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Authors: Jeanne Birdsall

Las Hermanas Penderwick (12 page)

—¿Qué es? —preguntó.

—Ábrelo —lo instó la pequeña, ansiosa.

—¿Animal, vegetal o mineral?

—¡¡Ábrelo!! —gritó Risitas, y casi se cayó del banco.

Era una foto enmarcada de
Hound.

—Eh, gracias —le dijo Jeffrey con una sonrisa de oreja a oreja—. Me encanta.

—Pero, Risitas —intervino Jane—. Ésa es tu foto favorita de
Hound,
la que siempre tienes en la mesita de noche.

—Dijo que quería regalársela a Jeffrey —explicó Rosalind—. Se lo he preguntado cuatro veces; ¿verdad, Risitas?

—Sí, y puede que, de vez en cuando, me deje tenerla unos días —contestó la chiquilla.

—¡Risitas! ¡Eso no se dice! —la reprendió Rosalind.

Jeffrey agarró a la niña y se puso a hacerle cosquillas hasta que comenzó a chillar; justo cuando Jane iba a unirse a él, Skye alzó la mano y les pidió que se callaran.

—Oigo música.

Todo el mundo se quedó en silencio. La música parecía provenir de detrás de otra puerta de cristal que había unos metros más allá de donde se encontraban.

—Viene del salón —dijo Jeffrey—. Vamos a echar un vistazo.

Los cinco amigos fueron de puntillas hasta la puerta y se asomaron. Ya casi era de noche, por lo que quien estuviese en el interior no los vería, mientras que ellos sí que podían ver quién estaba dentro.

Se trataba de la señora Tifton y Dexter, y estaban bailando.

—Es un vals —susurró Jeffrey.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Skye.

—Porque mi madre me hizo tomar clases de baile el año pasado. Ven, te lo mostraré. —Enlazó a Skye—. Un, dos, tres; un, dos, tres —dijo, moviéndose al son de la música—. Se supone que has de ir hacia atrás cuando yo me muevo hacia delante. Tienes que seguirme.

—Olvídalo. Mejor enséñale a Rosalind.

Jeffrey volvió a intentarlo con la mayor de las Penderwick.

—Un, dos, tres; un, dos, tres.

Esa vez la cosa funcionó, y la pareja bailó a lo largo de la galería.

Jane agarró a Risitas y trató de imitar a los dos danzarines.

—Un, dos, tres; un, dos, tres. Mirad, estamos bailando —susurró, entusiasmada. Sin embargo, olvidó mirar hacia dónde iba, y sin querer, impulsó a la pequeña contra un gigantesco florero. Las dos cayeron al suelo y se echaron a reír en voz baja.

En un abrir y cerrar de ojos, Skye se apartó de la puerta y empujó a Jane y Risitas al otro lado de la galería.

—¡Escondeos! —ordenó a Rosalind y Jeffrey.

En unos segundos, los cinco habían saltado y se habían refugiado detrás de unos arbustos. Entonces oyeron que Dexter y la señora Tifton salían.

—Aquí no hay nadie, Brenda —dijo Dexter.

—Pues juraría que he oído algo.

—Serían tu hijo y sus pretendientes, corriendo por ahí.

Skye fingió que iba a vomitar, lo cual habría hecho reír a Jeffrey si Rosalind no llega a taparle la boca con la mano.

—No vuelvas a decir eso. Es demasiado joven para tener novia —dijo la señora Tifton—. Cuando llegue el momento, escogerá a una chica de un ambiente similar al suyo, no como esas Penderwick. Son un tanto vulgares, ¿no crees? Es obvio que no tienen la misma clase que nosotros.

—Nadie posee tu clase, querida.

—Qué adulador —repuso. Las chicas casi podían verla vanagloriándose como un pavo—. Te lo digo en serio, Dex; me preocupa la influencia que esas hermanas puedan tener sobre Jeffrey. No es el mismo desde que ellas llegaron.

