Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Erica lanzó un suspiro con el teléfono aún en la mano. Era desastroso. De todos modos, los ratos de charla con Charlotte suponían siempre un bienvenido paréntesis en medio de tanto aburrimiento. Como madre de dos hijos, ella constituía un fuerte apoyo y siempre sabía tranquilizarla. Y por vergonzoso que fuese, también le resultaba un consuelo oírle contar sus desdichas en lugar de concentrarse en las propias.
Claro que en su vida había otras fuentes de preocupación: su hermana Anna. Desde que Maja nació, sólo había hablado con ella en contadas ocasiones y tenía la sensación de que algo andaba mal. La notaba apagada y distante cuando hablaban por teléfono, pero Anna le aseguraba que todo iba bien. Y Erica estaba tan inmersa en su propia niebla que no tenía fuerzas para sonsacar a su hermana. Pero estaba convencida de que algo no marchaba.
Desechó tan lúgubres pensamientos y cambió de pecho a Maja, que emitió una leve protesta. Con gesto abatido, cogió el control remoto y cambió al canal en el que no tardaría en empezar Glamour. Lo único que le hacía ilusión aquella tarde era el café con Charlotte.
Removía la sopa con energía. En aquella casa, ella tenía que hacerlo todo. Cocinar, limpiar y cuidar de los niños. Por lo menos Albin al fin se había dormido. Su semblante se dulcificó al pensar en el nieto. Era una criatura adorable; apenas se la oía. No como su hermana, desde luego. En su frente se perfiló una arruga y removió con renovada determinación, hasta el punto de que la sopa salpicó fuera de la olla, cayó en los fogones, chisporroteó y se quemó.
Lilian ya había preparado una bandeja con un vaso, un plato hondo y una cuchara. Retiró la olla del fuego con cuidado y volcó el caldo en el plato. Aspiró el aroma del humo y sonrió satisfecha. Sopa de pollo, era la favorita de Stig. Esperaba que comiese con apetito.
Con mucho cuidado, subió las escaleras haciendo equilibrio con la bandeja y abrió la puerta con el codo. Aquel eterno subir y bajar escaleras, pensó irritada. Un día se caería y se rompería una pierna, entonces se darían cuenta de lo difícil que era prescindir de ella, que era la que lo hacía todo, como una esclava. En aquel momento, por ejemplo, Charlotte estaba en el piso de abajo haciendo el vago, con la débil excusa de su migraña. Así que migraña. Si alguien tenía migraña allí era ella. Sencillamente, no comprendía cómo aguantaba. Niclas todo el día trabajando sin parar en el centro médico y haciendo cuanto podía por mantener a la familia para luego llegar a casa, al piso de abajo, donde parecía que hubiesen dejado caer una bomba. Que estuviesen allí temporalmente no significaba que no hubiese que tener las cosas limpias y ordenadas. Y además Charlotte tenía el descaro de pedirle a su marido que le ayudase con los niños al llegar a casa, cuando lo que debía hacer era dejarlo descansar ante el televisor tras una larga jornada laboral y mantener a los niños apartados en la medida de lo posible. No era de extrañar que la niña mayor fuese tan imposible; claro, cuando veía la falta de respeto con que su madre trataba a su padre, no podía ser de otra manera.
Subió con paso decidido el último tramo de escaleras hasta el piso de arriba y entró en el cuarto de invitados con la bandeja. Allí había instalado a Stig cuando se puso enfermo, pues resultaba imposible tenerlo en el dormitorio quejándose y lamentándose toda la noche. Para poder cuidarlo como debía, ella tenía que procurar dormir bien.
—¿Querido? —dijo empujando la puerta despacio—. Ya está bien de dormir, aquí te traigo un poco de sopa. Tu favorita, sopa de pollo.
Stig respondió con una débil sonrisa
—Ahora no tengo hambre, quizá más tarde —le respondió agotado.
Ella le ayudó a incorporarse un poco en la cama y se sentó en el borde, a su lado. Le fue dando de comer como si se tratase de un niño, limpiándole de vez en cuando las gotas de la boca.
