Las hijas del frío (37 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Ernst alzó la vista de sus zapatos y le dedicó a Patrik una mirada llena de rencor, pese a ser consciente de que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

—Simplemente, no me pareció verosímil. Quiero decir que yo conozco al tipo y no me pareció que fuese propio de él. Pensé que los polis de Gotemburgo habrían cometido algún error y que, si informaba de ello, un inocente sufriría las consecuencias. Ya sabes cómo son estas cosas —dijo airado—. Luego, si volvieran a llamar diciendo «perdón, nos equivocamos, así que olvidad aquel nombre que os dimos», ya no serviría de nada, el tipo estaría perdido y su prestigio arruinado en el pueblo. Así que pensé que era mejor esperar un poco y ver qué pasaba.

—¡Esperar un poco y ver qué pasaba! —Patrik estaba tan fuera de sí que tuvo que obligarse a articular para no tartamudear.

—Sí, claro. Admite que es absurdo. Es un personaje conocido por su trabajo con los jóvenes. Y hace muchas cosas buenas, por si no lo sabes.

—¡Me importa un rábano lo que haga por los jóvenes! Si los colegas de Gotemburgo llaman para decirnos que su nombre ha aparecido en un caso de pornografía infantil, hemos de comprobarlo. Es nuestro trabajo, ¡joder! Y si sois amigos a muerte…

—No somos amigos a muerte —masculló Ernst.

—… o sólo conocidos o lo que coño sea, eso carece de importancia, ¿lo entiendes? ¡Tú no puedes ponerte a valorar lo que es digno de investigación según conozcas o no al implicado!

—Después de tantos años como llevo en la profesión…

Ernst no pudo terminar la frase, pues Patrik lo interrumpió.

—¡Después de tantos años como llevas en la profesión, deberías saber hacer bien las cosas! ¿Y ni siquiera pensaste en decir nada cuando su nombre apareció relacionado con una investigación de asesinato? ¿No debería ser ésa una buena razón para informarnos? ¿Eh?

Ernst volvió a estudiar sus zapatos sin molestarse en intentar responder siquiera. Patrik lanzó un suspiro y se sentó. Cruzó las manos y, muy serio, se puso a escrutar el rostro de Ernst.

—En fin, ya no podemos hacer mucho por remediarlo. Tenemos todos los datos de Gotemburgo y vamos a llamarlo a interrogatorio. Además, tenemos una orden de registro. Ya puedes ir rogando para que no se haya enterado y no haya ocultado el material. Y, por cierto, Mellberg está informado y estoy seguro de que querrá intercambiar unas palabras contigo.

Ernst se levantó sin decir una palabra. Era consciente de que, a buen seguro, aquélla era la peor metedura de pata de toda su carrera lo que, en su caso, no era poco…

—Mamá, si una promete guardar un secreto, ¿cuánto tiempo tiene que guardarlo?

—No sé —respondió Veronika—. En realidad, los secretos no deben contarse nunca, ¿no?

—Mmmm —repuso Frida pensativa mientras describía círculos con la cuchara en el yogur.

—No juegues así con la comida —la reprendió Veronika, que limpiaba irritada la encimera de la cocina.

De pronto se detuvo y se volvió hacia su hija.

—Pero ¿por qué lo preguntas?

—No sé —respondió Frida encogiéndose de hombros.

—Claro que lo sabes. Venga, cuéntamelo. ¿Por qué lo preguntas?

Veronika se sentó en una de las sillas, junto a su hija, y la observó pensativa.

—Si los secretos no deben contarse en absoluto, tampoco puedo decirte nada, ¿no? Pero…

—Pero ¿qué?, dime —la animó Veronika persuasiva.

—Si la persona a la que le has prometido guardar el secreto ha muerto, ¿hay que mantener la promesa de todos modos? Porque imagínate que lo dices y la persona que está muerta vuelve y se enfada muchísimo.

—Hija, ¿fue Sara quien te pidió que le guardases un secreto?

Frida seguía describiendo círculos en el cuenco de yogur.

—Ya hemos hablado de eso antes y, créeme, yo lo siento muchísimo, pero Sara no volverá. Sara está en el cielo y allí se quedará para siempre, siempre.

—¿Para siempre, siempre, por toda la eternidad? ¿Mil millones de millones de años?

—Sí, mil millones de millones de años. Y en cuanto al secreto, estoy segura de que Sara no se enfadaría si sólo me lo cuentas a mí.

—¿Estás segura? —Frida miró preocupada el cielo gris que se veía por la ventana.

—Completamente segura —respondió Veronika al tiempo que posaba su mano sobre el brazo de Frida para transmitirle tranquilidad.

Tras unos minutos de silencio durante los que se dedicó a sopesar las palabras de su madre, Frida dijo aún algo insegura:

—Sara estaba muerta de miedo. Un hombre malo la había asustado.

