Las Hermanas Penderwick (9 page)

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Authors: Jeanne Birdsall

Las chicas miraron a su alrededor, un tanto abrumadas por el tamaño de aquella cocina, que era sencillamente grandiosa, digna de reyes, como diría luego Jane. Aparte del horno normal y corriente en que Churchie había cocinado el pan de jengibre, había dos más, tan grandes como los de un restaurante. Además, había cuatro frigoríficos, tres fregaderos de acero inoxidable, dos enormes mesas macizas de carnicero y varias encimeras que parecían no tener fin, así que las chicas no tenían ni idea de dónde debían sentarse. Entonces Jeffrey las llevó hasta un rincón soleado, tan agradable como la propia Churchie, donde había una mesa pequeña con un mantel a cuadros y bancos a cada lado. Tomaron asiento, y, aparte del pan de jengibre, la mujer les sirvió nata montada y fresas.

Las Penderwick jamás habían probado un pan de jengibre tan delicioso como aquél. Tan bueno estaba, que Jeffrey y Harry, a pesar de que ya habían degustado la especialidad de Churchie montones de veces, se comieron dos trozos en un abrir y cerrar de ojos.

—Esto está buenísimo, Churchie; gracias —dijo Rosalind, limpiando la nata con que Risitas se había manchado la cara y la camiseta.

—No hay de qué, querida. Y espera a probar la tarta de cumpleaños que voy a preparar la semana que viene.

—¿Para quién? —quiso saber Skye.

—Pues para Jeffrey, ¿para quién si no? Va a cumplir once años. Dime, Jeffrey, ¿has invitado ya a tus amigas a tu cena de cumpleaños?

El chico se zampó su tercera porción de pan de jengibre, pero hasta que Skye le dio una palmada en la espalda no fue capaz de hablar.

—No creo que quieran venir —balbuceó—. Cenaremos en el comedor principal, con velas, servilletas de hilo y la vajilla buena, y para colmo estará el viejo Dexter.

—Jeffrey se refiere al señor Dupree, un amigo de la señora Tifton —aclaró Churchie.

—¿Es su novio? —preguntó Skye.

—¿La señora Tifton tiene novio? —agregó Jane.

—No es posi...

—Pues para mí no tiene tan mal aspecto —intervino Rosalind interrumpiendo a su hermana—. Al fin y al cabo, las servilletas de hilo no son el fin del mundo. Si quieres que vengamos, lo haremos encantadas.

—Tendrían que vestirse bien —señaló Harry con malicia.

—Es cierto. Mi madre querrá que vengáis bien elegantes.

—¿Elegantes? —exclamó Skye, indignada—. Eso es ridículo; estamos en verano.

—Además, no hemos traído ningún vestido —dijo Rosalind—. Y no podemos pedirle a papá que nos compre ropa nueva sólo para una fiesta.

—Entonces no podréis venir. Lo lamento —sentenció Jeffrey, satisfecho.

—Un momento. Tengo una idea —dijo Churchie—. Acabaos el pan de jengibre. Cuando Harry vuelva a sus tomates, nosotros subiremos al desván.

Si la planta baja de Arundel Hall era como un museo, el trastero era como la cueva del tesoro. Mirasen a donde mirasen, todo lo que veían las chicas era maravilloso, hasta que reparaban en algo todavía más increíble. Todo eran pilas y pilas de cosas, montones y montones de alfombras, espejos, artículos de plata, cuadros, cajas llenas de libros, muñecas de todas las clases y tamaños, cómodas, soldados de juguete, cimas, bastones, paraguas, sombrillas, trineos, caballetes, jarrones, trenes eléctricos con sus correspondientes maquetas, viejas cámaras de fotos, cortinas de brocado, y muchísimas más cosas, tantas, que uno podría perderse allí sin importarle el hecho de volver a dar con la salida.

Mientras las chicas no dejaban de exclamar y sorprenderse, Churchie dijo:

—Ven, Rosalind, tú y yo tenemos trabajo. Jeffrey, muéstrales el altillo al resto.