—¿Ves? ¿A que no está nada mal? Yo sé exactamente lo que necesitas, cariño, y, si te alimentas bien, no tardarás en recuperarte.
Una vez más, Stig respondió con la misma sonrisa indiferente. Lilian le ayudó a acostarse de nuevo y le tapó las piernas con la manta.
—¿Y el médico?
—Pero, querido, ¿lo has olvidado? Ahora el médico es Niclas; tenemos al doctor en casa. Seguro que esta noche viene a verte. Además, me dijo que iba a revisar de nuevo tu diagnóstico y a consultarlo con algún colega de Uddevalla, así que pronto estará todo arreglado, ya verás.
Con un último y expeditivo tirón de la manta, Lilian arropó a su paciente, tomó la bandeja con el plato vacío y se encaminó a la escalera. Iba meneando la cabeza ahora, además, se veía obligada a hacer de enfermera, encima de todo lo demás que ya tenía a su cargo.
Unos golpecitos en la puerta anunciaron una visita y se apresuró a bajar.
La mano cayó pesadamente sobre la puerta. A su alrededor, el viento arreciaba a velocidad sorprendente hasta cobrar la fuerza de un vendaval. Sobre ellos caían finas gotas como de lluvia, aunque no venían de arriba, sino por detrás; era una delgada capa de agua que el viento racheado había azotado a tierra desde el mar. Todo se había vuelto gris a su alrededor. El cielo tenía un claro tono plomizo veteado de nubes más oscuras, y el color parduzco del mar, que poco tenía que ver con el azul resplandeciente del verano, aparecía ahora salpicado aquí y allá de blancos rizos de espuma. «Ocas blancas nadando por el mar», solía decir la madre de Patrik.
Les abrieron la puerta y tanto Patrik como Martin respiraron hondo, intentando hallar la reserva de fuerzas que les quedase. La mujer que tenían ante sí era un palmo más baja que Patrik, muy, muy delgada, y llevaba el cabello corto y permanentado, teñido de un castaño indefinible. Tenía las cejas demasiado depiladas y las había sustituido por un par de trazos de lápiz de ojos, lo que le otorgaba un aspecto un tanto cómico. Sin embargo, la situación a la que se enfrentaban no tenía nada de cómica.
—Hola, somos de la policía. Buscamos a Charlotte Klinga.
—Es mi hija. ¿De qué se trata?
Tenía la voz demasiado chillona para resultar agradable. Erica le había hablado bastante a Patrik sobre la madre de Charlotte, de modo que comprendía lo estresante que debía de resultar estar oyéndola todo el día. Sin embargo, todas aquellas futilidades no tardarían en carecer de importancia.
—Quisiéramos que fuese a buscarla.
—Sí, claro, ¿pero qué ha pasado?
Patrik insistió.
—Queremos hablar con ella primero. ¿Nos haría el favor de …?
Unos pasos en la escalera lo interrumpieron y, un segundo después, vio asomar por la puerta el rostro familiar de Charlotte.
—¡Hombre, hola, Patrik! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo tú por aquí? —El rostro de la mujer se ensombreció de pronto—. ¿Le ha ocurrido algo a Erica? Acabo de hablar con ella y me dio la impresión de que estaba bien…
Patrik alzó la mano para tranquilizarla. Martin aguardaba en silencio detrás de él, con la vista fija en un agujero de la madera del suelo. Por lo general, amaba su profesión, pero en aquel momento maldecía el instante en que la había elegido.
—¿Podemos pasar?
—Me estás preocupando, Patrik. ¿Qué ha pasado? —Una idea la asaltó de pronto—. ¿Es Niclas? ¿Ha tenido un accidente con el coche?
—Será mejor que entremos primero.
Puesto que ni Charlotte ni su madre parecían capaces de moverse de donde estaban, Patrik tomó el mando y entró el primero en la cocina. De cerca lo seguía Martin que, distraído, notó que no se habían quitado los zapatos y seguramente iban dejando huellas de pisadas mojadas y sucias. Pero tampoco la suciedad tendría ahora mayor importancia.
