»Nadie había visto jamás el verdadero rostro de Daniel Hoffmann. Se decía que el creador de los juguetes ocupaba una sala en lo más alto de la torre y que apenas salía de allí; menos cuando se aventuraba, disfrazado, por las calles de París al anochecer y regalaba juguetes a los niños desheredados de la ciudad. A cambio, tan sólo pedía una cosa: el corazón de los muchachos, su promesa eterna de amor y obediencia. Cualquier chico del barrio le hubiese entregado su corazón sin dudado. Pero no todos escuchaban la llamada. Los rumores hablaban de cientos de diferentes disfraces que ocultaban su identidad. Había quien se aventuraba a declarar que Daniel Hoffmann jamás empleaba dos veces un mismo atavío.
»Pero volvamos a mi madre. La enfermedad a la que Nicole se refería es para mí todavía un misterio. Imagino que algunas personas, como ciertos juguetes, a veces nacen con una tara de origen. De algún modo, eso nos convierte a todos en juguetes rotos, ¿no le parece? El caso es que la dolencia que padecía mi madre se tradujo con el tiempo en una paulatina pérdida de sus capacidades mentales. Cuando el cuerpo está herido, la mente no tarda en desviarse del camino. Es ley de vida.
»Fue así como aprendí a crecer con la soledad como única compañía y a soñar con que algún día Daniel Hoffmann vendría en mi ayuda. Recuerdo que todas las noches, antes de acostarme, le pedía al ángel de la guarda que me llevase hasta él. Todas las noches. Y fue así también como, supongo que llevado de la fantasía de Hoffmann, empecé a fabricar mis propios juguetes.
»Para ello empleaba despojos que encontraba en las basuras del barrio. Y construí mi primer tren, y un castillo de tres niveles. A eso le siguió un dragón de cartón y, más adelante, una máquina de volar, mucho antes de que los aeroplanos fuesen una visión habitual en el cielo. Pero mi juguete favorito era Gabriel. Gabriel era un ángel. Un ángel maravilloso que forjé con mis propias manos para que me protegiese de la oscuridad y de los peligros del destino. Lo construí con los restos de una máquina de planchar y quincallería que conseguí de un telar abandonado, dos calles más abajo de donde vivíamos. Pero Gabriel, mi ángel de la guarda, tuvo una vida corta.
»El día en que mi madre descubrió todo mi arsenal de juguetes, Gabriel quedó condenado a muerte.
»Mi madre me llevó al sótano de la casa y allí, susurrando y sin dejar de mirar hacia todas partes, como si temiese que alguien estuviese acechando en la sombra, me contó que alguien le había estado hablando en sueños. Su confidente le había hecho la siguiente revelación: los juguetes, todos los juguetes, eran una invención del mismísimo Lucifer. Con ellos esperaba condenar las almas de los niños del mundo. Aquella misma noche, Gabriel y todos mis juguetes fueron a parar al horno de la caldera.
»Mi madre insistió en que debíamos destruirlos juntos, asegurarnos de que se reducían a cenizas. De lo contrario, la sombra de mi alma maldita, explicó ella, vendría a por mí. Cada mancha en mi conducta, cada falta, cada desobediencia, quedaba marcada en ella. Una sombra que llevaba siempre conmigo y que era un reflejo de lo malvado y desconsiderado que yo era con ella, con el mundo…
»Por aquel entonces, yo tenía siete años.
»Fue alrededor de aquella época cuando la enfermedad de mi madre se agudizó. Empezó a encerrarme en el sótano, donde, según ella, la sombra no podría encontrarme si venía a por mí. Durante esos largos encierros, apenas me atrevía a respirar, temiendo que mis suspiros llamasen la atención de la sombra, aquel malvado reflejo de mi alma débil, y me llevase directamente al infierno. Todo esto le resultará cómico, a lo peor, triste, madame Sauvelle, pero para aquel chiquillo de pocos años, era la escalofriante realidad de cada día.
