Las hijas del frío (11 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Patrik se sorprendió.

—Oye, parece que los conoces, ¿no? Y la misma impresión tuve antes, cuando vimos a Lilian.

—Sólo conozco a Kaj —explicó Ernst de mala gana—. Un grupo de muchachos nos reunimos para jugar a las cartas de vez en cuando.

Un ceño de preocupación se formó en la frente de Patrik.

—¿Algo que deba inquietarme? Si he de ser sincero, no estoy seguro de que debas participar en la investigación, dadas las circunstancias.

—¡Tonterías! —respondió Ernst con acritud—. Si no pudiéramos trabajar en un caso por cuestiones de parcialidad, sería imposible investigar un pimiento en este pueblo. Todo el mundo se conoce, lo sabes tan bien como yo. Y que sepas que sé distinguir entre el trabajo y la vida privada.

Patrik no se quedó tranquilo con la respuesta, pero sabía que Ernst tenía razón en parte. La comarca no era tan extensa y todos se conocían de un modo u otro, así que por eso no se podía retirar a nadie de una investigación. En ese caso, tendría que tratarse de una relación de parentesco cercano o algo similar. Una pena, desde luego. Por un instante vio el cielo abierto y la oportunidad de librarse de Lundgren.

De modo que ambos se dirigieron a la casa vecina. La cortina de la ventana que había junto a la puerta aleteó antes de caer con tal rapidez que no tuvieron tiempo de ver quién se escondía detrás.

Patrik examinó la casa, la fanfarronada, como la llamaba Lilian. La veía a diario cuando iba y venía del trabajo, pero jamás se había fijado. Y estaba de acuerdo en que no era muy bonita. Era una creación moderna, con mucho vidrio y ángulos extraños. Se notaba que el arquitecto había tenido carta blanca y Patrik no pudo por menos de admitir que Lilian tenía su parte de razón. Era una casa construida para exhibirla en las revistas de decoración, pero en la rústica aldea encajaba tan bien como un adolescente en una fiesta de un hogar del jubilados. Aunque, ¿quién dijo que el dinero y el buen gusto iban de la mano? Además, el arquitecto municipal debía de estar ciego el día que concedió la licencia de obras. Patrik se volvió a Ernst:

—¿A qué se dedica Kaj? Quiero decir, como está en casa un día laborable… Lilian comentó algo de director ejecutivo, ¿no?

—Vendió la empresa y se jubiló anticipadamente —respondió Ernst, aún con ese tono defensivo de aquel que piensa que se ha puesto en duda su profesionalidad—. Pero entrena al equipo de fútbol desinteresadamente. Y es muy bueno, la verdad. Lo habrían contratado como profesional en sus años mozos, pero tuvo una especie de accidente que se lo impidió. Y te repito que esto es una pérdida de tiempo. Kaj Wiberg es un tipo bueno de verdad y todo el que diga lo contrario miente. Esto es ridículo.

Patrik desoyó el comentario y siguió subiendo la escalinata. Llamaron al timbre y aguardaron. Pronto oyeron pasos y les abrió un hombre que Patrik supuso debía de ser Kaj. El hombre sonrió abiertamente al ver a Ernst.

—¡Eh, Lundgren! ¿Qué tal? ¿Hoy no hay partida, no?

Su amplia sonrisa se apagó en cuanto vio que ninguno de ellos la correspondía. Kaj levantó hastiado la vista al cielo.

—¿Qué se ha inventado ahora esa mujer? —preguntó antes de acompañarlos a la gran sala de estar.

Al llegar se dejó caer en un sillón e invitó a los dos policías a acomodarse en el sofá.

—En fin, no es que no lamente lo que les ha ocurrido, es una verdadera tragedia, pero que tenga estómago para seguir dándonos guerra incluso en esas circunstancias… Creo que dice bastante sobre el tipo de persona con la que tenemos que vérnoslas.