—Estás exagerando. Dentro de unas semanas ellas se habrán ido y él las habrá olvidado. Ven, bailemos aquí fuera.

Durante unos instantes, todo lo que los chicos pudieron oír fue el sonido de los tacones de la señora Tifton sobre el suelo de la galería. Un, dos, tres; un dos, tres...

A partir de ese momento, ya nadie fingió tener ganas de vomitar o de echarse a reír. Era difícil decir cuál de los cinco se sentía más incómodo con la situación. Jeffrey, que se había puesto rojo de vergüenza, parecía estar peor Que nadie, pero el orgullo de las Penderwick había resultado gravemente herido. Skye semejaba lista para el combate, y Rosalind, furiosa, trataba de mantener la calma; sabía perfectamente que oír cosas malas de uno mismo era uno de los castigos que pueden sufrir los que se meten donde no los llaman. Era algo que su padre, su queridísimo padre, le había enseñado hacía ya mucho tiempo. Cómo le habría indignado oír lo que esa mujer acababa de decir. Quizá habría comentado: «La clase no es algo que se pueda comprar con dinero», aunque, probablemente, en latín.

—Imagínate, Brenda —prosiguió Dexter—; esto podría ser París. Cierra los ojos e imagínate que estamos a orillas del Sena.

—Mmm, París —dijo ella, como si acabara de comerse un helado de chocolate con menta—. Hace años que no voy a París, desde que papá me llevó para mi decimosexto cumpleaños. De hecho, hace años que no voy a ninguna parte.

—Y no sólo podríamos ir a París; también a Copenhague, Londres, Roma, Viena... A donde tú quieras. Fijemos una fecha.

—Ya hemos hablado de eso.

—Pues hablemos una vez más. ¿Cuánto he de esperar? Sabes que quiero casarme contigo y que tengamos una fabulosa luna de miel, Brenda.

—Y tú sabes que yo también quiero que nos casemos.

Jeffrey ahogó un grito, tan alto que Rosalind creyó que la señora Tifton y Dexter lo habían oído. Por suerte, estaban demasiado absortos el uno en el otro para oír nada.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando, amor mío? Explícamelo, por favor.

—Es que Jeffrey...

—Esto tiene que ver con nosotros, no con Jeffrey.

—Ojalá supiese qué es lo mejor para él.

—Lo que es bueno para su madre es bueno para él, y yo sé qué es lo mejor para su madre.

Acto seguido, se oyeron unos sonidos que sonaban sospechosamente a besos. Rosalind le tapó los oídos a Risitas y miró de reojo a Jeffrey, que había hundido el rostro entre los brazos. ¿Cuánto más iba a tener que soportar?

La música dejó de sonar y Dexter volvió a la carga.

—Me he estado informando sobre la Academia Pencey. ¿Sabías que dejan que los chicos ingresen con once años? ¿Por qué no envías a Jeffrey allí en septiembre?

—¿Te refieres a este septiembre? ¿El mes que viene? Pero, Dexter, es mi bebé...

—Claro que sí, pero, cuanto antes ingrese en Pencey, más probabilidades tendrá de ir a West Point. Tú misma me has contado lo mucho que eso significaba para tu padre.

—Era su mayor ilusión —dijo ella, melancólica—. Como nunca tuvo un hijo varón que pudiera seguir sus pasos...

—Bueno, yo conozco a alguien que se alegra de que el general tuviese una hija.

Los espantosos sonidos de los besos hicieron nuevo acto de presencia, y esa vez parecieron durar una eternidad. Cuando por fin la señora Tifton y Dexter dejaron de besarse y regresaron a la casa, los chicos no se sentían con ánimos de hablar o mirarse a los ojos. Tuvo que ser Rosalind quien, en un intento por reconfortarlo, le diera una palmada a Jeffrey en el hombro.

—Todo irá bien.

El pobre se quitó la mano de Rosalind de encima y se puso de pie.

—Tengo que irme —anunció.

—¿Nos vemos mañana? —preguntó Skye.

