Las luces de septiembre (23 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

—¿Qué demonios…? —dijo él, percibiendo también aquel intenso rumor que parecía provenir de lo más profundo de la casa.

En ese momento, el libro que Irene había dejado sobre el escritorio se abrió violentamente de par en par. Las llamas de la hoguera se extinguieron, aniquiladas por un aliento gélido. Ismael rodeó a la joven con sus brazos y la apretó contra sí. Algunos libros empezaron a precipitarse al vacío desde las alturas, impulsados por manos invisibles.

—Hay alguien más aquí —susurró Irene—. Puedo sentirlo…

Las páginas del libro empezaron a volverse lentamente al viento, una tras otra. Ismael contempló las láminas del viejo volumen, que brillaban con luz propia, y advirtió por primera vez cómo las letras parecían evaporarse una a una, formando una nube de gas negro que adquiría forma sobre el libro. Aquella silueta informe fue absorbiendo palabra a palabra, frase a frase.

La forma, más densa ahora, le hizo pensar en un espectro de tinta negra suspendido en el vacío.

La nube de negrura se expandió y las formas de unas manos, unos brazos y un tronco se esculpieron de la nada. Un rostro impenetrable emergió de la sombra.

Ismael e Irene, paralizados por el terror, contemplaron electrizados aquella aparición y cómo, alrededor de ella, otras formas, otras sombras cobraban vida de entre las páginas de aquellos libros caídos. Lentamente, un ejército de sombras se desplegó ante sus ojos incrédulos. Sombras de niños, de ancianos, de damas ataviadas con extrañas galas… Todos ellos parecían espíritus atrapados, demasiado débiles para adquirir consistencia y volumen. Rostros en agonía, aletargados y desprovistos de voluntad. Al contemplarlos, Irene sintió que se encontraba frente a las almas perdidas de decenas de seres atrapados en un terrible maleficio. Los vio extender sus manos hacia ellos, suplicando ayuda, pero sus dedos se escindían en espejismos de vapor. Podía sentir el horror de su pesadilla, del sueño negro que los atenazaba.

Durante los escasos segundos que duró aquella visión, se preguntó quiénes eran y cómo habían llegado hasta allí. ¿Habían sido alguna vez incautos visitantes de aquel lugar, como ella misma? Por un instante esperó reconocer a su madre entre aquellos espíritus malditos, hijos de la noche. Pero, a un simple gesto de la sombra, sus cuerpos vaporosos se fundieron en un torbellino de oscuridad que atravesó la sala.

La sombra abrió sus fauces y absorbió todas y cada una de esas almas, arrancándoles la poca fuerza que todavía vivía en ellas. Un silencio mortal siguió a su desaparición. Luego, la sombra abrió los ojos y su mirada proyectó un halo sangrante en la tiniebla.

Irene quiso gritar, pero su voz se perdió en el estruendo brutal que sacudió Cravenmoore.

Una a una, todas las ventanas y las puertas de la casa se estaban sellando como lápidas. Ismael oyó aquel eco cavernoso recorrer los cientos de galerías de Cravenmoore, y sintió que sus esperanzas de salir de aquel lugar con vida se evaporaban en la oscuridad.

Tan sólo un resquicio de claridad trazaba una aguja de luz a través de la bóveda del techo, una cuerda floja de luz suspendida en lo alto de aquella siniestra carpa circense. La luz se grabó en la mirada de Ismael, y el muchacho, sin esperar un segundo más, asió la mano de Irene y la condujo hacia el extremo de la sala, a tientas.

—Quizá la otra salida esté ahí —susurró.

Irene siguió la trayectoria que señalaba el índice del chico. Sus ojos reconocieron el filamento de luz, que parecía emerger del orificio de una cerradura. La biblioteca estaba organizada en óvalos concéntricos recorridos por un estrecho pasillo que ascendía en espiral por la pared y hacía las veces de distribuidor a las diferentes galerías que partían de él. Simone le había hablado de ello, comentándole aquel capricho arquitectónico: si alguien seguía aquel corredor hasta el fin, llegaba casi hasta el tercer piso de la mansión. Una suerte de torre de Babel de puertas adentro, imaginó. Esta vez fue ella quien guió a Ismael hasta el corredor y, una vez en él, se apresuró a ascender.

—¿Sabes adónde vas? —preguntó el muchacho.

—Confía en mí.

Ismael corrió tras ella, sintiendo cómo el suelo ascendía lentamente bajo sus pies a medida que se adentraban en el corredor. Una fría corriente de aire le acarició la nuca e Ismael observó la espesa mancha negra que se esparcía sobre el suelo a su espalda. La sombra tenía una textura casi sólida, y sólo su contorno parecía fundirse con la oscuridad. La mancha espectral se desplazaba como una lámina de aceite, espeso y brillante.

Al cabo de unos segundos, aquel ente de negrura líquida se extendió bajo sus pies. Ismael sintió un espasmo gélido, similar al de caminar en aguas heladas.

—¡Rápido! —exclamó.

