Las hijas del frío (2 page)

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Authors: Camilla Läckberg

El resultado fue que en aquel momento, a la edad de diecinueve años, era una joven consentida y muchos de los amigos que había tenido a lo largo de los años se atreverían a decir de ella sin miramientos que tenía un punto de maldad. Por lo general eran las chicas las que solían dejarse caer con semejante aserto. Los chicos, según había notado Agnes, no veían más allá de su bello rostro, sus grandes ojos y la larga y abundante melena que siempre movió a su padre a darle cuanto pedía.

La casa de Strömstad era una de las más fastuosas. Estaba en la cima de la colina, con vistas al mar, y la compraron en parte con la herencia de la fortuna de su madre y en parte con el dinero que su padre había ganado en el negocio de la piedra. Estuvo a punto de perderlo todo en una ocasión, durante la huelga de 1914, cuando los picapedreros se alzaron como un solo hombre contra las grandes compañías. Pero se restauró el orden y, después de la guerra, los negocios volvieron a florecer y la cantera de Krokstrand, a las afueras de Strömstad, trabajaba al máximo para poder hacer sus entregas, ante todo, a Francia.

A Agnes no le interesaba mucho de dónde salía el dinero. Había nacido rica y siempre había vivido como tal, y si el dinero era heredado o ganado con esfuerzo la traía sin cuidado, siempre que le permitiese comprar joyas y vestidos bonitos. No todo el mundo lo veía así y ella lo sabía. Sus abuelos acogieron con horror el día en que su hija se caso con el padre de Agnes. Era un nuevo rico de familia pobre, de esos que no encajaban bien en grandes eventos, sino a los que se veían obligados a invitar en la mayor sencillez, con la sola asistencia de los más próximos a la familia. E incluso aquellas reuniones resultaban vergonzosas. Los humildes no sabían cómo comportarse en finos salones y la conversación resultaba lamentablemente pobre. Los abuelos jamás lograron comprender qué vio su madre en August Stjernkvist, o en Persson, que era su apellido real. Ellos no se dejaron engañar por su intento de ascender en el escalafón social mediante un simple cambio de apellido. Sin embargo estaban felices con su nieta y, desde que su hija había muerto de forma tan repentina en el parto, competían con su padre por mimarla.

—Querida, me voy a la oficina.

Agnes se volvió cuando su padre entro en la habitación. Llevaba un rato tocando el gran piano que había frente a la ventana, más que nada porque sabía que aquella postura ponía de relieve su buen porte. No tenía especial talento para la música, pese a las costosas clases de piano que recibió desde pequeña, apenas era capaz de leer las notas que tenía en la partitura.

—Papá, ¿has pensado en lo del vestido que te enseñé el otro día? —le preguntó con mirada suplicante. Comprobó que su padre se debatía entre el deseo de decirle que no y su incapacidad para ello.

—Bonita mía, si te acabo de traer uno de Oslo.

—Ya, pero esta forrado, papá. No querrás que vaya a la fiesta del sábado con un vestido forrado con el calor que hace, ¿verdad?

Agnes frunció el entrecejo, disgustada, a la espera de su reacción. Si, contra todo pronóstico, su padre oponía más resistencia, recurriría al temblor de labios y, si eso tampoco resultaba, las lágrimas solían ganar la partida. En cualquier caso, aquella mañana su padre parecía cansado y no creyó que fuese necesario. Como de costumbre, acertó.

—Bueno, venga, baja a la tienda y encárgalo. Pero que sepas que a tu viejo padre le saldrán canas un día con tus caprichos —le contestó meneando la cabeza, aunque no pudo evitar una sonrisa cuando ella se le acercó dando saltitos para darle un beso en la mejilla—. Anda, vuelve a sentarte y practica tus escalas. Puede que te pidan que toques algo el sábado, así que mejor será que te prepares.

Encantada y obediente, Agnes se sentó de nuevo en la banqueta del piano y se puso a tocar. Se lo imaginaba perfectamente. Las miradas de todos quedarían prendadas de ella frente al piano, luciendo su nuevo vestido rojo al resplandor vacilante de la luz de las velas.

Por fin empezaba a ceder la migraña. La cinta de hierro que le atenazaba la frente se aflojaba poco a poco y ya se veía capaz de abrir los ojos. En el piso de arriba reinaba el silencio. Perfecto. Charlotte se dio la vuelta en la cama y cerró los ojos, disfrutando al sentir que el dolor daba paso a una relajada sensación en todo el cuerpo.

Después de descansar un rato, se sentó despacio en el borde de la cama y se masajeó las sienes. Aún las tenía un poco doloridas después de la crisis y sabía por experiencia que le duraría un par de horas.

