—No lo sé.
—Quizá no seamos verdaderos hombres, después de todo…
El doctor emitió un gruñido como respuesta.
—Ella se zafó rápidamente —dijo el doctor al cabo de unos minutos—. No dejó que yo hiciera la comprobación. Al proceder de ese modo se traicionó, pero de todos modos carecemos de pruebas concretas. Me gustaría saber cuántas mujeres entre todas aquéllas eran haploides.
Antes de que Travis pudiera contestar, oyeron el ruido de un automóvil que se aproximaba. Poco después vieron reflejarse en el escaparate de una tienda, al otro lado de la calle, los faros de un coche que doblaba la esquina.
Los dos hombres se apretaron contra la pared y contuvieron la respiración mientras el automóvil volvía a acelerar la marcha después de dar la vuelta a la esquina. Pasó por la calle donde estaban los dos hombres, y cuando llegó a su altura pudieron ver que viajaban en él varias mujeres. De pronto, cuando parecía que se alejaban, una de las mujeres disparó contra ellos algo que parecía un rayo luminoso. Los frenos del automóvil chirriaron.
—¡La patrulla haploide!
El doctor y Travis abandonaron su escondite y echaron a correr.
Las ruedas del vehículo chirriaron al detenerse bruscamente. El conductor volvió a acelerar en seguida, retrocedió y giró para avanzar a toda velocidad en dirección contraría.
Los fugitivos eran fácilmente visibles a la potente luz de los faros delanteros. Sus sombras describían amplios giros frente a ellos, a medida que se aproximaban a la esquina de la calle. Las balas pasaban silbando a su lado cuando doblaron la esquina. El ruido de los disparos hacía tintinear los cristales de las ventanas.
El automóvil giró a toda velocidad y avanzó por la calle, persiguiendo a los dos hombres. Los neumáticos chirriaban sobre el pavimento.
«Esto es el fin —pensó Travis—, a menos que…» El doctor debió de haber tenido el mismo pensamiento, pues se dirigió hacia la puerta de una planta baja y la abrió. Los dos se abalanzaron a la escalera y subieron los peldaños de tres en tres. Entonces oyeron el frenazo del vehículo al detenerse en la calle. La puerta se volvió a abrir detrás de ellos.
Travis, que ya estaba en el último peldaño, se volvió para mirar. Entonces vio una silueta que se recortaba en el marco de la puerta, a la luz de los faros del automóvil detenido afuera. Apuntó con el revólver que había recogido del suelo en el juzgado. Tuvo un momento de indecisión. «No dispares contra una mujer», le decía una voz interior. Pero apretó el gatillo. La mujer se desplomó. En seguida aparecieron otras mujeres.
Los dos hombres huyeron por el corredor. Al pasar junto a las puertas de las habitaciones que lo flanqueaban observaron las pequeñas aberturas luminosas de las cerraduras. Era una luz muy tenue; debían ser velas que sustituían a la luz eléctrica. Llegaron a la parte posterior del edificio y bajaron por una desvencijada escalera que los condujo nuevamente a la calle.
—Por aquí —dijo Travis, al ver que el doctor se disponía a correr en la misma dirección por la que habían llegado. Atravesaron un pasaje y desembocaron en otra calle. Siguieron huyendo desesperadamente.
Cuando se detuvieron para tomar aliento estaban ya lejos del paseo. Estaban en una calle con varias tiendas cuyas fachadas habían sido prácticamente destrozadas. Entraron en un comercio a través del cristal roto de un escaparate y se escondieron detrás de un mostrador para descansar.
Vieron iluminarse varías veces el techo de la tienda, al pasar los automóviles por la calle. También, en cierto momento, alguien exploró desde afuera, con una linterna, el interior del local. Pero nadie entró. Era tan completo el silencio que podía percibirse el rumor producido por el menor movimiento de los fugitivos.
Permanecieron en la oscuridad durante largo rato tratando de planear adonde dirigirse. Decidieron que debían abandonar aquel lugar antes de que amaneciera. Si las haploides dominaban realmente la situación, ellos no podían quedarse allí. Era necesario prevenir a las otras ciudades e informar acerca de lo sucedido en Union City.
—Si pudiéramos llegar hasta el edificio del «Star» —dijo Travis—, por lo menos estaríamos en condiciones de hacer algo.
—¿Hacer qué?
—El «Star» forma parte de una cadena telefotográfica que se extiende desde Nueva York hasta Chicago y abarca en su circuito las principales ciudades del país, incluyendo las de la zona oeste. Si fuera posible llegar hasta allí podríamos comunicarnos con ellas, usando la línea de transmisión de las telefotos.
—Es una buena idea —dijo el doctor Leaf—. ¿Qué estamos esperando, entonces? Vamos al «Star».
Travis y el doctor Leaf salieron a la calle, que en aquel momento aparecía desierta como por arte de magia. Ya no se veían patrullas enemigas. Tuvieron que pasar por encima de los cadáveres, flanquear vehículos destrozados y sortear tramos de la calle cubiertos de cascotes y fragmentos de vidrio. Varias veces se cruzaron con otros transeúntes que caminaban sin rumbo, pero tanto unos como otros huyeron rápidamente antes de llegar a enfrentarse.