El origen de la línea de luz nacía, tal como habían supuesto, en la cerradura de una puerta que apenas se encontraba a media docena de metros de ellos. Ismael apretó el paso y consiguió rebasar el rastro de la sombra bajo sus pies por unos instantes. Las probabilidades de que aquella puerta estuviese abierta se le antojaban nulas. De poco les serviría alcanzar la puerta si ésta no conducía a ninguna parte.

Irene palpó la cerradura en la penumbra, en busca de un resorte que le permitiese abrirla. El muchacho se volvió para comprobar dónde se encontraba la sombra y sus ojos descubrieron el manto de azabache que se alzaba frente a él, una escultura de gas espeso que adquiría forma lentamente. Un rostro de alquitrán se materializó. Un rostro familiar.

Ismael creyó que sus ojos le estaban engañando y parpadeó. El rostro seguía allí. El suyo propio.

Su oscuro reflejo le sonrió malévolamente y una lengua de reptil asomó entre los labios. Instintivamente, Ismael extrajo el cuchillo que había arrebatado al autómata del vestíbulo y lo blandió frente a la sombra. La silueta escupió su gélido aliento sobre el arma y una red de escarcha y astillas de hielo ascendió desde la punta del filo hasta la empuñadura. El metal congelado le transmitió una fuerte sensación de quemazón en la palma de la mano. El frío, un frío intenso, quemaba tanto o más que el fuego.

Ismael estuvo a punto de soltar el arma, pero resistió el espasmo muscular que le agarrotó el antebrazo y trató de hundir la hoja del cuchillo en el rostro de la sombra. La lengua se desprendió de ella al contacto con el filo y cayó sobre uno de sus pies. Instantáneamente, la pequeña masa negra le rodeó el tobillo como una segunda piel y empezó a ascender lentamente. El contacto viscoso y helado de aquella materia le provocó náuseas.

En ese momento, oyó el crujido de la cerradura con la que Irene estaba forcejeando a su espalda y un túnel de luz se abrió ante ellos. La chica corrió hacia el otro lado de la puerta e Ismael la siguió, cerrando de nuevo la puerta y dejando a su perseguidor al otro lado. La porción desprendida de la sombra trepó por su muslo y adquirió la forma de una gran araña. Una punzada de dolor le sacudió la pierna. Ismael gritó e Irene trató de expulsar aquel monstruoso arácnido. La araña se volvió contra la muchacha y saltó sobre ella. Irene dejó escapar un alarido de terror.

—¡Quítamela!

Ismael, desconcertado, miró a su alrededor y descubrió cuál era la fuente de luz que los había guiado. Una hilera de velas se perdía en la penumbra, en una procesión fantasmal.

El chico agarró una de las velas y acercó la llama a la araña, que buscaba la garganta de Irene. Al simple contacto con el fuego, aquel ser profirió un siseo de rabia y dolor y se descompuso en una lluvia de gotas negras que cayeron al suelo. Ismael soltó la vela y apartó a Irene del alcance de aquellos fragmentos. Las gotas se deslizaron gelatinosamente sobre el suelo y se unieron en un solo cuerpo que reptó hasta la puerta y se filtró de vuelta al otro lado.

—El fuego. El fuego le asusta… —dijo Irene.

—Pues eso es lo que vamos a darle.

Ismael recogió la vela y la colocó al pie de la puerta mientras Irene echaba un vistazo a la estancia en la que se encontraban. El lugar parecía más una antesala semidesnuda, sin muebles, y cubierta por décadas de polvo. Probablemente, aquella cámara había servido en algún tiempo como almacén o depósito adicional a la biblioteca. Un análisis más atento, sin embargo, revelaba formas sobre el techo. Pequeñas tuberías. Irene tomó una de las velas y, alzándola sobre su cabeza, examinó la sala. El brillo de azulejos y mosaicos sobre los muros se encendió a la llama de la vela.

—¿Dónde diablos estamos? —preguntó Ismael.

—No lo sé… Parecen, parecen unas duchas…

La lumbre de la vela reveló los aspersores metálicos, redes de cientos de orificios en forma de campana que pendían de las cañerías. Las bocas estaban herrumbrosas y tramadas de una ciudadela de telarañas.

—Sea lo que sea, hace siglos que nadie las…

No había acabado de pronunciar esta frase cuando se oyó un quejido metálico, el sonido inconfundible de un grifo oxidado que giraba. Allí dentro, junto a ellos.

Irene apuntó la vela hacia la pared de azulejos y ambos vieron cómo dos llaves de paso estaban girando lentamente.

Una profunda vibración recorría los muros.

Luego, tras unos segundos de silencio, los dos muchachos pudieron rastrear aquel sonido, el sonido de algo que se arrastraba a través de las tuberías, sobre sus cabezas. Algo se estaba abriendo camino en las estrechas cañerías.

—¡Está aquí! —gritó Irene.

Él asintió, sin apartar los ojos de los aspersores.

En cuestión de segundos, una masa impenetrable empezó a filtrarse lentamente a través de los orificios. Irene e Ismael retrocedieron despacio, sin apartar la vista de la sombra que se formaba poco a poco frente a ellos, como las partículas de un reloj de arena forman una montaña al caer.