—Supongo —respondió él, frotándose los ojos con rabia—. Gracias por venir.

—Feliz cumpleaños, Jeffrey —dijo Jane.

—No olvides tus regalos —le recordó Risitas.

Sin embargo, Jeffrey ya se había ido. Las hermanas volvieron a encaramarse a la galería para recoger los presentes.

—Tenemos suerte de que la señora Tifton no haya reparado en todo esto —dijo Rosalind, levantando el papel de regalo y haciendo con él una bola.

—Estaba muy ocupada besando a ese Dexter —bufó Skye, dándole una patada al banco de piedra.

—¿Tenía razón Jeffrey, Rosalind? —preguntó Risitas—. ¿Ha sido ésta la peor fiesta de cumpleaños de la historia de la humanidad? —Pues claro que no. Skye dio otro golpe al banco. —Pero ha estado muy cerca —opinó.

Unas horas más tarde, bien entrada la noche, Jane concluía otro capítulo de su libro. En éste, doña Horripilante le decía a Arthur que pensaba mantenerlo encerrado para siempre.

—¿Por qué? ¿Por qué? —clamó él.

—Porque me encanta atormentarte —contestó la mujer con mezquindad.

—Suéltame, por favor; te lo ruego —suplicó Arthur.

—¡Jamás! —exclamó ella, saliendo de la habitación.

Furioso, Arthur estrelló los puños contra los muros de su prisión. Habría hecho cualquier cosa por salir de allí. ¿Dónde estaba Sabrina Starr? ¿Volvería en su busca? Y lo más importante, ¿habría descubierto cómo sacarlo por la ventana y subirlo a su globo aerostático?

Jane dejó el bolígrafo sobre el escritorio y cerró el cuaderno. Sabía que ya era hora de acostarse, pero no tenía sueño. No podía dejar de darle vueltas a lo sucedido esa noche, sobre todo cuando, al final de la velada, Jeffrey había salido corriendo en la oscuridad. Qué manera tan horrible de enterarte de que tu madre va a casarse, ¡y que el hombre con el que va a contraer matrimonio pretende enviarte a la academia militar un año antes de lo previsto!

Jane necesitaba hablar con alguien, así que se calzó las pantuflas, bajó las escaleras de puntillas y entró en el dormitorio de Skye.

—Skye, ¿estás dormida?

—Sí.

—Quiero hablarte de Jeffrey.

—Vete o te asesino.

Jane cerró la puerta, siguió por el pasillo y entró en el cuarto de Rosalind. A pesar de que todas las luces estaban apagadas, su hermana no se encontraba en la cama sino junto a la ventana, contemplando la oscuridad.

—¿Rosalind?

Esta se giró.

—Jane, me has asustado.

—¿Qué estabas haciendo?

—Estaba pensando en... Bueno, en un montón de cosas. ¿Qué haces todavía despierta?

—No puedo dejar de pensar en el pobre Jeffrey —contestó, sentándose en la cama.

—Ya hemos hablado del tema de regreso a casa. Ahora mismo no hay nada que nosotras podamos hacer.

—Podríamos pedirle a papá que lo adoptara.

Rosalind se sentó a su lado.

—No seas ridicula.

—Podríamos escribirle una carta a la señora Tifton explicándole por qué Jeffrey no debería ingresar en una escuela militar.

—Nos iría mejor si tratásemos de adoptarlo. Venga, Jane, vete a la cama; es tarde.

—Tienes razón. —Se puso de pie, pero inmediatamente volvió a sentarse—. Hay otra cosa de la que quiero hablarte.

Rosalind suspiró y se estiró sobre la colcha.

—Adelante.

—¿Crees que estaría traicionando a Jeffrey si le pidiese a Dexter que me ayudara con el libro? Puede que jamás conozca a otro editor de verdad; ésta podría ser mi última oportunidad.

—El asunto no radica en si lo estarías traicionando o no. El asunto es si Dexter hablaba en serio cuando te ha dicho lo de ayudarte, y yo creo que probablemente no iba en serio, porque no es una buena persona. Además, ésta no es tu última oportunidad. Sólo tienes diez años, así que olvídalo todo y ve a acostarte.

