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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (10 page)

CAPÍTULO OCHO

La cena de cumpleaños

¿Hay algo parecido a una semana perfecta? Un día perfecto, tal vez, pero no es comparable a siete días de ensueño. Sin duda, las Penderwick estaban de acuerdo en que los siete días transcurridos entre la visita al altillo de Arundel y la fiesta de cumpleaños de Jeffrey quedarían grabados para siempre en su memoria. Skye siempre añadía después que aquella semana les había parecido perfecta sólo porque aún no conocían a la señora Tifton, y tal vez tuviese razón. Ciertamente, ya fuera por buena suerte, como creía Skye, o por arte de magia, como opinaba Jane, la madre de Jeffrey se mantuvo alejada de ellas hasta la fiesta, dejándoles la casa y todos sus tesoros.

Durante esos días de gloria, Jeffrey recorrió con las chicas todos los rincones de la finca, mostrándoles la vieja fresquera enterrada en la ladera de una colina, el sendero que había detrás de la casita y que llevaba hasta el burbujeante río, el escondite que había bajo el pabellón griego, el estanque de los lirios y las decenas de ranas que en él habitaban, el viejo vertedero en que se podían desenterrar cacerolas y sartenes oxidadas, y los controles que ponían en marcha las fuentes del jardín, los cuales solían activar en los días particularmente calurosos. Hasta Rosalind, que debería haber mostrado un poco más de sentido común, se dedicaba a saltar entre los chorros de agua antes de que Cagney llegara corriendo para apagar las fuentes. No obstante, el jardinero se limitaba a reír y decirles que no volvieran a hacerlo.

Por otra parte, cada hermana tenía su afición particular. A Risitas le encantaba dormir con
Hound
por la noche, casi tanto como las visitas diarias que ella y Rosalind les hacían a los conejos. Por lo general Cagney no estaba en casa, así que Rosalind dejaba que su hermanita abriese la puerta lo bastante para deslizar un par de zanahorias, y luego miraban juntas cómo
Yaz
y
Carla
se las comían. Para Jane, lo mejor era jugar al fútbol todos los días con Skye y Jeffrey, además de escribir su nuevo libro de Sabrina Starr, que cada vez era más emocionante. Sabrina había acudido volando varias veces a ver a Arthur, pero todavía no había averiguado cómo sacarlo de su celda y meterlo en el globo. Skye, por su parte, disfrutaba durante el día de las largas y salvajes excursiones por los jardines junto a Jeffrey, y de la tranquilidad de su dormitorio blanco, limpio y ordenado, por la noche. ¿Y Rosalind? A ella le encantaba que Cagney fuese por la mañana temprano a regar el rosal, y que luego se quedase junto a ella en el porche, charlando. Como utilizaba la Primera Regla de Anna para Conversar con un Chico, que no era otra que hacer muchas preguntas, Rosalind cada vez sabía más cosas del jardinero. Como, por ejemplo, que estaba ahorrando para poder ir a la universidad, porque quería ser profesor de Historia y entrenador de béisbol, y que cuando lo hubiese conseguido, se compraría una casa en el campo y formaría una familia con suficientes hijos como para montar un equipo de baloncesto, ya que un equipo de béisbol sería demasiado numeroso incluso para él. Además, aseguraba que en sus ratos libres se dedicaría a escribir libros sobre la guerra de Secesión. De noche, Rosalind apuntaba cuidadosamente todo lo que Cagney le había dicho y le escribía una carta a Anna.

Y así fueron pasando los días, cada uno mejor que el anterior, y las hermanas estaban convencidas de que aquellas maravillosas vacaciones en Arundel durarían eternamente.

Entonces, por fin, llegó el cumpleaños de Jeffrey.

—¡Sonreíd, tropa! —dijo el señor Penderwick apretando el botón de su cámara de fotos. No pasó nada.

—Es el otro botón, papá —le indicó Rosalind.

—Ah, sí —contestó, echando un vistazo al aparato por encima de las gafas. Esa vez se disparó el flash.

—Saca otra, papá.
Hound
no ha sonreído —dijo Risitas.

—No se merece sonreír —señaló Skye. Media hora antes, el sabueso le había vomitado en los zapatos; o mejor dicho, en los zapatos plateados de fiesta de la señora Tifton. Rosalind los había limpiado a conciencia, pero ahora chirriaban con cada paso.

—¿Se me ven las rodillas? —preguntó Jane, que se las había raspado por la mañana jugando al fútbol.

—Ya te lo he dicho. La falda te cubre los arañazos —afirmó Rosalind.

—De acuerdo, allá voy —dijo el señor Penderwick, volviendo a disparar.

—¡No, papá! A Risitas se le ve el claro —exclamó Rosalind. Por la mañana, su hermana pequeña se había enganchado un chicle en el cabello, y, aunque ella había cortado el mechón de pelo afectado lo mejor posible, a Risitas le había quedado un agujero en los rizos de lo más ridículo.

—Bueno, la última.
Vincit qui patitur.

—Vamos, chicas, concentraos —exhortó Rosalind.