»No quisiera aburrirla con detalles sórdidos de aquellos tiempos. Baste decir que, durante uno de esos encierros, mi madre perdió definitivamente el poco juicio que le quedaba y yo permanecí una semana entera atrapado en aquel sótano, solo en la oscuridad. Ya lo ha leído usted en el recorte, imagino. Una de esas historias que a las gentes de la prensa les complace colocar en la primera página de sus ediciones. Las malas noticias, especialmente si son escabrosas y espeluznantes, abren los bolsillos del público con eficacia pasmosa. A todo esto, usted se preguntará, ¿qué hace un niño encerrado durante siete días y siete noches en un sótano oscuro?
»En primer lugar, permítame decirle que, pasadas unas horas privado de luz, el ser humano pierde el sentido del tiempo. Las horas se transforman en minutos o segundos. O semanas si lo prefiere. El tiempo y la luz están estrictamente relacionados. El caso es que durante ese período de tiempo sucedió algo realmente prodigioso. Un milagro. Mi segundo milagro, si usted quiere, después de aquellos minutos en blanco al poco de nacer.
»Mis plegarias tuvieron efecto. Todas aquellas noches orando en silencio no habían sido en vano. Llámelo suerte, llámelo destino.
»Daniel Hoffmann vino a mí. A mí. De entre todos los niños de París, yo fui el elegido aquella noche para recibir su gracia. Todavía recuerdo aquella tímida llamada en la trampilla que daba al exterior de la calle. Yo no podía llegar hasta ella, pero sí pude contestar a la voz que me habló desde el exterior; la voz más maravillosa y bondadosa que he oído jamás. Una voz que desvanecía la oscuridad y que fundía el miedo de un pobre niño asustado como el sol acaba con el hielo. Y, ¿sabe una cosa, Simone? Daniel Hoffmann me llamó por mi nombre.
»Y yo le abrí la puerta de mi corazón. Poco después, una luz maravillosa se hizo en el sótano y Hoffmann apareció de la nada, vistiendo un deslumbrante traje blanco. Si usted lo hubiese visto, Simone. Era un ángel, un verdadero ángel de luz. Nunca he visto a nadie que irradiase aquella aura de belleza y de paz.
»Aquella noche, Daniel Hoffmann y yo conversamos en la intimidad, como usted y yo lo estamos haciendo ahora. No hizo falta que le contase lo de Gabriel y el resto de mis juguetes; ya estaba al corriente. Hoffmann era un hombre informado, entiéndalo. También estaba al tanto de las historias que mi madre me había relatado acerca de la sombra. Lo sabía todo al respecto. Aliviado, le confesé que esa sombra me tenía realmente aterrorizado. No puede imaginar la compasión, la comprensión que emanaba aquel hombre. Escuchó pacientemente el relato de cuanto me sucedía, y podía sentir que se hacía partícipe de mi dolor, de mi angustia. Y, especialmente, comprendía cuál era el mayor de mis temores, la peor de mis pesadillas: la sombra. Mi propia sombra, aquel espíritu maligno que me seguía a todas partes y que cargaba con todo lo malo que había en mí…
»Fue Daniel Hoffmann quien me explicó lo que debía hacer. Hasta entonces yo era un pobre ignorante, compréndalo. ¿Qué sabía yo de sombras? ¿Qué sabía yo de aquellos misteriosos espíritus que visitaban a la gente en sus sueños y les hablaban del futuro y del pasado? Nada.
»Pero él sí sabía. Él lo sabía todo. Y estaba dispuesto a ayudarme.