Con mucho sigilo, Jane subió a su cuarto y se metió en la cama. Se dijo que Rosalind estaba en lo cierto, y que no tenía sentido confiar en un adulador como Dexter. Luego se le ocurrió una idea repentina y se incorporó en la cama, emocionada. Tal vez Dexter no siempre se comportaba como un cretino; a lo mejor tenía dos lados, como ese tal doctor Jekyll que salía en la obra de teatro que habían interpretado en primavera los de sexto curso. El doctor Jekyll era buena persona hasta que bebía una poción secreta que lo convertía en el horrible mister Hyde, al cual representaba con una perfección asombrosa Tommy Geiger, un amigo de Rosalind que se había disfrazado con una barba postiza. Tal vez el hombre que ejercía de maléfico novio de la señora Tifton era el lado malvado de Dexter, su equivalente a mister Hyde, y el lado bueno, su doctor Jekyll, era el señor Dupree, un amable y bondadoso editor, deseoso de ayudar a escritores jóvenes a realizar sus sueños. En consecuencia, era ese señor Dupree el que había dicho durante la cena que le echaría un vistazo a la nueva aventura de Sabrina Starr cuando el libro estuviese acabado.

Jane volvió a reposar la cabeza en la almohada. Aquello era tan sólo una teoría, pero no pensaba contársela a sus hermanas, porque lo más probable es que se riesen de ella. Por el momento trabajaría duro y escribiría el libro lo mejor posible. Cerró los ojos, se durmió y soñó toda la noche con que era una escritora famosa y respetada.

CAPÍTULO DIEZ

Una intrépida huida

Al día siguiente de su cumpleaños, Jeffrey se presentó en la casita dispuesto a jugar al fútbol como si nada hubiera cambiado desde la víspera. No obstante, era evidente que sí había cambiado algo, y todos eran conscientes de ello. Ahora, sobre la cabeza del chico pendía la doble amenaza de Dexter y la Academia Pencey, y era una incógnita qué iba a pasar en las próximas semanas. Además, no ayudaba nada que la estancia de la familia Penderwick en Arundel hubiera sobrepasado ya su ecuador. Al cabo de una semana y unos pocos días, las hermanas y su padre regresarían a Cameron. ¿Lo harían sin conocer el destino de Jeffrey? ¿Volverían a ver a su amigo? La respuesta a esas preguntas era de lo más incierta.

Para colmo, estaba el problema añadido de que, de repente, la señora Tifton parecía estar por todas partes. Según les había dicho Jeffrey, era porque se acercaba el concurso del Club de Jardines. Su madre estaba obsesionada con que Arundel ganase el primer premio, así que pasaba todo el tiempo fuera de la casa, preocupándose por cualquier detalle y volviendo loco a Cagney; y también a los chicos. Si estaban chutando balones contra la estatua del hombre del rayo, que servía perfectamente de portero, la señora Tifton iba y los regañaba. Si apostaban a ver cuánto podían saltar las ranas del estanque, iba y les decía que estaban molestándolas. Si se ponían a descansar a la sombra de un rosal, les decía cualquier cosa con tal de que salieran de allí.

En definitiva, la madre de Jeffrey suponía un incordio para todos, pero más para Risitas. Las Penderwick mayores la aborrecían, pero la pequeña le tenía miedo. Como le decía a
Hound
cuando estaban en su cuarto por la noche, la señora Tifton era la persona más malvada que había conocido; tanto, aseguraba, que las flores morían a su paso. No era para tanto, pero el sabueso sabía lo que ella quería decir. De modo que Risitas hacía todo lo posible por evitarla, y por lo general tenía éxito, escondiéndose detrás de un arbusto o de una de sus hermanas. Sin embargo, en una ocasión la mujer se encontró con la chiquilla a solas, y las consecuencias fueron tremendas.

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