El ama de llaves condujo a la muchacha a través de un pasillo con cajoneras a un lado y sillones al otro. Luego doblaron a la izquierda y siguieron entre ornamentos de jardín hechos de mármol y altísimas pilas de revistas. Volvieron a girar al llegar a donde estaban las lámparas con pantalla de vitral, y por fin desembocaron en una zona más espaciosa llena de ropa: cientos y cientos de vestidos, trajes, camisas, camisones y abrigos colgados en largas filas. Rosalind nunca había visto tantas prendas juntas, ni siquiera en los grandes almacenes de Boston.

—La señora Tiflón guarda todo lo que ha llevado puesto en su vida —explicó Churchie—. Por no hablar de toda la ropa de su madre, la señora Framley. Y al fondo hay una sección con todo el vestuario de su abuela.

—Es todo precioso —dijo Rosalind, pasando junto a un arco iris de vestidos de verano.

—Sigue dos filas más y échales un vistazo a los trajes de noche de la señora Framley.

Rosalind no tardó en localizarlos. Se trataba de decenas y decenas de vestidos de época, hechos de seda, encaje, satén y terciopelo, todos de un lujo inconmensurable.

—¡Dios mío! ¿Y se los puso todos?

—Los Framley solían dar las fiestas más fabulosas del lugar. Eso fue mucho antes de que yo llegara a esta casa, pues me contrataron cuando Jefírey ya había nacido. Sin embargo, Harry ha vivido en este distrito toda su vida, y me lo ha contado. Él se dedicaba a aparcar los coches de la gente rica que venía de Nueva York. Se organizaban desayunos para treinta personas en la terraza, y por la noche se celebraban cenas de gala con música en directo y baile. Por aquel entonces, la señora Tifton no era más que una niña. Era hija única, y vino al mundo cuando sus padres ya habían perdido toda esperanza de tener descendencia. Por eso siempre la trataron como a una princesa. —Churchie había estado hablando desde varias filas más allá, pero de repente apareció por detrás de los abrigos con un vestido de tirantes en la mano—. Sí, este tono es perfecto para ti —dijo, mostrándole el traje a Rosalind—. Lo estrecharé un poquito de aquí y de allí y te lo acortaré para que no parezca tan pasado de moda.

—No puedo ponerme uno de los vestidos de la señora Tifton.

—¿Por qué no? Yo ya le he dicho que íbamos a invitaros, y ella jamás sería capaz de reconocer una de estas prendas. ¿Cómo va a acordarse después de tanto tiempo?

—Pero, Churchie, aunque sea verdad lo que dices, no puedo pedirte que hagas todo ese trabajo por mí, y yo no tengo ni idea de coser.

—No te preocupes por eso. No he tenido oportunidad de coser para una chica desde que mi hija era pequeña. Ahora está casada, vive en Boston y no para de tener hijos varones. Me lo pasaré en grande cosiendo para ti. Toma, aguántame esto mientras voy a buscar algo para tus hermanas.

Rosalind fue hasta un espejo de cuerpo entero que había contra una pared, se puso el vestido contra el pecho y contempló tímidamente su reflejo. Jamás había llevado algo tan elegante, por no hablar de que aquella pieza había sido diseñada para una muchacha mayor que ella. Para colmo, el color era perfecto. Memorizó bien los detalles para poder contárselos a su amiga Anna: suave tela de lino, cintura alta, sin mangas, cuello redondo y, lo mejor de todo, botones forrados de tela por toda la espalda.

—Churchie, ¿dónde estás? —exclamó.

—Sigue las blusas.

Rosalind pasó junto a aquéllas, y de pronto se detuvo ante un espectacular vestido blanco que había colgado al final de una hilera. A pesar de que tenía una bolsa de plástico encima, pudo ver kilómetros de satén y tul recubiertos de diminutas perlas.

—¿Acaso es éste el vestido de boda de la señora Tifton?