—Perfecto —dijo el cabeza de familia, mientras la cámara emitía otro destello—. Mis cuatro princesas.

Rosalind miró a sus hermanas con emoción. La verdad es que estaban guapísimas. Skye, con su vestido negro, estaba tan elegante como era posible, y Jane estaba tan encantada con su traje de marinera que no dejaba de girar para hinchar la falda como si de un paracaídas se tratase. Risitas, por supuesto, llevaba puestas las alas, pero Churchie había escogido para su vestido una tela de color amarillo brillante, argumentando que si la chiquilla insistía en parecer un bicho, al menos que fuera uno de colores llamativos. Rosalind, por su parte, confiaba en tener buen aspecto. Aquel vestido sin mangas le sentaba como un guante, y se había hecho un moño con el cabello en lo alto de la cabeza. También se había puesto pintalabios, pero se lo había quitado antes de bajar las escaleras. Anna estaba convencida de que el pintalabios quedaba ridículo hasta, por lo menos, el octavo curso.

—¿Estáis listas? ¿Quién tiene los regalos de Jeffrey?

—Yo —respondió Jane, asiendo una gran bolsa.

—Volved a repetir las reglas en voz alta —exigió.

—Decir por favor y gracias para todo, dejar la servilleta sobre el regazo y no discutir con la señora Tifton o ponerle mala cara —recitaron Jane y Risitas.

—¿Skye?

—Ya conozco las reglas —se defendió ella.

—Houn
d
quiere venir con nosotras, papá —dijo Risitas; el perro ladró para corroborarlo—. Dice que si no lo llevamos se escapará. —
Hound
había estado tratando de cavar un túnel por debajo de la valla para poder huir. Aún no lo había conseguido, pero el señor Penderwick se había pasado un buen rato rellenando agujeros.

—No te preocupes por él.
Hound
y yo iremos a dar un largo paseo en busca de la
Rudbeckia laciniata.

—¿No nos echarás de menos a la hora de cenar, papá? —preguntó Jane.

—Tranquilas.
Hound
y yo cenaremos perritos calientes. Pasadlo bien y deseadle a Jeffrey un feliz cumpleaños de mi parte.

Las chicas tomaron el camino largo, puesto que Rosalind no creía que pudieran pasar a través del túnel del seto sin destrozarse los vestidos. Una vez que llegaron a los jardines, se desviaron un momento para esconder la bolsa de los regalos bajo el pabellón griego, ya que habían acordado que le darían sus obsequios a Jeffrey después de la fiesta, cuando la señora Tifton no anduviese cerca. Luego rodearon la mansión y fueron hasta la puerta de
¡a
cocina, pues deseaban mostrarle a Churchie el resultado de su trabajo con los vestidos.

—Churchie, somos nosotras —dijo Rosalind, llamando a la puerta.

Sin embargo, fue Cagney el que abrió.

—¡Guau, chicas, estáis guapísimas!

—Sí, salvo por mis zapatos —se quejó Skye, agitando los pies para que el jardinero viera el estropicio—. Todo ha sido culpa de
Hound.

—Vale; salvo por los zapatos de Skye, estáis todas guapísimas —insistió el joven, dedicándole una sonrisa a Rosalind, que no pudo evitar ruborizarse.

—Cagney, déjalas pasar —dijo el ama de llaves desde la cocina.

Las chicas entraron, y aparte de Churchie, que estaba preparando una gran ensalada, se encontraron a Harry comiéndose uno de los rollitos de la cena, apoyado contra el fregadero. Aquella noche había optado por una camisa de color amarillo.

—He decidido venir al desfile de moda.

—No le hagáis caso —dijo Churchie—. Cagney y él han venido a comer. Y ahora, dejad que os eche un vistazo, chicas.

Las hermanas se pusieron una junto a la otra. Jane hizo una reverencia y dio una vuelta sobre sí misma.

—Estáis fabulosas, como las flores en primavera.

—Muchas gracias, Churchie —dijo Rosalind—. Nos encantan nuestros vestidos.

—¿No están preciosas, Harry?

—Y que lo digas —respondió el vendedor de tomates, haciéndose con otro rollito.

—¿Dónde está Jeffrey? —preguntó Skye.

—En el comedor, con la señora Tifton y el señor Dupree —contestó Churchie.

—Su novio —le susurró Jane a Skye.

—Pues sí, su novio. La señora Tifton me ha dicho que os acompañara al comedor en cuanto llegarais.

—Qué nervios —dijo Rosalind, alisando las arrugas al cuello del vestido de marinera de Jane, y peinando los rizos de Risitas para cubrir el hueco dejado por el chicle.

—Os irá todo bien —aseguró Cagney, mirándola y levantando el pulgar en señal de aprobación, cosa que la mayor de las hermanas pasó por alto, decidida a no ruborizarse de nuevo.

—Al fin y al cabo, ¿qué es lo que puede pasarnos? —preguntó Skye—. Vamos a saludar a Jeffrey.

Churchie condujo a las niñas a través de la antecocina y de un corto pasillo, y se detuvo frente a una gran puerta.