En cierto momento encontraron a un hombre que caminaba y hablaba consigo mismo en voz alta, como si rezara; se mezclaban con sus palabras balbuceos ininteligibles. Ni siquiera vio a los dos hombres cuando pasaron por su lado. También hallaron a otro individuo que, sentado en el bordillo de la acera, fumaba tranquilamente un cigarrillo. No se movió ni pronunció palabra cuando Travis y el doctor Leaf se acercaron.
—¿Qué hace usted? —le preguntó Travis, guardando una prudente distancia.
El hombre se quitó el cigarrillo de la boca. El tenue brillo de la brasa le iluminó el rostro.
—Estoy esperando a la muerte. Sólo falto yo —dijo riéndose—. ¿Por qué no me mata usted? Vamos. Máteme si quiere. No me importa.
—¿Se siente enfermo? —preguntó el doctor Leaf.
—No, todavía no. Pero he visto cómo caían todos los demás —explicó riendo nuevamente—. La muerte está jugando al escondite conmigo. Pero a mí no me engaña. Ya he visto cómo acostumbra a golpear. Uno está perfectamente y cree que no le va a pasar nada, y al minuto siguiente la piel se vuelve gris y la muerte no tarda en llegar.
—Nosotros estamos aún con vida —dijo Travis—. Quizá no muramos. Tal vez usted no muera.
—¿Es usted la muerte? ¿Ha venido a llevarme? Estoy preparado. Lléveme, por favor —dijo el hombre, incorporándose—. Lléveme ahora, por favor. Ya no quiero esperar más.
El hombre se adelantó hacia ellos. Travis y el doctor Leaf retrocedieron, alejándose de él hasta que quedó ocultó entre las sombras. Cuando veían acercarse un automóvil, huían a refugiarse en alguna tienda abandonada. Se encontraban muy cerca del edificio del «Star» cuando un coche, al doblar una esquina, iluminó la silueta de un hombre que caminaba en dirección a ellos.
Era un anciano. Cuando vio la luz echó a correr, pero una lluvia de disparos que provenían del vehículo lo derribó. Permaneció allí, temblando sobre la acera, mientras el automóvil se alejaba.
—No irá a decirme, Travis, que esas mujeres no son haploides —dijo el doctor Leaf.
—No se lo discuto, doctor —dijo Travis, mientras empujaba suavemente la puerta principal del edificio del «Star»—. No creo que mujeres normales puedan hacer algo semejante.
La puerta se abrió.
—Adelante —dijo Travis.
Subieron juntos las escaleras de mármol del edificio del «Star». Sus pasos leves y sigilosos parecían resonar como truenos. Travis tropezó contra un bulto. Era un cuerpo humano. No quiso ver de quién eran los restos. Siguieron subiendo.
Llegaron al primer piso y Travis dijo:
—En el laboratorio fotográfico hay algunas linternas. Déjeme pasar primero.
Siguieron por un pasillo y entraron en el laboratorio fotográfico. Travis se dirigió decididamente hacia un armario y sacó dos linternas. Encendió una de ellas para probarla y se sorprendió al descubrir un hombre sentado en una silla. Las dos linternas se clavaron en él.
—¡Hal Cable! —gritó Travis.
Allí estaba el jefe de fotógrafos del «Star». Su cuerpo estaba ennegrecido y lleno de úlceras. Tenía aún los ojos abiertos y había dos vasos de whisky vacíos a su lado. Travis se sintió desfallecer.
—Pobre Hal —dijo, apartando la cara para no verlo.
—¿Era amigo suyo? —preguntó el doctor Leaf.
—Sí. Mi mejor amigo.
Salieron al corredor. Mientras caminaban, cubrían la linterna con la mano, dejando pasar la luz mínima para iluminar el camino.
La sala de redacción estaba totalmente desordenada. Había papeles por todas partes. Varios hombres, ennegrecidos, yacían en el suelo. Otra persona, a quien Travis conocía tan bien como a sí mismo, se hallaba tendida sobre el suelo de la sala. Era el director, Cline.
Travis no quiso acercarse.
—Vamos a los teletipos —dijo Travis.
El doctor Leaf le siguió hasta la estancia con paredes de vidrio donde se encontraban los teletipos.
Apenas entraron en la sala, Travis se alegró al percibir un sonido familiar. Un golpecito muy apagado. Levantó la tapa de una de las máquinas y la colocó suavemente en el suelo. Alumbró entonces con su linterna y pudo observar el rápido movimiento hacia atrás y hacia delante de la palanca de transmisión.
—Siguen transmitiendo desde Chicago —dijo.
Arrancó el último mensaje que estaba registrado en el teletipo. Extendió el papel sobre el suelo.