—No; es el de su madre —respondió el ama de llaves, asomando la cabeza por detrás de una fila de camisones de seda—. Dudo que la señora Tifton tuviese un traje de novia tan bonito; y de haberlo tenido, no creo que lo haya conservado, ya que su matrimonio fue un gran error y no duró ni un año.

—¿Qué ocurrió?

—Bueno, debemos remontarnos unos cuantos años atrás en el tiempo. La señora Framley murió cuando la joven Brenda, o sea, la señora Tifton, tenía sólo diecisiete años, y el general cayó en una gran depresión. No volvió a hablar con nadie, ni siquiera con su hija. Los amigos de Nueva York dejaron de venir, las fiestas dejaron de celebrarse... No sucedía nada; no era vida para una adolescente. Tan pronto le fue posible, Brenda se matriculó en un colegio de Boston. Allí conoció a un joven y se casaron en secreto antes de que ella cumpliera veinte años. Supongo que fue una manera de rebelarse contra su padre. El viejo general era muy estricto.

—¿Qué ha sido del señor Tifton?

—Ése no era su verdadero nombre. El general no quería que Brenda conservara su apellido de casada después del divorcio, pero ella, que era tan cabezota como él, se negó a llamarse Framley de nuevo. No quería que la gente se preguntase si había estado casada o no porque, como ya te he dicho, era muy joven, y además estaba embarazada. Así que optaron por Tifton, que era el apellido de la madre del general. No sé cómo se llamaba realmente el padre de Jeffrey, y tampoco tengo idea de dónde se encuentra. Es más, no creo que el propio Jeffrey sepa nada de todo esto.

—Pobrecillo.

—Sí. —Churchie descolgó un vestido rojo y alisó con vigor algunas arrugas imaginarias, como si, al hacerlo, estuviera enderezando la vida del muchacho—. De todas maneras, el padre de Jeffrey se marchó antes de que él naciera. Hay quien dice que Brenda se cansó de él y lo abandonó, pero algunos opinan que el general le pagó para irse, porque no era lo bastante bueno para estar casado con una Framley. Lo que sí sé es que Brenda regresó a Arundel para dar a luz a su hijo, y que se quedó aquí con su padre. Lo cierto es que el crío revivió al general. El hombre lo adoraba, y decía que era el hijo que nunca había tenido; pero el pobre murió cuando Jeffrey tenía tan sólo siete años. —Volvió a colgar el vestido rojo y sacó otro de color azul—. ¿Qué te parece éste para Skye? Haría juego con sus ojos.

—Es precioso, Churchie; pero todo lo que me has contado es muy triste.

—Pues sí; pero te diré algo. Desde que habéis llegado, Jeffrey está más contento de lo que yo he visto en mucho tiempo.

—¿De veras?

—En serio.

De repente, la fila de las blusas comenzó a agitarse, y Jeffrey, Skye y Jane aparecieron cargados con grandes arcos de madera y aljabas llenas de flechas.

—En serio, ¿qué? —preguntó Skye.

—Pues que con esas flechas vas a sacarle un ojo a alguien —repuso Churchie.

—Acabamos de decidir que le pediremos a Cagney que recubra las puntas de goma, para que nadie se haga daño —anunció Jeffrey.

—Más vale —contestó el ama de llaves.

—Rosalind, tienes que ver todo lo que hay en el otro extremo de la buhardilla —dijo Skye—. Hay una canoa, un juego completo de palos de criquet y tres sillas de montar.

—¡Y espadas, Rosalind! —añadió Jane, que sacó una saeta del carcaj y la agitó como si de un sable se tratase—. ¡Prepárate para probar el acero de Sabrina Starr, bellaco!

—Ésas son las espadas del abuelo de Jeffrey —dijo Churchie—. Espero que nadie se haya rebanado un dedo con ellas.

—Sólo ha ocurrido un pequeño accidente —señaló Jeffrey—. Skye, muéstrale tu mano.