Albin estaría durmiendo la siesta arriba, de modo que podía esperar sin remordimientos antes de levantarse. Bien sabía Dios que necesitaba todo el descanso a su alcance. El creciente estrés de los últimos meses había aumentado la frecuencia de las migrañas, que le absorbían las últimas reservas de energía.

Decidió llamar a su hermana de desgracias para ver cómo estaba. Aunque ella se sentía muy estresada en aquellos momentos, no podía dejar de preocuparse por el estado de Erica. No hacía mucho que se conocían; empezaron a charlar después de toparse varias veces en la calle cuando iban a pasear con los carritos. Erica con Maja y Charlotte con su hijo Albin, de ocho meses. Después de constatar que vivían a un tiro de piedra la una de la otra, se vieron prácticamente a diario, pero Charlotte se sentía cada vez más preocupada por su nueva amiga. Cierto que no la había conocido antes de que tuviese hijos, pero su intuición le decía que la apatía y el abatimiento que ahora sufría casi siempre no le eran propios. Charlotte llegó incluso a abordar discretamente el tema de la depresión posparto con Patrik, pero él rechazó la idea aduciendo que todo se debía al esfuerzo por adaptarse a la nueva situación y que todo se arreglaría en cuanto se iniciara en las nuevas rutinas.

Echó mano del teléfono que tenía en la mesilla y marcó el número de Erica.

—Hola, soy Charlotte.

Erica sonaba adormilada y lánguida, y Charlotte no pudo evitar preocuparse. Algo andaba mal. Muy, muy mal.

Después de unos minutos, Erica empezó a hablar algo más animada. También a Charlotte le resultaba muy agradable charlar un rato y posponer unos minutos lo inevitable: subir al piso de arriba y encontrarse con la realidad que la aguardaba.

Como si hubiese intuido lo que sentía, Erica le preguntó cómo iba la búsqueda de vivienda.

—Despacio. Demasiado despacio. Niclas está siempre trabajando, o al menos eso me parece a mí, y nunca tiene tiempo de ir a mirar. Además, tampoco hay mucho entre lo que elegir ahora, de modo que tendremos que quedarnos aquí una temporada más —respondió dejando escapar un largo suspiro.

—Ya verás cómo se arregla.

Erica intentaba consolarla, pero Charlotte no confiaba mucho en su pronóstico. Ella, Niclas y los niños ya llevaban seis meses viviendo en casa de su madre y de Stig, y, tal y como estaban las cosas, se quedarían allí otros seis meses. Charlotte no estaba segura de poder soportarlo. Más llevadero era para Niclas, que trabajaba largas jornadas en el centro médico, de la mañana a la noche, pero para ella, que se pasaba todo el día encerrada en casa con los niños, era insufrible.

En teoría, todo sonó muy bien cuando Niclas lo propuso. Había una vacante de médico de distrito en Fjällbacka y, después de cinco años en Uddevalla, se sentían animados a cambiar de aires. Además, Albin venía de camino como un último intento por salvar su matrimonio, y pensaron que por qué no dar un giro a su vida y empezar de nuevo. Cuanto más hablaba Niclas del asunto, mejor le parecía. Y lo de contar fácilmente con la canguro ahora que iban a tener dos hijos también resultaba bastante atractivo. Sin embargo, la realidad no tardó en imponerse. A Charlotte no le llevó más de unos días recordar exactamente por qué se había marchado de casa con tanta urgencia. Por otro lado, algunas cosas habían cambiado, tal y como ellos esperaban; pero de eso no podía hablar con Erica por más que quisiera, sino que debía mantenerlo en secreto pues, de lo contrario, destrozaría a toda su familia.

La voz de Erica interrumpió sus pensamientos.

—¿Y cómo van las cosas con tu madre? ¿Consigue sacarte de quicio?

—Y que lo digas. Todo lo hago mal. Soy demasiado estricta con los niños, soy demasiado blanda con los niños, les pongo demasiada ropa o muy poca, los alimento poco o los inflo demasiado, estoy demasiado gorda, soy demasiado dejada. Una lista interminable que me tiene hasta la coronilla.

—¿Y Niclas?

—Ah, no, Niclas es perfecto a ojos de mi madre. Se pasa el día aleteando a su alrededor, mimándolo y compadeciéndolo por tener una esposa tan poca cosa. Por lo que a ella se refiere, Niclas lo hace todo bien.

—¿Pero él no se da cuenta de cómo te trata?

—Si él no está nunca en casa, ya te digo. Y, además, ella se porta mejor delante de él… ¿Sabes lo que me dijo ayer cuando se me ocurrió quejarme? «Por favor, Charlotte, ¿no podrías comportarte un poco?» ¡Comportarme! ¿Te das cuenta? Si me esmero un poco más, me aniquilaré del todo. Me enfadé tanto que no le he vuelto a hablar desde entonces. Así que ahora estará en el trabajo compadeciéndose a sí mismo por tener una mujer tan poco razonable. No es de extrañar que esta mañana me despertase con la migraña del siglo.