—Ya hemos llegado. Ahora, entrad ahí y confiad en vosotras —les dijo, dándole un beso en la mejilla a cada una, para luego volver a la cocina.

Jane espió a través de una rendija.

—Están todos de pie al fondo de una sala enorme —susurró.

Rosalind tomó con fuerza la mano de Risitas, consciente de que su hermanita se moriría de vergüenza, e hizo su entrada en el comedor. Por una vez, Jane no había exagerado. Aquella sala era tan larga que las tres personas que se hallaban al fondo semejaban muñequitos. Al menos, espaldas de muñequitos, ya que todos ellos estaban de cara a la pared opuesta. Rosalind titubeó; no le parecía correcto atravesar la estancia sin ser vistas.

—Digamos hola en voz alta —propuso Skye.

—Eso no causaría una buena primera impresión —argüyó Rosalind.

—Sabrina Starr y sus compañeras eran demasiado aguerridas para moverse a espaldas de sus enemigos —dijo Jane.

—Volvamos a casa —propuso Risitas.

—Pero ¿qué es lo que somos? ¿Personas o ratones? —masculló Skye, orgullosa, enderezando los hombros para demostrar que, por lo que a ella respectaba, era una mujer hecha y derecha.

—Tienes razón —coincidió Rosalind—. Adelante, tropa.

Las hermanas se pusieron en marcha. Rosalind y Risitas delante, y Jane y Skye detrás. Un paso, dos, tres, y la gente que había al fondo seguía sin reparar en ellas. Ocho pasos, nueve, diez, a través de aquel largo y silencioso comedor. En realidad habría sido silencioso de no ser por los zapatos de Skye, ya que parecía que, a medida que se iban acercando a la señora Tifton, chirriaban cada vez más, como un monstruo de gelatina con pies. Rosalind le lanzó una mirada asesina a su hermana, pero ésta sacudió la cabeza y frunció el entrecejo; no podía evitarlo.

Las personas del fondo cada vez resultaban más grandes. La señora Tifton lucía un bonito vestido violeta, y tanto Dexter como Jeffrey llevaban traje. Jeffrey, por su parte, parecía tener algo colgado del hombro, algo grueso y de color marrón que llegaba hasta el suelo.

—¿Qué hace Jeffrey con ese tronco? —preguntó Risitas.

—No creo que se trate de un tronco —dijo Rosalind.

—Pues eso es lo que parece.

Treinta y cuatro, treinta y cinco, y treinta y seis pasos.

Entonces Jeffrey miró por encima del hombro. Por espacio de un segundo, Rosalind percibió un halo de tristeza en su mirada, pero no tardó en desaparecer y transformarse en una sonrisa. Poco a poco, su anfitrión se volvió, ocultando detrás de sí aquella cosa misteriosa, alargada y marrón. Fuera lo que fuese, pesaba lo suyo.

—Madre, las Penderwick ya están aquí.

La señora Tifton se giró para verlas.

Inmediatamente, las hermanas desearon que la mujer se diese la vuelta de nuevo. El hecho de atravesar aquel alargado comedor de espaldas a ella no era nada comparado con tenerla cara a cara. ¡Menuda mirada! Más tarde, las chicas intentaron describírsela a su padre.

—Era como el acero —dijo Rosalind.

—No; como la de un halcón —opinó Skye.

—Es evidente que a esa señora no le gustan los animales —señaló Risitas.

—Era como la reina de Narnia, esa mujer malvada que lo convertía todo en invierno —apuntó Jane.

—No es que no fuera guapa —añadió Rosalind.

—Claro, guapa... —dijo Skye, aguantándose la risa.

En resumen, la señora Tifton era la última persona con la que uno habría querido hablar, y mucho menos cenar, y de no ser por Jeffrey, Rosalind habría dado media vuelta y se habría llevado a sus hermanas con ella. Sin embargo, no podían dejar solo al pobre chico; no el día de su cumpleaños.

Así que siguieron caminando. Cuarenta y nueve pasos, cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos y, finalmente, cincuenta y tres.

—Alto —susurró Rosalind. Sus hermanas obedecieron.

—Ah —dijo la señora Tifton, deteniéndose un instante, que a las chicas se les antojó una hora, para examinarlas—. Conque éstas son las niñas con las que mi hijo pasa el rato. ¿Qué te parecen, Dexter? —preguntó, volviéndose hacia el caballero que estaba a su lado.

El tal Dexter era un hombre apuesto, y las chicas coincidirían en ello más tarde. Tenía el cabello oscuro, las sienes plateadas y un bigote que le daba un aire distinguido. No obstante, por desgracia, parecía perfectamente consciente de su gallardía.

—Muy guapas —respondió, sonriendo con suficiencia.

Rosalind ya había visto antes sonrisas como aquélla, pero no tan engreídas. De nuevo pensó en salir de allí, por muy cobarde que fuese; pero entonces miró a Jeffrey y vio que la expresión de tristeza había regresado a su semblante. La muchacha levantó el pulgar, tal como Cagney se lo había levantado a ella, y fue recompensada con una sonrisa.

—Bueno, Jeffrey, ¿por qué no nos presentas? —dijo la señora Tifton.

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