Simone se alzó temblando de la silla y retrocedió paso a paso hasta que su espalda topó con la pared de la habitación. No podía seguir escuchando una sola palabra de los labios de aquel hombre, de aquel… enfermo. Sólo una cosa la mantenía en pie y le impedía rendirse al pánico que le inspiraba aquella figura enmascarada una vez escuchado su relato: la ira.
—Amiga mía, no, no… No cometa ese error… ¿No comprende qué es lo que sucede? Cuando usted y su familia llegaron aquí, no pude evitar que mi corazón se fijase en usted. No lo hice conscientemente. Ni siquiera me di cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde. Traté de apagar ese hechizo construyendo una máquina a su imagen y semejanza…
—¿Qué?
—Creí… Al poco tiempo de que su presencia volviese a dar vida a esta casa, la sombra que había permanecido veinte años de nuevo dormida en aquel frasco maldito despertó de su limbo. No tardó en encontrar una víctima propicia para liberarla de nuevo…
—Hannah… —murmuró Simone.
—Sé lo que ahora debe de sentir y pensar, créame. Pero no hay escapatoria posible. He hecho cuanto he podido… Debe creerme…
La máscara se incorporó y caminó hacia ella.
—¡No se acerque ni un paso más! —estalló Simone.
Lazarus se detuvo.
—No quiero hacerle daño, Simone. Soy su amigo. No me dé la espalda.
Ella sintió una oleada de odio que nacía en lo más profundo de su espíritu.
—Usted asesinó a Hannah…
—Simone…
—¿Dónde están mis hijos?
—Ellos han elegido su propio destino…
Un puñal de hielo le desgarró el alma.
—¿Qué… qué ha hecho con ellos?
Lazarus alzó las manos enguantadas.
—Han muerto…
Antes de que Lazarus pudiese finalizar sus palabras, Simone dejó escapar un alarido de furia y, asiendo uno de los candelabros de la mesa, se lanzó contra el hombre que tenía enfrente. La base del candelabro se estrelló con toda su fuerza en el centro de la máscara. El rostro de porcelana se rompió en mil pedazos y el candelabro se precipitó hacia la penumbra. No había nada allí.
Simone, paralizada, concentró los ojos en la masa negra que flotaba frente a ella. La silueta se despojó de los guantes blancos, desvelando únicamente oscuridad. Sólo entonces Simone pudo advertir aquel rostro demoníaco formarse frente a ella, una nube de sombras que adquiría lentamente volumen y siseaba como una serpiente, furiosa. Un alarido infernal rasgó sus oídos, un aullido que extinguió cada una de las llamas que ardían en la habitación. Por primera y última vez, Simone oyó la verdadera voz de la sombra. Después, las garras la atraparon y la arrastraron hacia la oscuridad.
A medida que se adentraban en el bosque, Ismael e Irene advirtieron que la tenue neblina que cubría la maleza se iba transformando paulatinamente en un manto de claridad incandescente. La niebla absorbía las luces parpadeantes de Cravenmoore y las expandía en un espejismo espectral, una verdadera selva de vapor áureo. Tan pronto rebasaron el umbral del bosque, la explicación de aquel extraño fenómeno se reveló desconcertante y, de algún modo, amenazadora. Todas las luces de la mansión brillaban con gran intensidad tras los ventanales, confiriendo a la gigantesca estructura la apariencia de un buque fantasmal alzándose de las profundidades.
Los dos muchachos se detuvieron frente a las compuertas de lanzas que franqueaban el paso hasta el jardín, contemplando aquella visión hipnótica. Envuelta en aquel manto de luz, la silueta de Cravenmoore parecía todavía más siniestra que en la oscuridad. Los rostros de decenas de gárgolas afloraban ahora como centinelas de pesadilla. Pero no fue esa visión la que detuvo sus pasos. Algo más flotaba en el aire, una presencia invisible e infinitamente más escalofriante. Los sonidos de decenas, de cientos de autómatas moviéndose y desplazándose en el interior de la mansión se filtraban en el viento; la música disonante de un tiovivo y las risas mecánicas de una jauría de criaturas ocultas en aquel lugar.
Ismael e Irene escucharon paralizados la voz de Cravenmoore durante unos segundos, rastreando el origen de aquella cacofonía infernal hasta la gran puerta principal. La entrada, ahora abierta de par en par, escupía un vaho de luz dorada tras el cual las sombras palpitaban y danzaban al son de aquella melodía que helaba la sangre. Irene apretó instintivamente la mano de Ismael y el muchacho le dirigió una mirada impenetrable.
—¿Estás segura de querer entrar ahí? —preguntó él.
La silueta de una bailarina rotando sobre sí misma se recortó en una de las ventanas. Irene desvió la mirada.
—No tienes por qué venir conmigo. Al fin y al cabo, es mi madre…
—Es una oferta tentadora. No me la repitas dos veces —dijo Ismael.
—De acuerdo —asintió Irene—. Y pase lo que pase…
—Pase lo que pase.