»Aquella noche, Daniel Hoffmann me reveló el futuro. Me dijo que yo estaba destinado a sucederlo al frente de su imperio. Me explicó que todos sus conocimientos, todo su arte sería mío algún día, y que el mundo de pobreza que me rodeaba se desvanecería para siempre. Puso en mis manos un porvenir que jamás me hubiera atrevido a soñar. Un futuro. Yo no sabía lo que eso era. Y él me lo brindó. Tan sólo debía hacer una cosa a cambio. Una pequeña promesa insignificante: debía entregarle mi corazón. Sólo a él y a nadie más que a él.
»El fabricante de juguetes me preguntó si comprendía lo que eso significaba. Respondí que sí, sin dudarlo un instante. Por supuesto que podía contar con mi corazón. Él era la única persona que se había portado bien conmigo. La única persona a la que le había importado. Me dijo que, si lo deseaba, muy pronto saldría de allí, que nunca más volvería a ver aquella casa ni aquel lugar, ni siquiera a mi madre. Y, lo más importante, me dijo que no debería preocuparme nunca más por la sombra. Si hacía lo que él me pedía, el futuro se abriría frente a mí, limpio y luminoso.
»Me preguntó si confiaba en él. Asentí. En aquel momento, extrajo un pequeño frasco de cristal, parecido al que usted emplearía para contener perfume. Sonriendo, lo destapó y mis ojos asistieron a una visión sobrecogedora. Mi sombra, mi reflejo en la pared, se tornó una mancha danzante. Una nube de oscuridad que fue absorbida por el frasco, capturada para siempre en su interior. Daniel Hoffmann cerró entonces el frasco y me lo tendió. El cristal estaba frío como el hielo.
»Me explicó entonces que, desde aquel momento, mi corazón ya le pertenecía y que pronto, muy pronto, todos mis problemas se desvanecerían. Si no faltaba a mi juramento. Le dije que jamás podría hacer una cosa así. Me sonrió cariñosamente de nuevo y me entregó un obsequio. Un caleidoscopio. Me pidió que cerrase los ojos y pensase con todas mis fuerzas en lo que más deseaba en el universo. Mientras lo hacía, se arrodilló frente a mí y me besó en la frente. Cuando abrí los ojos, ya no estaba allí.
»Una semana después, la policía, alertada por un anónimo informante que los puso al corriente de lo que sucedía en mi casa, me rescató de aquel agujero. Mi madre había muerto…
»De camino a la comisaría, las calles se inundaron de coches de bomberos. El fuego podía olerse en el aire. Los policías que me custodiaban se desviaron de la ruta y entonces pude verlo: alzándose en el horizonte, la fábrica de Daniel Hoffmann ardía en uno de los incendios más pavorosos que ha visto la historia de París. Las gentes que jamás habían reparado en ella observaban la catedral de fuego. Todos recordaron entonces el nombre de aquel personaje que había sembrado de sueños su infancia: Daniel Hoffmann. El palacio del emperador ardía…
»Las llamas y la pira de humo negro se alzaron hacia el cielo durante tres días y tres noches, como si el averno hubiese abierto sus puertas en el negro corazón de la ciudad. Yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos. Días después, cuando sólo quedaban cenizas para dar testimonio del impresionante edificio que se había alzado allí, los periódicos publicaron la noticia.
»Con el tiempo, las autoridades encontraron a un pariente de mi madre que se hizo cargo de mi custodia, y me trasladé a vivir con su familia en Cap d'Antibes. Allí crecí y me eduqué. Una vida normal. Feliz. Tal y como Daniel Hoffmann me había prometido. Incluso me permití inventar una variante de mi pasado para contármela a mí mismo: la historia que le narré.
»El día en que cumplí los dieciocho años recibí una carta. El matasellos era de ocho años antes, de la oficina postal de Montparnasse. En ella, mi viejo amigo me anunciaba que la firma de notarios de un tal monsieur Gilbert Travant, en Fontainebleau, tenía en su poder las escrituras de una residencia en la costa de Normandía que pasaba a ser legalmente de mi propiedad al cumplir la mayoría de edad. La nota, en pergamino, venía firmada con una «D».