Dos ojos se dibujaron en la oscuridad. El rostro de Lazarus, afable, les sonrió. Una visión tranquilizadora, de no haber sabido antes que aquello que tenían frente a sí no era Lazarus. Irene avanzó un paso hacia él.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó, desafiante.

Una voz profunda, inhumana, se dejó oír.

—Está conmigo.

—Apártate de él —dijo Ismael.

La sombra clavó sus ojos en él y el muchacho pareció entrar en trance. Irene sacudió a su amigo y quiso apartarlo de la sombra, pero él permanecía bajo el influjo de aquella presencia, incapaz de reaccionar. La chica se interpuso entre ambos y abofeteó a Ismael, lo que consiguió arrancarlo de aquel estado. El rostro de la sombra se descompuso en una máscara de rabia, y dos largos brazos se extendieron hacia ellos. Irene empujó a Ismael hasta la pared y trató de esquivar la presa de aquellas garras.

En ese momento, una puerta se abrió en la oscuridad y un halo de luz apareció al otro lado de la estancia. La silueta de un hombre sosteniendo un farol de aceite se recortó en el umbral.

—¡Fuera de aquí! —gritó, permitiendo a Irene reconocer su voz: era Lazarus Jann, el fabricante de juguetes.

La sombra profirió un alarido de odio y una a una las llamas de las velas se extinguieron. Lazarus avanzó hacia la sombra. Su rostro parecía el de un hombre mucho mayor de lo que Irene recordaba. Sus ojos, inyectados en sangre, acusaban un terrible cansancio, los ojos de un hombre devorado por una cruel enfermedad.

—¡Fuera de aquí! —gritó de nuevo.

La sombra dejó entrever un rostro demoníaco y se transformó en una nube de gas, filtrándose entre los resquicios del suelo, hasta escapar por una grieta en los muros. Un sonido similar al del viento azotando tras las ventanas acompañó su huida.

Lazarus permaneció observando aquella grieta por espacio de varios segundos y, finalmente, dirigió su penetrante mirada hacia ellos.

—¿Qué creéis que estáis haciendo aquí? —preguntó sin ocultar su ira.

—He venido a buscar a mi madre y no me iré sin ella —declaró Irene, sosteniendo aquella mirada intensa y escrutadora sin parpadear.

—No sabes a lo que te estás enfrentando… —dijo Lazarus—. Rápido, por aquí. No tardará en volver.

Lazarus los guió al otro lado de la puerta.

—¿Qué es eso? ¿Qué es lo que hemos visto? —preguntó Ismael.

Lazarus lo observó detenidamente.

—Soy yo. Eso que has visto soy yo…

Lazarus los condujo a través de un intrincado laberinto de túneles que parecía recorrer las entrañas de Cravenmoore, a modo de estrechos conductos paralelos a galerías y corredores. El camino estaba flanqueado por numerosas puertas cerradas a ambos lados, dobles entradas a las decenas de habitaciones y salas de la mansión. El eco de sus pasos quedaba confinado a aquel angosto pasaje, y daba la sensación de que un ejército invisible los estuviese siguiendo.

El farol de Lazarus esparcía un anillo de luz ámbar sobre los muros. Ismael observó su propia sombra y la de Irene caminar junto a ellos en la pared. Lazarus no proyectaba sombra alguna. El fabricante de juguetes se detuvo frente a una puerta alta y estrecha, y extrajo una llave con la que abrió el cerrojo. Oteó el extremo del corredor por el que habían llegado hasta allí y les indicó que entrasen.

—Por aquí —dijo nerviosamente—. No volverá aquí, al menos durante unos minutos…

Ismael e Irene intercambiaron una mirada de sospecha.

—No tenéis más alternativa que confiar en mí —añadió Lazarus, advirtiéndolos.

El muchacho suspiró y se adelantó hacia el interior de la cámara. Irene y Lazarus lo siguieron y él cerró de nuevo la puerta. La luz del farol desveló un muro cubierto por multitud de fotografías y recortes. En un extremo se apreciaba una pequeña cama y un escritorio desnudo. Lazarus dejó reposar el farol sobre el suelo y observó cómo los dos muchachos examinaban todos aquellos pedazos de papel adheridos a la pared.

—Debéis abandonar Cravenmoore mientras todavía estéis a tiempo.

Irene se volvió hacia él.

—No es a vosotros a quienes quiere —añadió el fabricante de juguetes—. Es a Simone.

—¿Por qué? ¿Qué pretende hacer con ella?

Lazarus bajó la mirada.

—Quiere destruirla. Para castigarme. Y hará lo mismo con vosotros si os interponéis en su camino.

—¿Qué significa todo eso? ¿Qué pretende decirnos? —preguntó Ismael.

—Cuanto tenía que deciros os lo he dicho ya. Debéis salir de aquí. Tarde o temprano volverá, y esta vez yo no podré hacer nada por protegeros.

—Pero ¿quién volverá?

—Lo has visto con tus propios ojos.

En ese momento, un estruendo lejano se oyó en algún lugar de la casa. Aproximándose. Irene tragó saliva y miró a Ismael. Pisadas. Una tras otra, estallando como disparos, cada vez más cerca. Lazarus sonrió débilmente.

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