Patrik no hizo caso del comentario y se dedicó a estudiar al hombre que tenía ante sí. Era de estatura media, delgado, con cara de galgo y el cabello encanecido en un corte bastante insulso. En realidad, todo él era bastante insulso, uno de esos hombres a los que un testigo no podría describir de ninguna manera si se le ocurriese, por ejemplo, atracar un banco.

—Estamos preguntándoles a los vecinos, por si vieron algo. Esto no tiene nada que ver con sus disputas.

Patrik había decidido, antes de llamar, que no diría que Lilian lo había mencionado.

—Ah, bueno —respondió Kaj casi decepcionado, claro indicio de que las desavenencias con la vecina eran un elemento constante y añorado de su vida cotidiana—. ¿Y por qué? Cierto que es una tragedia que la niña se haya ahogado, pero no creo que la policía deba dedicarle tantas horas al asunto. No parece que tengan mucho que hacer —comentó con una risotada.

La corrigió enseguida al ver que Patrik no hallaba la situación nada cómica. Entonces, poco a poco, empezó a ver la verdad.

—¿Es que no es así? La gente dice que la niña se ahogó, pero ya sabemos lo que le gusta hablar a la gente. El que la policía vaya preguntando de casa en casa sólo puede significar que no fue eso lo que ocurrió. ¿Tengo razón, sí o sí? —preguntó excitado ante el descubrimiento.

Patrik lo miraba displicente. ¿Qué había de malo en la gente? ¿Y cómo alguien podía considerar la muerte de una niña algo emocionante? ¿No quedaba ya nada de sentido común en las personas? Cuando le respondió a Kaj, se obligó a mantener un semblante neutral.

—Sí, así es, en parte. No puedo entrar en detalles, pero resulta que Sara Klinga fue asesinada; de ahí que sea de la mayor importancia que sepamos qué hizo aquel día.

—Asesinada —repitió Kaj—. ¡Uf, qué espanto! —exclamó con gesto compasivo.

Patrik notó que era una compasión superficial y tuvo que contener el impulso de propinarle a Kaj una bofetada, tan odiosa le resultaba aquella falsa empatía. Sin embargo, le contestó con serenidad:

—Como ya dije, no puedo entrar en detalles, pero si vio a Sara el lunes por la mañana, es importante que sepamos cuándo y dónde. Con la mayor exactitud posible, por favor.

Kaj frunció el ceño, reflexivo.

—Veamos, el lunes. Sí, sí la vi por la mañana, pero no sabría decir cuándo. Salió de la casa y se alejó correteando. Esa niña no sabía caminar como Dios manda; siempre andaba a saltitos como una pelota de goma.

—¿Vio adónde se dirigía? —preguntó Ernst tomando la palabra por primera vez en toda la visita.

Kaj lo miró divertido; era evidente que le parecía cómico ver a su compañero de la partida habitual en su papel de policía.

—No, sólo la vi salir de casa. Se dio la vuelta y saludó a alguien antes de continuar, pero no vi en qué dirección iba.

—¿Y no podría precisar cuándo ocurrió eso exactamente? —preguntó Patrik.

—No, sólo que fue hacia las nueve. No puedo determinar la hora con más exactitud.

Patrik dudó un instante antes de proseguir.

—Por lo que he oído, Lilian Florin y usted no son buenos amigos.

Kaj resopló ruidosamente.

—Desde luego, sí, podríamos decir que así es. No creo que haya nadie que pueda ser «buen amigo» de esa arpía.

—¿Existe alguna razón especial para su… —Patrik buscaba la expresión adecuada— enemistad?

—No se necesita ninguna razón especial para enemistarse con Lilian Florin, pero resulta que yo tengo una justificadísima. Empezó cuando compré el solar y comencé a construir esta casa. Tenía objeciones sobre los planos e hizo cuanto pudo por detener las obras. Incluso convocó una pequeña manifestación de protestas, para que lo sepan —se echó a reír—. Una manifestación de protestas en Fjällbacka. Ya les digo, para echarse a temblar.

