Las hijas del frío (6 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Fuera seguía arrasando la tormenta y Patrik y Erica se quedaron allí sentados un buen rato, observando el espectáculo salvaje de la naturaleza. Ninguno de los dos podía dejar de pensar en la niña que se había llevado el mar.

El forense Tord Pedersen emprendió su tarea con una expresión de inusual amargura en él. Después de tantos años en la profesión, había alcanzado ese estadio de impermeabilidad, deseable o despreciable según se mirase, en el que la mayor parte de los horrores que presenciaba en su trabajo no le dejaban ninguna huella digna de mención al final del día. Sin embargo, había algo en el hecho de seccionar el cadáver de un niño que apelaba a un instinto primitivo, algo que se sobreponía a cualquier procedimiento rutinario, a toda la experiencia que los años de forense le habían permitido acumular. La indefensión de los niños derribaba todas las defensas que su psique había ido concitando con los años, de ahí que la mano le temblase ligeramente al dirigirla al pecho de la pequeña.

Muerte por ahogamiento, ésa era la primera información que le proporcionaron cuando la trajeron, y era su cometido confirmar o desechar tal suposición. Sin embargo, hasta ahora, nada que él pudiese apreciar a simple vista invalidaba el ahogamiento como causa de la muerte.

La implacable luz de la sala de autopsias ponía de relieve su lividez y parecía que la pequeña tuviese frío. El helado mostrador de aluminio sobre el que estaba tendida la niña actuaba como un espejo que reflejaba el frío y Pedersen tiritó de pronto bajo su uniforme de color verde. La pequeña estaba desnuda y se sintió como si estuviese cometiendo un abuso al girar y cortar su cuerpo indefenso. Pero se obligó a sofocar esa sensación. Sabía que su tarea era importante, tanto para la niña como para sus padres, aunque ellos no siempre lo comprendieran. Para que pudiesen procesar su dolor, era necesario que tuviesen un dictamen definitivo de la causa de la muerte. Por más que aparentemente no había nada extraño en este caso, el protocolo tenía una clara razón de ser. Era consciente de ello en el plano profesional, pero, como ser humano normal y corriente, también era padre de dos hijos y, en momentos como aquél, se preguntaba cuánto había de humanidad en la función que desempeñaba.

Capítulo 3

Strömstad, 1923

—Agnes, hoy sólo tengo un montón de aburridas reuniones. No tiene ningún sentido que vengas conmigo.

—Pero yo quiero ir contigo hoy. ¡Me aburro tanto! No tengo nada que hacer.

—Ya, pero tus amigas…

—Todas están ocupadas —lo interrumpió Agnes enfurruñada—. Britta está preparando la boda. Laila se iba a Halden con sus padres a visitar a su hermano, y Sonja tenía que ayudar a su madre —Y añadió, con voz tristona—. ¡Quién tuviera una madre a la que ayudar!

Clavó una mirada implorante en su padre. Y sí, aquello funcionó, como de costumbre. El hombre dejó escapar un suspiro.

—Bueno, anda, vente conmigo. Pero me tienes que prometer que estarás callada y quieta, y no andarás por todas partes como un torbellino hablando con los empleados. La última vez volviste locos a esos pobres hombres y les llevó varios días recobrar la normalidad.

No pudo evitar dedicarle una sonrisa a su hija. Cierto que era difícil controlarla, pero no había muchacha más hermosa a este lado de la frontera.

Agnes rio satisfecha, pues una vez más había salido vencedora de la discusión, y premió a su padre con un abrazo y una palmadita en la prominente barriga.

—Nadie tiene un padre como el mío —le dijo mimosa, provocando la carcajada complacida del hombre.

—¿Qué haría yo sin ti? —preguntó August, medio en serio, medio en broma, atrayéndola hacia sí para abrazarla.

—¡Oh, no te preocupes por eso! No pienso irme a ningún sitio.

—No, al menos no por ahora —respondió él apenado, acariciándole la oscura cabellera—. Pero no falta mucho para que se presente un hombre que te aleje de mi lado. Si es que encuentras a alguno que valga la pena —añadió riendo—. He de decir que hasta ahora has sido muy exigente.

—Bueno, no puedo aceptar a cualquiera —respondió Agnes también entre risas—. Y menos con el modelo que tengo. Así, cualquier joven se vuelve exigente.

—Bueno, bueno, bonita mía, basta de adularme —atajó August orgulloso—. Date prisa, si es que vas a venirte conmigo a la oficina. El director no puede llegar tarde.

Pese a sus palabras de apremio, Agnes tardó casi una hora en estar lista para salir, pues el cabello y la vestimenta exigían mucho trabajo. Sin embargo, cuando Agnes por fin hubo terminado, August sólo pudo admitir que el resultado era excelente. Con media hora de retraso, llegaron por fin a la oficina.