»Tardé varios años en tomar posesión de Cravenmoore. Para entonces yo ya era un prometedor ingeniero. Mis diseños de juguetes sobrepasaban cualquier proyecto conocido hasta la fecha. Pronto comprendí que había llegado el momento de crear mi propia fábrica. En Cravenmoore. Todo estaba sucediendo tal y como se me había anunciado. Todo, hasta que sucedió el accidente. Ocurrió en la Porte de Saint Michel, un 13 de febrero. Ella se llamaba Alexandra Alma Maltisse y era la criatura más bella que jamás había visto.
»Durante todos aquellos años, había conservado conmigo aquel frasco que Daniel Hoffmann me había entregado en el sótano de la rue des Gobelins aquella noche. Su tacto seguía siendo tan frío como entonces. Seis meses después, traicioné mi promesa a Daniel Hoffmann y entregué mi corazón a aquella joven. Me casé con ella. Fue el día más feliz de mi vida. La noche antes de la boda, que habría de celebrarse en Cravenmoore, tomé el frasco que contenía mi sombra y me dirigí a los acantilados del cabo. Desde allí, condenándola para siempre al olvido, la lancé a las oscuras aguas.
»Por supuesto, rompí mi promesa…
El sol había iniciado ya su declive sobre la bahía cuando Ismael e Irene avistaron entre los árboles la fachada posterior de la Casa del Cabo. El agotamiento que ambos arrastraban parecía haberse retirado discretamente a algún lugar no muy lejano, a la espera de un momento más oportuno para emprender su regreso. Ismael había oído hablar de ese fenómeno, una suerte de soplo que experimentaban algunos atletas una vez rebasado el límite de su propia capacidad de cansancio. Pasado ese punto, el cuerpo seguía adelante sin muestras de fatiga. Hasta que la máquina paraba, claro está. Una vez el esfuerzo acababa, el castigo caía de una sola vez. Un préstamo de los músculos, por así decirlo.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Irene, advirtiendo el semblante meditabundo del chico.
—En que tengo hambre.
—Y yo. ¿No es raro?
—Al contrario. Nada como un buen susto para abrir el apetito… —se permitió bromear Ismael.
La Casa del Cabo estaba en calma y no había signo aparente de presencia alguna. Dos guirnaldas de ropa seca, suspendida en los tendederos, ondeaban al viento. Ismael captó una visión fugaz de lo que a todas luces parecía ropa interior de Irene por el rabillo del ojo. Su mente pasó a considerar el aspecto que tendría su compañera enfundada en semejantes atavíos.
—¿Estás bien? —inquirió ella.
El muchacho tragó saliva, pero asintió.
—Cansado y hambriento, eso es todo.
Irene le dirigió una sonrisa enigmática. Por un segundo, Ismael consideró la posibilidad de que todas las mujeres fuesen, secretamente, capaces de leer el pensamiento. Mejor no perderse en semejantes consideraciones con el estómago vacío.
La joven trató de abrir la puerta trasera de la casa, pero al parecer alguien había echado el cerrojo por dentro. La sonrisa de Irene se tornó en una mueca de extrañeza.
—¿Mamá? ¿Dorian? —llamó mientras se retiraba unos pasos y examinaba las ventanas del piso superior.
—Probemos por delante —dijo Ismael.
Ella la siguió, rodeando la casa hasta el porche.
Una alfombra de cristales rotos afloró a sus pies. Ambos se detuvieron y la visión de la puerta destrozada y todas las ventanas astilladas se desplegó ante ellos. A simple vista, parecía que una explosión de gas hubiese arrancado la puerta de los goznes al tiempo que escupía una tormenta de cristal hacia el exterior. Irene trató de frenar la oleada de frío que le ascendía desde el estómago. En vano. Dirigió una mirada aterrorizada a Ismael y se dispuso a entrar en la casa. Él la retuvo, en silencio.