Las haploides (17 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

—Bien. Las mujeres tienen cuarenta y seis autosomas; el número cuarenta y siete es el cromosoma X. En el hombre pasa exactamente lo mismo. La diferencia está en que el cromosoma cuarenta y ocho, en vez de ser también X, como en la mujer, es Y. Cuando una persona nace, sucede lo siguiente: la ovogénesis materna, creación de un óvulo, se produce cuando una célula cuarenta y seis XX se fragmenta en dos. Es lo que llamamos un proceso de mitosis o de reducción por división. El huevo resulta así formado por la mitad de una célula cuarenta y seis XX, o sea veintitrés XX, que es también una célula completa. En el padre, la célula cuarenta y seis XY, la célula masculina, origina dos espermatozoides al dividirse por reducción. Uno es el veintitrés X, y el otro el veintitrés Y. Cuando los millares de espermatozoides veintitrés X y veintitrés Y convergen hacia el óvulo, y logra introducirse en él un veintitrés Y, al unirse con el veintitrés X de la madre forma un cuarenta y seis XY, origen de una persona de sexo masculino. Si se unen dos veintitrés X, el sexo del nuevo ser será el femenino. El cuarenta y seis XY así formado continua dividiéndose hasta el nacimiento de la criatura y este proceso sigue durante toda su vida, bajo el control de los genes.

Travis sonrió.

—Tal como usted lo dice, parece extraordinariamente simple.

De repente, recordó aquel dibujo circular, en cuyo interior estaban escritos los signos 23X. ¡El espejo de Venus! ¡El diagrama dibujado por el anciano!

—¡Doctor Leaf! —exclamó—. ¿Recuerda aquel diagrama que dibujó la primera víctima? Allí estaba escrito veintitrés X. ¿No tendrá algo que ver con esto?

La mirada del doctor Leaf se fijó sobre Travis durante unos segundos. Luego sus ojos se iluminaron lentamente.

—Tiene razón —dijo, como si comprendiera de pronto—. El primer caso. El doctor Collins, aquel médico interno… ¡Sí, recuerdo!

Y luego, pensativo, agregó:

—Es curioso, pero entonces no se me ocurrió darle esta interpretación a veintitrés X. ¿Por qué habría escrito aquel viejo algo semejante?

—Parece difícil que quisiera significar que un óvulo hubiera sido la causa de su enfermedad —dijo Travis.

—A no ser que se refiriera a su origen.

—Por lo que acaba de explicarme, doctor, deduzco que en ese caso le hubiera resultado más fácil dibujar sencillamente una Y.

—No, no —replicó el doctor, frunciendo el entrecejo—. También dibujó un círculo. Eso significa hembra. Pero hembra tiene cuarenta y seis XX cromosomas.

Parecía que el doctor estuviera hablando consigo mismo.

—Salvo que…, salvo que…

—Y en cuanto a Betty Garner —dijo Travis—, ¿no le han contado que le mostré el dibujo? Al verlo, palideció. Quería saber a toda costa de dónde lo había sacado.

—Se me acaba de ocurrir algo, Travis —dijo el doctor Leaf—. Pero no puede ser. Es imposible que…

—¿Qué, doctor Leaf?

—Un haploide. Sería posible, si se tratara de plantas o de ciertos animales. Pero no. Debe de tratarse de algo distinto.

La pequeña figura del doctor iba y venía por el corredor; estaba totalmente abstraído.

—Si fuera exacto…

—¿Qué es un haploide, doctor? —le interrumpió Travis.

—Usted es un diploide —replicó el doctor, y agregó rápidamente—: No se ofenda. Sólo quiere decir que cada célula de su cuerpo está compuesta de pares de cromosomas. En cada célula, veinticuatro pares. Una parte proviene de su madre y la otra, de su padre. Quizás usted podría existir aunque tuviera sólo una de esas partes. O tal vez no. Pero en una mujer, podría darse el caso. Sería una mujer haploide. Una mujer creada solamente con un tipo de cromosomas. Es lo que se conoce con el nombre de partenogénesis. Puede experimentarse en biología, pero hasta el momento, nadie lo ha ensayado con seres humanos. Tendrían entonces veintitrés X, en lugar de cuarenta y seis XX. Y eso siempre que no existieran genes «en blanco», pues en tal caso podría faltar un brazo, o una pierna, o el cerebro.

—No alcanzo a comprender —dijo Travis.

En vez de contestarle, el doctor Leaf regresó a la habitación donde se encontraba el doctor Wilhelm. Travis le siguió. Al llegar a la puerta, vieron que dormía, pero su sueño era muy intranquilo. También notaron que su piel era más oscura que unos momentos antes.

El doctor Leaf se dirigió a un armario brillante. Abrió la puerta y miró detenidamente los instrumentos que se hallaban en su interior. Tomó varios y se los guardó en el bolsillo. Luego, de uno de los estantes superiores, retiró un microscopio cubierto con una funda de material plástico.

—No vale la pena que le despertemos ahora —dijo el doctor Leaf—. Venga conmigo. Tendremos que trabajar. Debo descubrir si aquel diagrama quería significar una mujer haploide.