—Disculpen mi tardanza —dijo August recorriendo la sala con la mirada, que fue posando en los tres hombres que lo aguardaban—. Pero espero que me perdonen en cuanto conozcan la razón de mi demora —añadió señalando con la mano a Agnes, que entraba justo detrás de él.

Llevaba un vestido rojo ceñido que resaltaba su estrecha cintura. Pese a que muchas jóvenes se habían dejado llevar por la moda de los años veinte sacrificando su cabello bajo la hoja de las tijeras, Agnes había sido lo bastante sensata como para conservar su generosa y negra melena, que ahora llevaba recogida en un moño en la nuca. Sabía bien cómo sacarle partido a su porte. El espejo de su casa se lo confirmaba siempre y ella lo utilizó al máximo en aquel momento cuando, al detenerse ante los tres señores, se quitó los guantes y les estrechó la mano uno tras otro.

Con gran satisfacción, constató que aquello surtía efecto. Allí estaban sentados uno junto a otro, con una expresión bobalicona de pez boquiabierto, y los dos primeros le retuvieron la mano un poco, sólo un poco más de lo normal. Con el tercero… fue otra cosa. Llena de asombro, Agnes comprobó que le saltaba el corazón en el pecho. Aquel hombre grande y tosco apenas la miró y le estrechó la mano sólo un instante. Las manos de los otros dos le resultaron blandas, casi femeninas; las del otro, en cambio, eran distintas. Sintió las callosidades que le rasparon la palma de la mano y sus dedos eran largos y fuertes. Por un segundo consideró la posibilidad de no soltarlo, pero se controló y le hizo un gesto comedido con la cabeza. Sus ojos, que no se cruzaron con los de ella más que un instante, eran castaños, de lo que dedujo que por sus venas corría sangre valona.

Después de saludar, se apresuró a sentarse en un rincón con las manos en las rodillas. Vio que su padre dudaba, pues habría preferido que se quedara fuera, pero ella adoptó la expresión más dulce de la que fue capaz y lo miró suplicante. Como de costumbre, su padre la complació. Asintió sin decir nada, indicándole que podía quedarse, y ella decidió, para variar, guardar silencio cual ratón de iglesia para no correr el riesgo de que la mandasen salir como a una mocosa. No querría sufrir tal agravio ante aquel hombre.

En condiciones normales, después de una hora de silenciosa participación habría estado moribunda de aburrimiento, pero no fue así en esta ocasión. Aquella hora pasó sin sentir y cuando termino la reunión, Agnes estaba segura: quería a aquel hombre más que ninguna otra cosa en el mundo.

Y ella solía conseguir lo que quería.

—¿No deberíamos visitar a Niclas? —preguntó Asta con voz suplicante, aunque sin advertir el menor indicio de compasión en el rostro pétreo de su marido.

—¡Ya te he dicho que su nombre no debe volver a mencionarse en esta casa! —masculló Arne con la mirada fría, como de granito, fija en lo que había al otro lado de la ventana de la cocina.

—Pero después de lo que le ha pasado a la niña…

—Castigo de Dios. ¿No te dije que ya lo recibiría algún día? Nada, él es el único culpable. Si me hubiera hecho caso, esto no habría sucedido jamás. A la gente temerosa de Dios no le ocurren estas desgracias. ¡Y ya está bien de hablar de él! —dijo aporreando la mesa con el puño.

Asta suspiró para sus adentros. Claro que ella respetaba a su marido y cierto que él sabía lo que se hacía, pero en este caso se preguntaba si no estaría equivocado. El corazón le decía que no podía ser compatible con la voluntad de Dios que no acudiesen al lado de su hijo ahora que había recibido un golpe tan duro. Claro que ella no había conocido a la pequeña, pero aún así era su carne y su sangre, y los niños pertenecían al reino de Dios, según la Biblia. Naturalmente, aquello no eran más que cosas de una pobre mujer. Arne, que era hombre, era el que sabía. Así había sido siempre, y como en tantas otras ocasiones, se guardó sus ideas y se levantó a quitar la mesa.

Habían pasado demasiados años desde la última vez que vio a su hijo. Sí, a veces se encontraban por ahí, era inevitable ahora que se había mudado a Fjällbacka, pero se cuidaba mucho de pararse a hablar con él. Su hijo sí lo había intentado alguna vez, pero ella apartaba la mirada y se apresuraba a seguir su camino, tal y como le habían dicho que hiciera. Aunque nunca había bajado la vista con la suficiente rapidez como para evitar ver el dolor en sus ojos.

Por otro lado, la Biblia decía «honrarás a tu padre y a tu madre», y lo que sucedió aquel día ya muy lejano era, a su entender, un incumplimiento del mandato de Dios. Y por esa razón no podía abrirle su corazón.