Patrik les indicó a Charlotte y Lilian que se sentasen frente a ellos a la mesa de la cocina, y ellas obedecieron sin rechistar.
—Lo siento, Charlotte, pero tengo… —Patrik dudaba—. Tengo una noticia terrible que darte.
A duras penas podía hablar y sentía que se había equivocado en la forma de expresarse nada más empezar, aunque ¿había alguna manera adecuada para decir lo que tenía que decir?
—Hace una hora, un pescador de langostas encontró a una pequeña ahogada. Lo siento tanto, Charlotte, lo siento tanto…
A partir de ahí no fue capaz de continuar. Pese a que las palabras estaban en su cerebro, eran tan horrendas que se negaban a salir de su boca. Sin embargo, no fue preciso decir más.
Charlotte inspiró angustiada, emitiendo un silbido gutural. Se agarró al tablero de la mesa con ambas manos, como para mantenerse derecha, y se quedó con la mirada perdida y los ojos desorbitados, fijos en Patrik. En el silencio reinante en la cocina, aquella respiración resonó con más intensidad que un grito y Patrik tragó saliva para contener el llanto y hacer que su voz sonase firme.
—Debe de tratarse de un error. No puede ser Sara…
Lilian posaba la mirada atónita ya en Patrik, ya en Martin, pero Patrik meneó la cabeza levemente, sin decir nada.
—Lo siento —repitió—. Acabo de ver a la pequeña y no hay duda de que es Sara.
—Pero si iba a jugar a casa de Frida —dijo Lilian—. La vi dirigirse hacia allí. Tiene que ser un error. Seguro que está jugando.
Como una sonámbula, Lilian se levantó y se acercó al teléfono que había fijado a la pared. Comprobó un número en la agenda que colgaba al lado y lo marcó decidida.
—Hola, Veronika, soy Lilian. Oye, ¿está Sara ahí?
Tras escuchar un segundo, soltó el auricular, que quedó suspendido del cable, balanceándose de un lado a otro.
—Sara no ha estado allí —anunció.
Se dejó caer otra vez en la silla, mirando desesperada a los policías que tenía enfrente.
El grito resonó como nacido de la nada y tanto Patrik como Martin se sobresaltaron. Charlotte gritó sin más, sin moverse y con los ojos como ciegos. Un alarido primitivo, alto y estridente, que hacía erizarse la piel por el dolor implacable del que nacía.
Lilian se abalanzó hacia su hija intentando abrazarla, pero Charlotte la apartó bruscamente. Patrik quiso neutralizar el grito.
—Hemos intentado localizar a Niclas en el centro médico, pero no estaba allí, así que le dejamos un mensaje diciéndole que volviese a casa lo antes posible. Y el pastor está en camino.
Hablaba dirigiéndose más a Lilian que a Charlotte, que estaba fuera de todo posible contacto. Patrik comprendió que no lo habían hecho bien; debería haber pensado en ir acompañado de un médico que le administrase algún tranquilizante, pero el problema era que la niña era hija del médico de Fjällbacka y que no habían logrado dar con él. Se volvió hacia Martin.
—Llama al centro médico a ver si pueden enviar a una enfermera inmediatamente. Y que traiga tranquilizantes.
Martin hizo lo que le pedía, aliviado ante la posibilidad de salir de aquella cocina un instante. Diez minutos después entraba sin llamar Anna Lundby. Le dio a Charlotte un tranquilizante y, con ayuda de Patrik, la condujo a la sala de estar, donde la tumbó en el sofá.
—¿Y yo? ¿No me va a dar algún tranquilizante a mí también? —rogó Lilian—. Siempre he estado fatal de los nervios y algo así…
La enfermera, que parecía tener la misma edad que Lilian, resopló despectiva y se dedicó a abrigar a Charlotte con solicitud maternal, pues la mujer tiritaba destrozada en el sofá.
—Usted se las arreglará sin tranquilizantes —le espetó mientras recogía sus cosas
Patrik le preguntó a Lilian en voz baja.
—Tendríamos que hablar con la madre de la amiga con la que Sara iba a jugar. ¿Cuál es su casa?