—¿Un hombre malo? ¿Cuándo?

Veronika aguardaba expectante la respuesta de su hija.

—El día antes de que se fuese al cielo.

—¿Estás segura de que fue entonces?

Indignada al ver que cuestionaban su certeza, Frida frunció el ceño y respondió:

—Pues claro que estoy segura. Yo me sé los días de la semana. No soy ningún bebé.

—No, no, desde luego que no, tú eres una niña mayor; claro que sabes qué día era —se apresuró a confirmar Veronika para calmarla.

Con mucho tiento, intentó sonsacarle más información. Frida seguía enfurruñada por la falta de confianza de que había dado muestra su madre, pero la tentación de compartir con ella el secreto era demasiado fuerte.

—Sara dijo que el hombre era muy espantoso, que vino a hablar con ella mientras jugaba cerca del agua y que era malo.

—¿Te dijo por qué era malo?

—Mmmm —formuló Frida por toda respuesta, como considerando que así contestaba a la pregunta de su madre. Veronika insistió paciente.

—¿Y qué te dijo Sara? ¿Por qué el hombre era malo?

—La cogía del brazo muy fuerte y le hacía daño. Así. —Frida se lo mostró a su madre agarrando su brazo izquierdo con el derecho violentamente—. Y, además, le decía cosas muy feas.

—¿Qué cosas feas?

—Sara no lo entendía todo, pero a mí me dijo que sabía que eran cosas feas. Algo sobre fruta de Gavie  o algo así.

—¿Fruta de Gavie? —repitió Veronika con una interrogación pintada en el rostro.

—Sí, ya te he dicho que era muy raro y que Sara no lo entendía. Pero era malo, eso me lo dijo ella. Y no le hablaba normal, sino a gritos. Muy alto. Y a Sara le dolían los oídos.

Frida subrayó sus palabras tapándose los suyos con ambas manos. Veronika se las retiró muy despacio y le dijo:

—¿Sabes? Yo creo que esto no puede seguir siendo un secreto que sólo me cuentes a mí.

—Pero si me has dicho que…

Frida estaba indignada y su mirada se perdió por el cielo gris con renovada inquietud.

—Sí, ya sé lo que te he dicho, pero, ¿sabes?, yo creo que Sara querría que le contases ese secreto a la policía.

—¿Por qué? —preguntó Frida aún con el miedo en la mirada.

—Porque cuando alguien muere y se va al cielo, la policía quiere saber los secretos de esa persona. Y esas personas suelen querer que la policía los conozca. Precisamente su trabajo consiste en averiguarlo todo.

—¿Tienen que conocer todos los secretos? —preguntó Frida llena de admiración—. ¿Tengo que hablarles de aquella vez que no me quise comer el bocadillo y lo escondí en el sofá?

Veronika no pudo por menos de sonreír.

—No, no creo que deban conocer ese secreto.

—Claro, porque estoy viva. Pero si me muriera, ¿tendrías que contárselo?

Aquella pregunta borró la sonrisa del rostro de Veronika. Meneó la cabeza con vehemencia, consciente de que la conversación había tomado un rumbo demasiado desagradable. En voz baja y mientras acariciaba la melena rubia de su hija, le dijo:

—Eso es algo en lo que no tienes que pensar, porque tú no vas a morir.

—¿Y cómo lo sabes, mamá? —preguntó Frida llena de curiosidad.

—Lo sé y basta.

Veronika se levantó bruscamente y, con el corazón tan encogido que le costaba respirar, fue al pasillo. Sin darse la vuelta para que su hija no la viese llorar, le gritó en un tono de innecesaria rudeza:

—Ponte el abrigo. Nos vamos a hablar con la policía ahora mismo.

Frida obedeció. Pero mientras se dirigían al coche, se encogió inconscientemente bajo el pesado cielo gris. Esperaba que su madre tuviese razón. Esperaba que Sara no se enfadase con ella.

Capítulo 20

Fjällbacka, 1928

Anders vistió a los pequeños y empezó a peinarlos con gran cariño. Era domingo y pensaba salir con ellos a dar un paseo y a disfrutar del sol. No era fácil vestirlos, pues no paraban de saltar eufóricos ante la idea de salir con su padre, pero por fin estaban listos. Agnes no respondió cuando le dijeron adiós y a Anders se le rompía el corazón al ver la decepción en los ojos de los niños cuando miraban a su madre. Aunque ella no lo comprendiese, ellos la querían. Y añoraban su olor y la sensación de sus abrazos. Él no quería ni imaginarse que Agnes lo sabía y se lo negaba a sus hijos voluntariamente, aunque la idea le rondaba la cabeza a menudo. Ahora que los niños ya tenían cuatro años, no podía por menos de constatar que había algo antinatural en la manera en que su esposa se comportaba con ellos. En un principio creyó que se debía a la dura experiencia del parto, pero pasaban los años y ella no parecía capaz de estrechar los lazos con sus hijos.