Apartando de su mente las risas, la música, las luces y el macabro desfile de siluetas que poblaba aquel lugar, los dos muchachos enfilaron la escalinata de Cravenmoore. Tan pronto sintió el espíritu de la casa envolviéndolos, Ismael comprendió que cuanto habían visto hasta ahora no era más que el prólogo. El ángel y las demás máquinas de Lazarus no eran lo que lo asustaba. Había algo en aquella casa. Una presencia palpable y poderosa. Una presencia que destilaba odio y rabia. Y, de algún modo, Ismael supo que los estaba esperando.
Dorian golpeó una y otra vez la puerta de la gendarmería. El muchacho estaba sin aliento y sus piernas parecían a punto de derretirse. Había corrido como un poseso a través del bosque, hasta la Playa del Inglés, y después a lo largo de la interminable carretera que bordeaba la bahía hasta el pueblo, mientras el sol se ocultaba en el horizonte. No había parado ni un segundo, consciente de que, si se detenía, no volvería a dar un paso en diez años. Un solo pensamiento lo impulsaba hacia adelante: la imagen de aquella forma espectral portando a su madre hacia las tinieblas. Le bastaba recordarla para correr hasta el fin del mundo.
Cuando la puerta de la gendarmería se abrió finalmente, la oronda silueta del agente Jobart se adelantó dos pasos al frente. Los ojos diminutos del gendarme examinaron al muchacho, que parecía que fuera a desplomarse allí mismo. Dorian creyó estar observando a un rinoceronte. El gendarme ofreció una sonrisa sardónica y, hundiendo profesionalmente los pulgares en los bolsillos del uniforme, blandió su mueca de qué-horas-son-éstas-de-molestar. Dorian suspiró y trató de tragar saliva, pero no le quedaba una gota.
—¿Y bien? —escupió Jobart.
—Agua…
—Esto no es un bar, camarada Sauvelle.
La fina muestra de ironía probablemente pretendía evidenciar las envidiables dotes de reconocimiento e instinto de sabueso del paquidérmico policía. Con todo, Jobart dejó pasar al muchacho y procedió a servirle un vaso de agua de la cisterna. Dorian jamás hubiera sospechado que el agua pudiese ser tan deliciosa.
—Más.
Jobart le tendió otro vaso, esta vez ofreciéndole su mirada de Sherlock Holmes.
—De nada.
Dorian apuró hasta la última gota y se encaró al policía. Las instrucciones de Irene saltaron a su memoria, frescas y sin mácula.
—Mi madre ha tenido un accidente y está herida. Es grave. En Cravenmoore.
Jobart necesitó unos segundos para procesar tanta información.
—¿Qué tipo de accidente? —inquirió con tono de fino observador.
—¡Muévase! —estalló Dorian.
—Estoy solo. No puedo dejar el puesto.
El chico suspiró. De entre todos los cretinos que había en el planeta había ido a dar con un ejemplar de museo.
—¡Llame por radio! ¡Haga algo! ¡Ahora!
El tono y la mirada de Dorian desprendieron cierta alarma capaz de hacer que Jobart desplazase su considerable trasero hacia la radio y conectase el aparato. Por un instante se volvió a mirar al muchacho, con aire de sospecha.
—¡Llame! ¡Ya! —gritó Dorian.
Lazarus recuperó el sentido bruscamente, notando un dolor punzante en la nuca. Se llevó la mano hasta ese punto y palpó la herida abierta. Recordó vagamente el rostro de Christian en el pasillo del ala oeste. El autómata le había golpeado y lo había arrastrado hasta este lugar. Lazarus miró a su alrededor. Se encontraba en una de las habitaciones sin utilizar que poblaban Cravenmoore.
Lentamente, se incorporó y trató de poner en orden sus pensamientos. Un profundo cansancio le asaltó tan pronto se sostuvo sobre sus pies. Cerró los ojos y respiró profundamente. Al abrirlos, reparó en un pequeño espejo que pendía de una de las paredes. Se acercó a él y examinó su propio reflejo.
Luego, aproximándose hasta una diminuta ventana que daba a la fachada principal, observó cómo dos figuras cruzaban el jardín en dirección a la puerta principal.
Irene e Ismael franquearon el umbral de la puerta y penetraron en el haz de luz que emergía de las profundidades de la casa. El eco del tiovivo y el traqueteo metálico de miles de engranajes devueltos a la vida caló en ellos como un aliento helado. Cientos de diminutos mecanismos se movían en los muros. Un mundo de criaturas imposibles se agitaba en las vitrinas, en los móviles suspendidos en el aire. Resultaba imposible dirigir la vista a cualquier punto y no encontrar una de las creaciones de Lazarus en movimiento. Relojes con rostro, muñecos que caminaban como sonámbulos, rostros fantasmales que sonreían como lobos hambrientos…
—Esta vez no te separes de mí —dijo Irene.
—No pensaba hacerlo —replicó Ismael, abrumado por aquel mundo de seres que latían a su alrededor.