Kaj abrió los ojos fingiendo estar asustado y luego rompió a reír, pero pronto recobró la compostura y continuó:

—Sí, bueno, naturalmente logramos sofocar la pequeña rebelión, aunque nos costó tiempo y dinero. Pero desde entonces no ha parado un solo día. Y ustedes saben perfectamente hasta qué extremos puede llegar. Estos años han sido un auténtico infierno —aseguró retrepándose y cruzando las piernas.

—¿No habría podido vender la casa y mudarse a otro sitio? —preguntó Patrik intentando ser discreto.

Pero la pregunta provocó un incendio en los ojos de Kaj.

—¿Mudarnos? ¡Jamás en la vida! ¡Nunca se me ocurriría darle esa satisfacción! Entonces ella se sentiría… Si alguien ha de mudarse es ella. Ahora lo único que espero es que se pronuncie el tribunal de apelación.

—¿El tribunal de apelación? —preguntó Patrik.

—Sí, construyeron un balcón en la casa sin mirar antes la normativa. Y resulta que sobresale dos centímetros sobre mi parcela, de modo que va contra la ordenanza municipal. En cuanto salga la sentencia, tendrán que derribarlo. Y espero recibirla un día de éstos ¡Será un placer ver la cara de Lilian! —se congratuló Kaj.

—¿No cree que, en estos momentos, tienen problemas distintos a la existencia o no del balcón? —observó Patrik sin poder evitarlo.

El semblante de Kaj se ensombreció enseguida.

—Sí, claro, no soy insensible a su desgracia, pero las cosas como son la señora Justicia no tiene ese tipo de consideraciones —añadió buscando apoyo en la mirada de Ernst, que se lo ofreció asintiendo.

Patrik reflexionó una vez más sobre lo idóneo de que Lundgren participase en la investigación. Ya tenía bastantes objeciones antes de saber que era amigo de uno de los interrogados.

Se dividieron a fin de ir descartando las casas vecinas de un modo más eficaz. Ernst refunfuñaba mientras caminaba expuesto al viento frío. Su larga figura parecía acapararlo muy bien, su cuerpo destartalado se balanceaba de un lado a otro y le costaba guardar el equilibrio. Sentía el sabor agrio de la amargura en la campanilla. Una vez más, había tenido que agachar la cabeza ante un cachorro al que casi le doblaba la edad. A Ernst le parecía un misterio. ¿Cómo podían pasar siempre por alto su dilatada experiencia y su habilidad? Una conspiración: ésa era la única explicación que se le ocurría. Resultaba un tanto confuso el motivo y quiénes eran los cerebros de la maquinación, pero eso no le preocupaba lo más mínimo. Probablemente lo veían como una amenaza, concluyó, precisamente a causa de las cualidades que él estaba seguro de poseer. Lo de ir de casa en casa era muy aburrido y lo que quería era entrar en algún sitio caliente. Además, la gente no tenía nada interesante que contar. Nadie había visto a la niña aquella mañana y nadie supo decirle nada, salvo que lo que le había ocurrido era terrible. Y, claro, él no podía más que convenir en que lo era. Suerte que nunca había cometido la tontería de tener hijos. Y de las mujeres también había logrado mantenerse apartado, se dijo, evitando pensar en el hecho de que las mujeres tampoco habían mostrado nunca demasiado interés por su persona.