La niña levantó la mano doblando dos dedos.

—Muy gracioso —dijo Churchie, impertérrita—. Procurad no dejarlo todo perdido de sangre.

Jane ya se había cansado de tantos instrumentos de destrucción y se fijó en la ropa que tenía a su alrededor.

—Mirad todo esto.

—Churchie va a prestarnos vestidos para que nos los pongamos en la fiesta de cumpleaños de Jeffrey —explicó Rosalind.

—¡Guau! —exclamó Jane, con los ojos abiertos como platos—. ¿Para quién es ese que tienes en la mano, Churchie?

—Creo que le quedaría bien a Skye.

—Es tan delicado y femenino como ella —opinó Jeffrey.

Huelga decir que Skye se negó a ponerse el vestido azul. Finalmente, después de un largo debate, y sin que Jeffrey dejase de soltar cumplidos embarazosos, la niña accedió a llevar un vestido, y sólo porque Churchie le encontró uno negro y entallado que le recordaba a uno que su madre solía usar. Luego Rosalind y el ama de llaves se pusieron manos a la obra con Jane, que quería algo perdidamente romántico pero también apasionadamente seductor, dos características casi imposibles de encontrar en una misma prenda. No obstante, Churchie tuvo éxito, y en un rincón descubrió un vestido marinero azul y blanco, y de falda larga, que a Jane le pareció adorable.

—Y ahora, chicas, quedaos todas quietas —dijo la mujer, y comenzó a medirlas con su metro de tela—. Bien. Ajusfando las costuras y haciéndoles unas jaretas a las faldas, puedo lograr que estos vestidos queden como si los hubieran diseñado especialmente para vosotras. Y creo que he encontrado algunas faldas largas con suficiente tela para hacerle un vestido de verano a Risitas. Por cierto, ¿dónde se ha metido?

Jeffrey dio con la chiquilla en medio de una vasta colección de animales de madera. Había un elefante tan grande como ella y un ratón tan pequeño como su dedo meñique. Sin embargo, la benj amina se había apropiado de un conejo y lo estaba haciendo saltar por el suelo del trastero.

—Churchie va a coserte un vestido —le dijo Jeffrey.

—Yo no quiero un vestido; quiero este conejo. Se llama
Yaz.

—Puedes quedarte con el conejo si dejas que Churchie te tome las medidas para el vestido.

—Vale —contestó Risitas, y permitió que el chico la llevara de vuelta con las demás.

Media hora más tarde, todo estaba listo. No sólo asistirían a la fiesta de cumpleaños que estaba organizando la señora Tifton, sino que, además, las Penderwick podrían lucir sus propios trajes, y eso incluía hasta los zapatos, ya que Churchie había resuelto ese problema abriendo varios baúles repletos de calzado de todos los colores y formas, y diciéndoles a las chicas que eligiesen lo que más les gustase. Por desgracia, los piececitos de Risitas eran demasiado pequeños, así que decidieron que acudiese a la velada con sus sandalias de todos los días.

—A fin de cuentas —dijo Skye—, ¿qué importa lo que lleve en los pies si va con esas estúpidas alas?

—No son estúpidas —replicó Risitas, aferrándose a su conejo de madera.

—Vamos —dijo Jeffrey entonces—. Salgamos a jugar al fútbol.

Esa misma noche, Rosalind convocó una RHEP para contarles a sus hermanas la triste historia del padre de Jeffrey. Todas quedaron abatidas y desearon poder hacer algo al respecto, pero ni siquiera a Sabrina Starr se le ocurrió nada. Sin embargo, sí tomaron dos decisiones importantes. Primero, no le preguntarían al chico nada sobre su padre; y segundo, le harían los mejores regalos de cumpleaños que pudieran. Terminada la reunión, cada una se fue a su cuarto, y mientras iban durmiéndose, pensaron que si había algo peor que perder a un padre o una madre, era que éste jamás se hubiera preocupado en conocerte.

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