Apenas habían recorrido un par de metros cuando la puerta principal se cerró con fuerza a sus espaldas. Irene gritó y se aferró al chico. La silueta de un hombre gigantesco se alzó frente a ellos. Su rostro estaba cubierto por una máscara que representaba un payaso demoníaco. Dos pupilas verdes se expandieron tras la máscara. Los muchachos retrocedieron ante el avance de aquella aparición. Un cuchillo brilló en sus manos. La imagen de aquel mayordomo mecánico que les había abierto la puerta en su primera visita a Cravenmoore golpeó a Irene. Christian. Ése era su nombre. El autómata alzó el cuchillo en el aire.
—¡Christian, no! —gritó Irene—. ¡No!
El mayordomo se detuvo. El cuchillo cayó de sus manos. Ismael miró a la chica sin comprender nada. La figura, inmóvil, los observaba.
—Rápido —instó la muchacha, adentrándose en la casa.
Ismael corrió tras ella, no sin antes recoger el cuchillo que Christian había soltado. Alcanzó a Irene bajo la fuga vertical que ascendía hacia la cúpula. La joven miró alrededor y trató de orientarse.
—¿Dónde ahora? —preguntó Ismael, sin dejar de vigilar a su espalda.
Ella dudó, incapaz de optar por un camino a través del cual adentrarse en el laberinto de Cravenmoore.
Súbitamente, un golpe de aire frío los sacudió desde uno de los corredores y el sonido metálico de una voz cavernosa llegó hasta sus oídos.
—Irene… —susurró la voz.
Los nervios de la muchacha se trabaron en una red de hielo. La voz llegó de nuevo. Irene clavó los ojos en el extremo del corredor. Ismael siguió su mirada y la vio. Flotando sobre el suelo, envuelta en un manto de neblina, Simone avanzaba hacia ellos con los brazos extendidos. Un brillo diabólico bailaba en sus ojos. Unas fauces surcadas de colmillos acerados asomaron tras sus labios apergaminados.
—Mamá —gimió Irene.
—Ésa no es tu madre… —dijo Ismael, apartando a la chica de la trayectoria de aquel ser.
La luz golpeó aquel rostro y lo desveló en todo su horror. Ismael se abalanzó sobre Irene para esquivar las garras del autómata. La criatura giró sobre sí misma y se les encaró de nuevo. Tan sólo medio rostro se había completado. La otra mitad no era más que una máscara de metal.
—Es el muñeco que vimos. No es tu madre —dijo el muchacho, que trataba de arrancar a su amiga del trance en que la visión la había sumido—. Esa cosa los mueve como si fuesen marionetas…
El mecanismo que sostenía al autómata dejó escapar un chasquido. Ismael pudo ver cómo las garras viajaban hacia ellos de nuevo, a toda velocidad. El muchacho cogió a Irene y se lanzó a la fuga sin saber a ciencia cierta hacia adónde se dirigía. Corrieron tan rápidamente como se lo permitieron sus piernas a través de una galería flanqueada por puertas que se abrían a su paso y siluetas que se descolgaban del techo.
—¡Rápido! —gritó Ismael, oyendo el martilleo de los cables de suspensión a sus espaldas.
Irene se volvió a mirar atrás. Las fauces caninas de aquella monstruosa réplica de su madre se cerraron a veinte centímetros de su rostro. Las cinco agujas de sus garras se lanzaron sobre su rostro. Ismael tiró de ella y la empujó al interior de lo que parecía una gran sala en la penumbra.
La chica cayó de bruces sobre el suelo y él cerró la puerta a su espalda. Las garras del autómata se clavaron sobre la puerta, puntas de flecha letales.
—Dios mío… —suspiró—. Otra vez no…
Irene alzó la vista; su piel del color del papel.
—¿Estás bien? —le preguntó Ismael.
La muchacha asintió vagamente para luego mirar a su alrededor. Paredes de libros ascendían hacia el infinito. Miles y miles de volúmenes formaban una espiral babilónica, un laberinto de escaleras y pasadizos.
—Estamos en la biblioteca de Lazarus.
—Pues espero que tenga otra salida, porque no pienso volver a mirar ahí detrás… —dijo Ismael señalando a su espalda.
—Debe de haberla. Creo que sí, pero no sé dónde está —dijo ella, aproximándose al centro de la gran sala mientras el chico trababa la puerta con una silla.
Si aquella defensa resistía más de dos minutos, se dijo, empezaría a creer en los milagros a pies juntillas. La voz de Irene murmuró algo a su espalda. El muchacho se volvió y la vio junto a una mesa de lectura, examinando un libro de aspecto centenario.
—Hay algo aquí —dijo ella.
Un oscuro presentimiento se despertó en él.
—Deja ese libro.
—¿Por qué? —preguntó Irene, sin comprender.
—Déjalo.
La joven cerró el volumen e hizo lo que su amigo le indicaba. Las letras doradas sobre la cubierta brillaron a la lumbre de la hoguera que caldeaba la biblioteca: Doppelgänger.
Irene apenas se había alejado unos pasos del escritorio cuando sintió que una intensa vibración atravesaba la sala bajo sus pies. Las llamas de la hoguera palidecieron y algunos de los tomos en las interminables hileras de estanterías empezaron a temblar. La muchacha corrió hasta Ismael.