La misma persona que momentos antes parecía lenta, metódica y más inclinada al pensamiento que a la acción, se transformó en un ser rebosante de energía. Enfundó el microscopio y salieron al corredor. Se abrieron paso entre las camas, sobre las cuales reposaban hombres atacados por la enfermedad, en distintos grados de evolución. Algunos respiraban dificultosamente; otros, tenían la mirada inexpresiva, fija en el techo; otros gemían y se retorcían, igual que el doctor Wilhelm. Había uno que lanzaba carcajadas, como si hubiera perdido la razón.

«¿Cómo es posible que un ser humano pueda inferirle a otro un daño semejante?», se preguntaba Travis. Pero recordó que había visto cosas tan terribles como aquélla durante la guerra. Hombres destrozados por las granadas, hombres aplastados como insectos por los tanques gigantescos. Había visto cómo una mina explosiva transformaba a un hombre en un idiota delirante y le quitaba todo deseo de vivir.

¿Y qué decir de la bomba atómica? Algunos sostienen que es necesaria, pero no hay que olvidar que es una creación del hombre para ser usada contra los demás hombres. ¿Existen otras armas de destrucción más terribles que ésta? Sí, hay una peor. Una pequeña caja negra, que contiene en su interior una máquina infernal. Un pequeño tubo…

¡El hombre es inhumano para con los demás hombres! ¿La civilización aprenderá algún día? ¿O la guerra y el matarse mutuamente es inherente a la naturaleza misma? ¿Es acaso algo necesario? ¿Podría extinguirse biológicamente el hombre si no saciara ese instinto que le induce a exterminar a sus congéneres? Pero entonces, ¿para qué tiene un cerebro que le permite razonar y comprender lo terrible que sería semejante destrucción?

Cuando llegaron a la planta baja comprobaron que había aumentado notablemente la cantidad de enfermos. El gran vestíbulo del hospital se hallaba repleto de hombres con la piel grisácea, y ya no había lugar donde instalarlos. Algunos se quejaban, tendidos sobre el suelo. Otros ocupaban sillas. Sus rostros eran inexpresivos y sus miradas desesperadas. Las mujeres se agolpaban alrededor de sus familiares y lloraban, dejando oír ahogados sollozos.

El doctor Leaf y Travis salieron del hospital y se encaminaron al automóvil del médico. Sólo cuando estuvieron en la calle, notaron el cambio que se había producido.

No había policías, y las calles estaban a oscuras. Sólo se distinguían las luces del hospital. Las casas estaban también envueltas en sombras.

Circulaban escasos vehículos, a gran velocidad. Algunos hombres y mujeres corrían desesperados.

—Algo debe de haber ocurrido —dijo el doctor—. Se han apagado las luces de la ciudad. Nos costará bastante llegar hasta el juzgado.

El automóvil arrancó lentamente.

—¡Cuidado! —gritó Travis, poco después.

El doctor frenó ruidosamente el vehículo que se detuvo a pocos centímetros de un hombre que se hallaba tendido sobre el pavimento. Descendieron.

—Ayúdenme —gimió el hombre—. Estoy enfermo.

Consiguió incorporarse a medias, iluminado por los faros del coche. Su rostro había adquirido un color gris plomizo; tenía los labios violáceos y los ojos dilatados, con un brillo que los destacaba en medio de aquella piel oscurecida.

—¿Qué podemos hacer para ayudarle, compañero? —dijo Travis.

—Mátenme —repuso el hombre—. Quiero morir.

—¡Allí hay un automóvil!

Las voces provenían de un lugar oscuro, hacia la mitad de la manzana. Tres hombres se acercaron corriendo, pasaron junto a ellos y subieron al vehículo del doctor.

Travis, confundido por ese extraño suceso, tardó algunos segundos en reaccionar. Se aferró entonces al pasamanos de la puerta del coche, antes de que tuvieran tiempo de cerrarla, y tiró de ella con tanta fuerza que derribó a un hombre sobre el pavimento.

Travis se movió rápidamente para abalanzarse sobre otro de los intrusos que ya se había situado frente al volante. En el mismo momento el doctor abrió la otra portezuela, logrando desplazarlo de aquel lugar.

El tercer hombre se arrojó sobre el doctor Leaf y comenzó a forcejear, golpeándole al mismo tiempo. Travis apretó la cabeza de su contrincante contra el tablero de mandos, y el hombre, con la espalda arqueada contra el suelo, se hallaba en una posición desventajosa. Finalmente, perdió las fuerzas y quedó inmóvil.

Travis lo arrastró fuera del automóvil, sacó las llaves y se acercó para ayudar al doctor, que rodaba por el suelo con su adversario.

Pero no llegó a acercarse, pues el primero de los hombres le saltó encima, por la espalda. Se revolcaron sobre el pavimento. Travis sintió que el hombre le apretaba el cuello y le impedía respirar. Entonces le golpeó con el codo y el otro tuvo que aflojar la presión, lo cual dio tiempo a Travis para zafarse del brazo que le oprimía la garganta y arrojar a cierta distancia a su enemigo. Se incorporó e inmediatamente se abalanzó sobre aquel hombre, sujetándolo contra el suelo, mientras le torcía el brazo detrás de la espalda para impedirle cualquier movimiento.