Él, por su parte, se sentía como un hombre rico cuando bajaba la cuesta agarrándolos de sus manitas. Aún eran tan pequeños que preferían ir saltando que caminando, y a veces se veía obligado a seguirlos medio corriendo para alcanzarlos, pese a que él era mucho más alto. La gente sonreía y lo saludaba tocándose el sombrero cuando los veía por la calle principal. Sabía que constituían un espectáculo singular: él, tan alto y tan robusto, vestido con su mejor traje de domingo, y los niños, tan bien vestidos como pudiesen soñar los hijos de un picapedrero y con sus dos cabelleras rubias e idénticas, del mismo color que la de su padre. Incluso habían heredado el castaño de sus ojos. Todo el mundo le decía lo mucho que se le parecían los dos, algo que lo llenaba de orgullo. A veces se permitía un suspiro de alivio al constatar que no parecían haber heredado demasiado de su madre, ni en el físico ni en el carácter. Con los años, Anders había advertido en ella una crueldad que, de todo corazón, esperaba no heredasen los niños.

Al pasar delante de la tienda de ultramarinos, apremiaba el paso y procuraba no mirar. Claro que se veía obligado a ir allí de vez en cuando para comprar lo que necesitaba, pero puesto que ya habían llegado a sus oídos las habladurías de la gente, intentaba limitar las visitas al tendero en la medida de lo posible. Si hubiese dudado de la veracidad de lo que contaban las chismosas del pueblo, habría podido entrar en el establecimiento con la cabeza bien alta. Pero lo peor era que ni por un instante se le ocurrió ponerlo en duda. Y, de haber sido así, la sonrisa descarada y la altanería del tendero habrían resultado suficientes para convencerlo. A veces se preguntaba cuánto más tendría que aguantar y sabía que, si no fuese por los niños, se habría marchado hacía ya mucho tiempo. Por ellos debía renunciar a abandonar a Agnes y hallar otra salida. Y, de hecho, creía haberla encontrado. Anders tenía un plan. Prepararlo le había exigido un año de duro trabajo, pero ya estaba cerca de conseguirlo. Sólo faltaban algunas piezas por encajar y entonces podría empezar otra vez con su familia, ofrecerle una nueva oportunidad y tal vez darle a Agnes un poco más de aquello que tanto añoraba, de modo que el negro rencor que crecía en su pecho desapareciese por fin. Ya le parecía ver cómo sería su nueva vida. Él, Agnes y los chicos unidos en una existencia que les ofreciese mucho más de lo que tenían.

Apretó fuertemente las manitas de los pequeños y les sonrió cuando los dos echaron sus cabecitas hacia atrás, llenos de curiosidad, para poder verle la cara.

—¿Papá, nos compras un caramelo? —inquirió Johan con la esperanza de que el evidente buen humor de su padre obrase en su beneficio ante tal pregunta.

Y acertó, pues Anders asintió tras reflexionar un segundo y ambos empezaron a saltar de entusiasmo. Comprar los caramelos suponía una visita al tendero, pero pensó que valdría la pena. Pronto se vería libre de todo aquello.

Gösta se refugiaba en su despacho. Desde que salió a la luz la metedura de pata de Ernst, el ambiente se había vuelto algo tenso, por así decirlo. Verdad era que el colega llevaba años haciendo de las suyas, pero en esta ocasión había sobrepasado todos los límites de lo razonable y se había apartado demasiado del proceder de un policía en la ejecución de su trabajo. Y por primera vez, Gösta estaba convencido de que Ernst se arriesgaba a que lo despidieran a causa de su error. Ni siquiera Mellberg podría cubrirle las espaldas después de aquello.

Presa del desaliento, se puso a mirar por la ventana. Aquélla era la época del año que más le desagradaba. Le resultaba incluso más insoportable que el invierno. En efecto, aún tenía frescos en la memoria los resultados de cada partido de golf del verano y era capaz de recitarlos uno por uno. Hacia el invierno, por lo menos, el olvido se apiadaba de él y empezaba a preguntarse si de verdad había dado aquel golpe perfecto o si sólo se trataba de un sueño.

El timbre del teléfono lo interrumpió.

—Gösta Flygare —respondió.

—Hola, soy Annika. Oye, tengo a Pedersen al teléfono. Quería hablar con Patrik, pero él está ilocalizable por ahora. ¿Puedes atenderlo tú?

—Sí, claro, pásamelo.

Gösta aguardó unos segundos hasta que oyó el clic de la línea y, acto seguido, la voz del forense.

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