Miró de reojo en dirección a Hedström, que se encargaba de las casas situadas a la derecha de los Florin. A veces, sencillamente, sentía deseos de darle un verdadero escarmiento. Desde luego, no le había pasado inadvertido el mohín de Hedström aquella mañana, cuando se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que salir con él de servicio. A decir verdad, eso le proporcionó una pizca de satisfacción. Por lo general, Hedström y Molin eran como el Gordo y el Flaco, y encima se negaban a escuchar a los colegas de más edad como él y Gösta. Claro que Gösta quizá no fuese un caso de policía paradigmático, eso tenía que admitirlo, pero sus muchos años en el Cuerpo merecían respeto. Y tampoco era de extrañar que a uno se le quitasen las ganas de invertir las energías en el trabajo cuando se veía obligado a ejercer en aquellas condiciones. Ahora que lo pensaba, los policías más jóvenes eran los culpables de sus pocas ganas de trabajar y de que aprovechase cualquier ocasión para quitarse de en medio a la menor oportunidad. Una idea reconfortante. Naturalmente, no era culpa suya. Y no es que hubiera sentido remordimientos por ello hasta el momento, pero era un alivio haber acertado a dar con el origen del problema, la madre del cordero, por así decirlo. Su indolencia era culpa de los cachorros. De pronto, la vida le pareció mucho, mucho más agradable. Y llamó a la siguiente puerta.

Frida peinaba a conciencia el cabello de la muñeca. Era muy importante que estuviese guapa, pues iba a una fiesta. La mesa ya estaba puesta y llena de pastelitos y café, tazas de plástico diminutas sobre bonitos platos de color rojo. Cierto que los pastelitos eran de mentira, pero las muñecas no podían comerlos de verdad, así que no importaba mucho.

Sara decía que jugar con muñecas era una bobada. Decía que eran demasiado mayores para eso. Las muñecas eran para los bebés, insistía Sara; pero Frida jugaba con ellas todo lo que quería. Sara era tan pesada a veces… Siempre tenía que mandar. Todo tenía que ser como ella quería y, si no, se enfadaba o se ponía a romper las cosas de Frida. Entonces le decían que se fuera a su casa, y mamá llamaba a la mamá de Sara y le hablaba medio enfadada. Pero cuando Sara era buena, a Frida le gustaba, así que a pesar de todo, quería jugar con ella si se portaba bien y eso.

No entendía exactamente qué le había ocurrido. Mamá le había explicado que estaba muerta, que se había ahogado en el mar, pero, entonces, ¿dónde estaba? En el cielo, le había dicho mamá. Pero Frida había estado mirando al cielo mucho, mucho rato, y no había visto a Sara. Estaba segura de que si estuviese en el cielo, la habría saludado desde allí. Puesto que no lo hizo, era imposible que estuviera en él. La cuestión era entonces dónde. Porque nadie podía desaparecer así, sin más, ¿no? Figúrate si mamá pudiese desaparecer igual… El miedo se apoderó de Frida. Si Sara desaparecía de aquel modo, ¿podían hacerlo las mamás también? Se abrazó fuerte a la muñeca e intentó apartar aquella desagradable sensación.

Había otra cosa a la que no dejaba de darle vueltas. Mamá le había dicho que los señores que llamaron y les contaron lo de Sara eran policías. Frida sabía que a la policía había que contárselo todo, que no había que mentirles nunca. Pero ella le había prometido a Sara que jamás le hablaría a nadie del hombre malo. Aunque, ¿había que mantener las promesas hechas a alguien que ya no estaba? Si Sara no estaba, no tenía por qué enterarse de que Frida les había contado lo del hombre aquel. Pero ¿y si volvía y se enteraba de que Frida se había chivado? Entonces se enfadaría más que nunca y seguramente le rompería todas las cosas de la habitación, incluso la muñeca. Frida decidió que era mejor no decir nada del hombre malo.

—Oye, Flygare, ¿tienes un momento? —Patrik llamó a la puerta de Gösta antes de abrir, pero, cuando lo hizo, le dio tiempo de ver que el colega se apresuraba a cerrar un juego de golf en el ordenador.

—Sí, un momento sí que tengo —respondió Gösta malhumorado y avergonzado, consciente de que Patrik había descubierto la noble tarea a la que dedicaba su horario laboral—. ¿Se trata de la niña? —continuó en un tono más amable—. Ya me dijo Annika que no fue un accidente. ¡Vaya mierda! —dijo meneando la cabeza

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