Un ruido en el piso de arriba la obligó a levantarse sin querer.

—Oye, creo que tengo que ir a encargarme de Albin. De lo contrario, mi madre empezará a soltar su rollo de mártir… Pero me pasaré esta tarde con unos dulces para el café. Me he dedicado a hablar de lo mío y ni siquiera te he preguntado cómo estás tú. Nos vemos luego.

Colgó, se peinó un poco, respiró hondo y subió las escaleras.

No era esto lo que ella esperaba. No era esto lo que esperaba en absoluto. Se había tragado montañas de libros sobre lo de tener hijos y ser padres, pero ninguno la había preparado para la realidad a la que ahora se enfrentaba. Y a decir verdad, sentía que todo lo escrito sobre el tema era más bien parte de un complot. Los autores hablaban de las hormonas de la felicidad y de cómo una flotaba sobre una nube rosa al tener a su hijo en los brazos y, por supuesto, sentía un amor absolutamente subversivo por aquella pequeña criatura nada más verla. Claro que en algún aparte mencionaban la posibilidad de que la nueva madre se sintiera algo más cansada que antes, pero hasta esa circunstancia venía envuelta en un romántico halo y se presentaba como parte del maravilloso paquete que era la maternidad.

«¡Mentira podrida!», era la sincera opinión de Erica después de dos meses ejerciendo de madre. Engaños, propaganda y, simplemente, un absurdo. En toda su vida se había sentido tan cansada, irritada, frustrada y desgastada como desde que nació Maja. Y tampoco experimentó ese amor inmenso cuando le pusieron en el regazo aquel bulto rojizo, chillón y, para ser sincera, bastante feo. Aunque los sentimientos maternos empezaron a surgir poco a poco y sin esfuerzo, tenía la sensación de que un extraño había invadido el hogar que compartían ella y Patrik, y había momentos en que lamentaba haber tomado la decisión de tener hijos. Estaban tan a gusto solos, pero se rindieron al egoísmo humano y al deseo de ver reproducida la excelencia de sus genes, lo que cambió su vida de golpe y la redujo a ella a una máquina de producir leche con servicio de veinticuatro horas.

Cómo podía ser tan glotona una criatura tan pequeña era algo que sobrepasaba su entendimiento. Siempre andaba colgada de los pechos de Erica que, cargados de leche, parecían tener vida propia. Su físico en general no era para tirar cohetes. Cuando llegó a casa del hospital, aún parecía estar embarazada y los kilos no desaparecían con la rapidez que habría deseado. Su único consuelo era que también Patrik había engordado durante el embarazo y comía como una lima, de modo que ahora él tenía, como ella, unos kilos más en la barriga.

Por fortuna, los dolores habían desaparecido casi por completo, pero se sentía sudorosa, fofa y deplorable a todas horas. Sus piernas llevaban varios meses sin ver una cuchilla y necesitaba desesperadamente ir a cortarse el pelo y ponerse unos reflejos que cubriesen el tono grisáceo de su, por lo general, rubia y larga melena. Los ojos de Erica brillaron soñadores hasta que la realidad vino a empañarlos ¿Cómo demonios iba a hacer tal cosa? ¡Oh, cuánto envidiaba a Patrik! Al menos él podía disfrutar del mundo real, del mundo de los adultos, durante ocho horas al día. Ella, en cambio, últimamente no gozaba más que de la compañía de Ricki Lake y Oprah Winfrey haciendo zapping con el control remoto mientras Maja chupaba, chupaba y chupaba sin cesar.

Patrik le aseguraba que preferiría estar en casa con ella y con Maja antes que acudir al trabajo, pero sus ojos le decían a Erica que en realidad sentía un gran alivio al poder huir de su pequeño mundo por unas horas. Y lo comprendía. Al mismo tiempo, aquello hacía crecer en ella una sensación de amargura ¿Por qué iba a tirar sola de una carga tan pesada consecuencia de una decisión común y que debería ser un proyecto común? ¿No debería él soportar tanto peso como ella misma?

Así, todos los días controlaba la hora a la que le había dicho que volvería a casa. Con que se retrasara sólo cinco minutos, hervía de irritación y, si sobrepasaba ese tiempo, Patrik podía contar con una buena bronca. En cuanto entraba por la puerta, le soltaba a Maja en los brazos y su llegada a casa coincidía con una de las escasas interrupciones de los pases de la niña colgada del pecho, así que Erica caía rendida en la cama y se ponía unos tapones en los oídos para no tener que oír el llanto durante un rato.

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