Los dos que luchaban abrazados a pocos pasos de distancia acababan de separarse. Uno de ellos quedó tendido sobre la calle, mientras el otro se incorporaba dificultosamente. Travis reconoció al doctor Leaf.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Travis al hombre, que lanzaba juramentos debajo de su cuerpo.

—Sólo queríamos el automóvil —respondió, jadeando—. Queríamos… huir de la ciudad…, huir de la peste.

—Váyase caminando, entonces —dijo Travis, empujándole.

Entonces oyeron otro impresionante alarido, seguido de ruido de pasos que se aproximaban corriendo desde la oscuridad. Travis y el doctor Leaf subieron rápidamente al coche. Travis empuñó el volante y el doctor aseguró las puertas por dentro.

Retrocedió unos metros con el vehículo y luego avanzó, pasando junto al hombre caído sobre el pavimento.

—Pobre diablo —dijo el doctor, que se hallaba muy agitado.

En aquel mismo instante varios hombres se encaramaron al automóvil. Uno de ellos golpeó la ventanilla, a la altura de la cabeza de Travis, con un objeto pesado. El vidrio se rompió. Travis puso la segunda marcha y apretó el acelerador, alejándose del lugar. El hombre no se desprendió, a pesar de esta maniobra; entonces Travis bajó la ventanilla, apretó bruscamente el freno y empujó al mismo tiempo al individuo, que cayó sobre la acera.

—La población está alborotada. Tienen miedo. No saben qué hacer. Quieren alejarse de la ciudad y ni siquiera disponen de un automóvil. Quizá nosotros haríamos lo mismo.

Se oyó un disparo. Una bala, que pasó a través de una ventanilla, perforó el parabrisas dejando un orificio perfectamente redondo. Travis volvió a apretar el acelerador.

Al doblar las esquinas veían grupos de hombres que la luz de las farolas ponía al descubierto. Algunos corrían detrás del automóvil, tratando de detenerlo. Otros intentaban obstaculizar el camino con sus cuerpos, y Travis los atropelló al tratar de abrirse paso.

Otros espectáculos eran horribles. Se veían hombres tirados sobre el pavimento, y en varias ocasiones Travis tuvo que maniobrar para no pisarlos. Era evidente que algunos de ellos habían sido asesinados; la sangre lo atestiguaba. Pero hubiera resultado muy difícil saber si fueron víctimas de los automóviles que pasaban a toda velocidad, de una pelea, o de algún disparo de arma de fuego.

De vez en cuando se veían mujeres. En cierto momento pasaron junto a un grupo que agredía a una mujer y ésta lanzaba agudos gritos. También abundaban los borrachos. Habían sido destrozados muchos escaparates de tiendas y el pillaje había comenzado.

—Basta apagar las luces para que el hombre vuelva a la barbarie —filosofó el doctor Leaf.

También encontraron varios automóviles destrozados. Al llegar a una esquina, vieron a un grupo de personas que habían colocado un obstáculo en el camino, con la intención de apoderarse de algún vehículo cuyo conductor viniera desprevenido; sólo lograron escapar gracias a la destreza con que Travis manejaba el volante.

Una escena le hizo hervir la sangre. Sus manos se crisparon en el volante. Una familia completa yacía muerta en una zanja.

—¡Dios nos ayude! —murmuró el doctor Leaf, al pasar junto al horripilante espectáculo.

Tardaron más de media hora para llegar al juzgado. Allí todo parecía más soportable; las luces resplandecían todavía.

Estaban buscando un lugar para aparcar el coche cuando aparecieron dos mujeres corpulentas que llevaban sendos revólveres en sus manos. Ostentaban en sus blusas placas de la policía.

—Soy el doctor Leaf —explicó el doctor—. Éste es el señor Travis. Queremos hablar con el alcalde.

A pesar de que las dos mujeres les miraron con desconfianza, les permitieron pasar.

—Gracias a Dios, ustedes están bien —dijo el alcalde cuando los vio entrar a la sala de consultas—. ¡Creía que yo era el único que quedaba con vida!

Se levantó, adelantándose para recibirlos. Luego continuó:

—El infierno se ha desencadenado sobre esta ciudad. ¡Pero escuchen!

Sonreía mientras señalaba una radio que se hallaba sobre la mesa. Podía oírse una música suave.

—No puedo comunicarme con Chicago, pero esa música llega de alguna parte. ¡Ya no se oye el zumbido!

Sólo había mujeres custodiando la sala. Todas llevaban el distintivo policial y pistoleras, con su revólver respectivo, en la cintura. Otras mujeres se ocupaban de responder a las llamadas telefónicas.

—Tuvimos que emplear mujeres, como pueden ver —dijo el alcalde—. Le estuve esperando, Travis, pero luego llamé por teléfono a los periódicos para explicar que estábamos cortando la corriente eléctrica en toda la ciudad, con excepción de los hospitales, la central del agua y los edificios públicos. Las mujeres que hemos reclutado se encuentran en este momento patrullando por esos lugares.

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