—Dejaron de trabajar poco después de las diez y dos minutos de la noche —dijo el doctor Leaf, después de examinar la hoja a la luz de la linterna.
—¿Cómo lo sabe?
—Éste fue el último mensaje.
Juntos leyeron el papel:
Noticia de última hora (urgente):
CHICAGO. (AP) Misteriosas radiaciones que interfieren las ondas de radio y televisión se han registrado esta mañana y amenazan acabar con toda la población masculina de Chicago, a menos que la Comisión Federal de Comunicaciones logre descubrir los centros transmisores.
Las últimas noticias de Union City revelan que más de un millar de residentes de esa castigada ciudad han muerto esta noche después de haber estado expuestos, durante dos días, a las mortales radiaciones.
Un centenar de patrullas, varias de las cuales trabajan con técnicos locales, alistadas por el Gobierno federal, recorren la ciudad de Chicago tratando de localizar las misteriosas cajas negras de donde, según se cree, emanan las ondas.
Aunque los acontecimientos se están desarrollando aquí del mismo modo que en Union City, hasta ahora el Comité de Defensa de Emergencia, que desde esta mañana se ha hecho cargo de la crítica situación, no ha revelado la aparición de ningún caso semejante a los registrados en aquella ciudad como consecuencia de la plaga.
El Comité de Emergencia comunicó a las nueve de la noche que se dará orden de evacuar la ciudad en caso de que las patrullas no lograran localizar todas las fuentes de emisión de las ondas.
El mismo Comité informó de que todas las compañías eléctricas de Chicago deberán cortar la corriente energética que alimenta las máquinas e industrias urbanas si no se encuentran las emisoras de ondas en las próximas horas.
A las seis de la tarde se emitió un comunicado pidiendo a la población que se retirara a sus hogares. Solamente las patrullas de radiotécnicos, coches de la policía y vehículos de emergencia tienen permiso para transitar libremente.
La orden dada a las seis de la tarde se basó en las noticias recibidas de Union City acerca de la naturaleza de las ondas. Se cree que atacan las células masculinas.
Los periódicos de Chicago están imprimiendo ediciones extra que serán distribuidas casa por casa para informar a toda la población y difundir las órdenes necesarias. Numerosos voluntarios prestan servicios en la central telefónica para explicar brevemente las órdenes a las personas que, por la distancia a que se encuentran, no podrán recibir los periódicos.
Las unidades femeninas del ejército destinadas en Union City han recibido órdenes de dirigirse a Chicago.
Se han registrado radiaciones en Nueva York, Columbus, Minneapolis, Pittsburg, San Francisco, Los Ángeles y Washington, D.C., a última hora de esta mañana. Hasta ahora se han registrado radiaciones en más de cien ciudades.
La población masculina de las ciudades más pequeñas se dirige en masa hacia el campo, donde parecen encontrarse a salvo de las emanaciones.
Portavoz militar. 10.02 horas.
—¿Qué hora es? —preguntó Travis.
El doctor alumbró su reloj de pulsera.
—Son las doce y diez.
—Si las radiaciones comenzaron esta mañana en Chicago, no debe de ser aún demasiado crítica la situación. Seguirán transmitiendo.
Travis fue a un rincón de la sala y levantó el teléfono especial para telefotografías.
—Este teléfono funciona a pesar de que se ha interrumpido la corriente eléctrica en la ciudad —explicó—. Chicago, Union City. Chicago, Union City —llamó.
—¡Union City! —repitió, sorprendida, una voz del otro lado del aparato—. ¿Qué diablos ha sucedido ahí? Hemos estado tratando de comunicarnos durante toda la noche. ¿Quién habla?
—Gibson Travis. Le hablo desde el «Star».
—Yo soy Burton. Esto está convertido en un infierno. Las patrullas de técnicos ya han localizado una gran cantidad de esas cajas, pero aún no las tienen todas. Encontraron a varias muchachas que las transportaban. ¡Imagínese! ¡Muchachas! Dijeron que alguien les pagaba para que hicieran eso y que ellas no sabían ni siquiera de qué se trataba. Pero, prosiga: ¿qué pasa en Union City?
—Esas jóvenes… —comenzó a decir Travis.
—Siempre el mismo Travis, ¿eh? —se rió Burton—. Siempre preocupado por las niñas.
—Escuche, Burton, este asunto es muy serio.
—Por supuesto. Dígame, ¿qué ha pasado ahí, Travis? La última voz que escuchamos fue la de Cline. Nos dijo que los hombres estaban muriendo como moscas. ¿Es posible que estas radiaciones sean tan mortíferas?
—Deben de haber quedado muy pocos hombres en Union City —explicó Travis—. Se ha interrumpido la corriente eléctrica, pero eso no les ha impedido seguir emitiendo las ondas desde algunos edificios.
—¿Quiénes han muerto? ¿Hay alguna persona importante?
—¿Alguien importante? Escuche, Burton, le estoy diciendo que todos han muerto. El alcalde Barnston, el jefe de policía Riley, el capitán Tomkins, Cline, Hal Cable…