—La de al lado, de color azul —respondió Lilian sin mirarlo a los ojos.
Cuando, unos minutos después, el pastor llamó a la puerta, Patrik pensó que él y Martin no podían hacer nada más. Se marcharon del hogar que habían dejado sumido en el dolor con su noticia y se sentaron en el coche, sin arrancarlo enseguida.
—¡Joder! —exclamó Martin
—Sí, joder —convino Patrik
Kaj Wiberg miraba por la ventana de la cocina que daba a la entrada de los Florin.
—¿Qué se le habrá ocurrido ahora a esa mujer? —preguntó irritado.
—¿Qué pasa? —le gritó Monica, su esposa, desde la sala de estar.
El hombre se volvió a medias hacia donde estaba su mujer y le contestó:
—Hay un coche de policía aparcado ante la puerta de los Florin. Me apuesto lo que quieras a que algún jaleo se traen. Esa mujer es como un castigo.
Monica entró inquieta en la cocina.
—¿Tú crees que tiene algo que ver con nosotros? Si no hemos hecho nada.
Monica estaba peinándose su lisa melena corta, pero se detuvo con el peine a medio camino para mirar también por la ventana Kaj resopló.
—Pues explícaselo a ella. Bueno, espera y verás que el juzgado me da la razón en lo del balcón, entonces se quedará con un palmo de narices. Sólo deseo que le cueste bien caro derribarlo.
—Ya, pero, Kaj, ¿tú crees que lo hemos hecho bien? Quiero decir que, en realidad, sólo sobresale unos centímetros sobre nuestro césped y la verdad es que no molesta en absoluto. Y ahora que el pobre Stig está enfermo y todo.
—Sí, claro, enfermo, sí, sí. Yo también habría caído enfermo si me hubiera visto obligado a vivir con esa bruja. Y las cosas como son: si construyen un balcón que se mete en nuestra propiedad, tendrán que pagar por ello o derribar el maldito balcón. Ellos nos obligaron a talar el árbol, ¿no? Nuestro precioso abedul, que acabó hecho leña sólo porque Lilian Florin se empeñó en que le tapaba parte de las vistas al mar ¿O no fue así? ¿Acaso no tengo razón? —gritó volviéndose bruscamente hacia su mujer, indignado ante el recuerdo de todas las injusticias cometidas durante los diez años de vecinos con los Florin.
—Sí, Kaj, claro que tienes razón —respondió Monica bajando la mirada, consciente de que la retirada era la mejor defensa cuando su marido se ponía así.
Lilian Florin era para él lo que una capa roja para un toro, y era imposible hablar con Kaj de razón y sentido común cuando ella salía a relucir en la conversación. Aunque Monica no podía por menos de admitir que no era sólo culpa de Kaj que hubiesen tenido tantas disputas. Lilian no era fácil de tratar y, si los hubiera dejado en paz, jamás habrían acabado así. Sin embargo, los llevó a los tribunales por una división de parcelas que estaba lejos de ser errónea, por un sendero que cruzaba su jardín por la parte trasera de la casa, por un pequeño cobertizo que, según ella, estaba construido demasiado cerca de su propiedad y, desde luego, por el hermoso abedul que se vieron obligados a talar hacía dos años. Y todo empezó cuando comenzaron a construir la casa en la que ahora vivían. Kaj acababa de vender su empresa de material de oficina por varios millones y decidieron jubilarse anticipadamente, vender la casa de Gotemburgo y establecerse en Fjällbacka, donde siempre habían pasado los veranos. Sin embargo, no fue mucha la paz de que gozaron desde su llegada. Lilian opuso mil objeciones a las obras y organizó listas de protesta y reclamaciones para intentar impedirlas. Al no lograr detenerlas, empezó a discutir con ellos por todo lo que se le ocurría. En combinación con el temperamento irritable de Kaj, la disputa entre vecinos fue aumentando más allá de todo lo razonable. El balcón que habían construido los Florin era la última arma en la batalla, pero el que pareciese que los Wiberg podían ganar el juicio le proporcionaba a Kaj una ventaja que él se complacía en utilizar.