Observó a Arne sentado a la mesa. Pese a que ambos pasaban ya de los setenta, él se mantenía erguido como un pino y con el cabello oscuro tan espeso como siempre, aunque algo encanecido. Vaya, desde luego las muchachas lo perseguían cuando eran jóvenes, pero Arne nunca había tenido ese tipo de inclinaciones, por así decirlo. Ella no tenía más de dieciocho años cuando se casaron y, por lo que sabía, jamás había mirado a otra mujer. Cierto que tampoco en casa había mostrado mucho interés por lo carnal, pero su madre siempre le dijo que ese aspecto del matrimonio formaba parte del deber de una mujer y no era una fuente de alegría, de modo que Asta se consideró afortunada de no abrigar mayores esperanzas en ese terreno.

En cualquier caso, tuvieron un hijo. Un niño hermoso, fuerte, rubio, el vivo retrato de su madre, pero muy poco parecido a su padre. Tal vez por eso resultó tan mal. Si hubiera sido más como su padre, tal vez Arne habría cultivado una relación más estrecha con el pequeño. Pero no sucedió así. El niño fue de su madre desde el primer momento y ella lo amó tanto como pudo. Pero no fue suficiente, pues, cuando llegó la hora de la verdad, el día en que se vio obligada a elegir entre el hijo y su padre, ella lo traicionó. Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? Una esposa debe apoyar siempre a su marido, era algo que había aprendido de niña. Aunque a veces, en momentos de flaqueza, cuando apagaba la luz y se quedaba tumbada en la cama pensando, la asaltaban las cavilaciones y se preguntaba cómo podía parecer tan erróneo algo que le habían enseñado como bueno desde siempre. Por eso la tranquilizaba tanto que Arne supiese siempre cómo debían ser las cosas. Él le había explicado muchas veces que el sentido común de las mujeres no era de fiar y que por eso se había asignado al hombre el cometido de guiarla. Y eso le infundía seguridad. Su padre se parecía mucho a Arne, de modo que el único mundo que ella conocía era aquel en el que los hombres decidían. Y es que su Arne era muy sensato. Eso decían todos. Incluso el nuevo pastor había hablado de él en términos laudatorios no hacía tanto. Dijo que Arne era el sacristán más cumplidor con el que había tenido la suerte de trabajar y que Dios podía estar satisfecho de tener siervos como él. El propio Arne se lo había contado, henchido de orgullo, en cuanto volvió a casa. Claro que por algo llevaba veinte años siendo sacristán de Fjällbacka. Bueno, sin contar los años nefastos en que les asignaron como pastor a aquella mujer. Por nada del mundo querría Asta volver a vivir aquello. Gracias a Dios que la pastora terminó por comprender que nadie allí deseaba su presencia y se marchó cediendo el puesto a un pastor de verdad. ¡Lo que el pobre Arne pasó durante aquella época! Por primera vez en sus cincuenta años de casados, lo vio llorar. La idea de ver a una mujer en el pulpito de su amada iglesia casi lo destrozó. Aunque también decía que confiaba en que Dios expulsara de su templo a los mercaderes. Y también en aquella ocasión lo asistió la razón.

Asta sólo deseaba que hallase espacio en su corazón para perdonar a su hijo por lo ocurrido. Hasta entonces, ella no podría vivir un solo día de felicidad. Sin embargo, era consciente de que si no era capaz de perdonar a su hijo ahora, después de aquella desgracia, no había la menor esperanza de reconciliación.

Si al menos hubiera podido conocer a la pequeña. Ahora ya era demasiado tarde.

Habían transcurrido dos días desde que encontraron a Sara y el ambiente que había reinado aquel primer día remitió inexorablemente, pues se vieron obligados a resolver las tareas cotidianas que no dejaban de existir sólo porque hubiese muerto una niña.

Patrik estaba escribiendo las últimas líneas de un informe sobre un caso de agresión cuando sonó el teléfono. Vio en la pantalla de quién era la llamada y descolgó suspirando. Mejor sería acabar con ello lo antes posible. Oyó la familiar voz del forense Tord Pedersen y se saludaron como de costumbre antes de entrar en materia. La primera señal de que el mensaje no contenía la información que esperaba fue la arruga que se formó en su frente. Unos minutos más tarde, su ceño se acentuó más aún y, una vez que supo cuanto el forense tenía que transmitirle, colgó el auricular con tal ímpetu que rebotó en la base del teléfono. Se tomó unos segundos para calmarse mientras las ideas campaban veloces por su mente. Al cabo de un rato tomo el bloc donde había ido escribiendo mientras hablaba por teléfono y se dirigió al despacho de Martin. En realidad, antes que al de ningún compañero, debería haber ido al de Bertil Mellberg, el jefe de la comisaría, pero necesitaba discutir la información que acababa de recibir con alguien que le inspirase confianza. Por desgracia, su jefe no pertenecía a esa categoría y, de entre sus colegas, sólo Martin encajaba en aquel exclusivo grupo.

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