el doctor Stone.
—Así que eran radiaciones —dijo el doctor Wilhelm sombríamente.
—Pero, ¿cómo interrumpir el proceso radiactivo? —agregó el capitán Tomkins.
—Recuerdo cómo procedían en un hospital donde yo trabajé hace algunos años —comentó el doctor Leaf—. Al principio, algunas personas que vivían cerca del hospital se quejaban por el mal funcionamiento de sus aparatos de televisión. Cada vez que hacíamos funcionar nuestra máquina de diatermia, una ancha faja de líneas luminosas atravesaba la pantalla de los televisores. Como nosotros ignorábamos el efecto producido por el aparato, no tomábamos ninguna medida. Finalmente, un vendedor de televisores de la zona, en vista de la escasez de compradores, reclamó a la emisora. Ésta, a su vez, informó a la Comisión Federal de Comunicaciones. Uno o dos meses después, enviaron un camión provisto de un equipo detector que hizo un recorrido general. En seguida localizaron el centro perturbador en el hospital. Nos dijeron que teníamos que blindar la máquina de diatermia o tomar alguna otra medida para evitar las interferencias. Si era necesario, tendríamos que adquirir una nueva máquina. Tengo entendido que ahora vienen completamente protegidas, de modo que ya no ocasionan interferencias.
—Entonces —dijo el doctor Stone—, debemos llamar a la Dirección Federal de Comunicaciones y pedirles que traten de localizar el centro perturbador.
—No tenemos tiempo —dijo Travis—. Es necesario actuar inmediatamente. Esta misma noche o mañana temprano comenzarán a llegar los enfermos con la piel oscurecida y se irán muriendo paulatinamente.
—Quizá tengamos que evacuar la ciudad —dijo el doctor Wilhelm.
—Sería inútil —replicó el doctor Stone—. Todo lo que ha dicho el señor Travis es, probablemente, exacto y casi no hay duda de que ocurrirá tal como lo prevé, pero ¿quién creería en ello? ¡Se produciría una enorme confusión! La gente enloquecería tratando de escapar. No, esa solución no sirve. De ese modo habrían más muertes que si se quedaran aquí a enfrentarse con el problema de la mejor manera posible.