Las maravillas del 2000 (11 page)

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Authors: Emilio Salgari

—Y que sale del agua y sigue su carrera sin cambiar aparentemente nada, sin interrumpir su marcha ni siquiera un instante; que se vuelve vehículo después de haber sido barco y que vuelve de nuevo a barco después de haber sido vehículo con una agilidad y rapidez única —agregó Holker—. Sí, es una nave verdaderamente maravillosa.

—Yo quisiera saber cómo ocurre esta transformación —dijo Toby.

—De una manera muy simple —respondió Holker—. El barco no tiene más que una sola máquina impulsada por la electricidad, pero capaz de servir para distintos fines y productora de una fuerza capaz de aplicarse de distintos modos, por una acción siempre distinta. Sucede así que la nave, acercándose a la costa, recibe toda la fuerza motriz que se acumula en dos ruedas colocadas en la proa, ocultas dentro de dos huecos abiertos en el casco. Apenas el agua comienza a faltar, esas ruedas, mediante un mecanismo especial, bajan y se ponen en movimiento, mientras que las hélices se detienen. En la popa hay otras dos ruedas que actúan por el impulso de las anteriores de proa. He ahí la nave transformada, sin necesidad de fatigosas maniobras, en un enorme tranvía. Sube a la playa y se pone en marcha por tierra y prosigue hasta que encuentra o un canal o un lago o algún brazo del mar. Entonces las ruedas entran en sus huecos, las hélices vuelven a funcionar y he ahí al tranvía transformado otra vez en barco. ¿No es ingenioso todo esto?

—¿Hay muchas de estas naves?

—Sí, especialmente en Europa, donde existen playas bajas, como en Alemania, Dinamarca, Irlanda, Italia, etcétera.

—¿Y estos barcos conservan su velocidad también en tierra? —preguntó Brandok.

—La misma —respondió Holker—, y su fuerza locomotriz es de ciento sesenta metros por minuto.

—¡Siempre nuevos inventos, unos más maravillosos que los otros! ¡Ay, Toby!

—¿Qué tienes, James?

—¿Sabes que entre estos hielos ya no experimento esa extraña agitación que hacía saltar mis músculos?

—Yo tampoco —respondió el doctor—. Yeso se debe a que estamos lejos de las grandes ciudades. Aquí la electricidad no puede sentirse como en ellas o como en las cataratas del Niágara.

—Si no pudiéramos resistir la tensión eléctrica que tan fuertemente se siente también en las grandes ciudades europeas, podríamos refugiarnos en el Polo.

—Y también nosotros nos volveríamos anarquistas —dijo el doctor, riendo.

Mientras tanto el barco—tranvía seguía luchando vigorosamente contra los hielos para alcanzar las costas meridionales de la tierra de Baffin que se divisaban vagamente entre las brumas del horizonte.

Montañas enormes, los llamados icebergs, aparecían de cuando en cuando, flotando peligrosamente, bamboleándose entre las olas y amenazando con embestir a la pequeña nave. Ésta, con una rápida maniobra, los evitaba, lanzándose en medio de los bancos, a los que superaba impetuosamente y destrozaba con su propio peso.

Ninguna otra nave se divisaba en ese mar. Desde que las ballenas y las focas habían desaparecido, aquellas aguas se habían vuelto desiertas.

En cambio, abundaban las aves marinas, y se mostraban tan domesticadas que bajaban en buen número a la galería del barco sin inquietarse por la presencia de los marineros.

Hacia las diez de la mañana, después de un abundante desayuno ofrecido por el capitán a los pasajeros, que ya estaba incluido en el precio del pasaje, el Narval, ése era el nombre del barco, llegaba a las playas meridionales de la tierra de Baffin, precisamente a la entrada de un canal que estaba formado por dos inmensas rocas, en cuyo extremo se veía el suelo descender suavemente.

La nave, con unos pocos golpes de espolón, se abrió paso entre los hielos que ya habían cerrado la entrada del canal y después avanzó lentamente hasta que el agua empezó a disminuir.

Las cuatro ruedas habían dejado sus huecos, bajando en espera de ponerse en funcionamiento.

—Ahora va a convertirse en tranvía —dijo Holker—. La nave deja el mar por la tierra.

El Narval se había inclinado bruscamente y las ruedas anteriores se habían puesto en movimiento.

Mientras la popa seguía aún en el agua, la proa subía a tierra sin sacudidas ni esfuerzos.

Bien pronto toda la nave se encontró en tierra y partió a una velocidad de treinta y cinco o cuarenta kilómetros por hora, como si fuese un verdadero tranvía eléctrico, marchando por un camino señalado por unos palos altísimos.

Una llanura inmensa, casi lisa, cubierta de una gruesa capa de hielo y nieve, se extendía hasta perderse de vista ante los viajeros polares.

Aquella tierra, aunque desolada por los vientos y los huracanes polares, no estaba totalmente deshabitada.

De vez en cuando, luego de largos intervalos, el Narval pasaba delante de pequeñas agrupaciones de casa de hielo de forma semioval, habitadas por las últimas familias de esquimales o de inuits, milagrosamente escapadas a la muerte por hambre, después de la destrucción de las últimas ballenas y las últimas focas llevada a cabo por los ávidos pescadores norteamericanos.

Viendo avanzar el barco se apresuraban a salir de sus casas para pedir una galleta o alguna caja de carne o de caldo concentrado.

Eran iguales a los que habían vivido cien años atrás. El tronco y las piernas, cortas y gruesas, una cabeza grande con los pómulos salientes, cara larga, cabellos negros, nariz aplastada; tenían, en suma, cierto parecido con sus buenas amigas desaparecidas, las focas. Desgraciadamente para ellos, ya no se nutrían con la carne de sus amigas como un siglo atrás, no se vestían con sus calientes pieles, ni iluminaban sus casas con su grasa.

También ellos tenían pedazos de radium y, en vez de arpón con punta de hueso, llevaban buenos fusiles eléctricos, con los que se procuraban la comida diaria matando aves marinas, siempre abundantes gracias a la mala calidad de sus carnes, excesivamente aceitosas para los paladares americanos y europeos.

Habían desaparecido muchos, pero de esos pobres diablos, habitantes de los hielos eternos, se sabía, incluso desde hacía cien años, que estaban dotados de tal apetito que no titubeaban ante el pescado echado a perder ni ante las aves en plena descomposición o los intestinos de oso blanco, tampoco ante los excrementos y las sobras todavía no digeridas que retiraban del vientre de los renos muertos.

Habían perdido su proverbial alegría como consecuencia... ¡de la falta de atracones de carne de ballena! Se entendía que la destrucción de aquellos gigantescos mamíferos había modificado profundamente su temperamento.

—He aquí una raza destinada a desaparecer, como los pieles rojas —dijo Brandok, que había salido varias veces de la galería para arrojar a esos desgraciados cajas de galletas compradas en la despensa del Narval. ¿Cuántos años durarán aún?

—Pocos lustros, seguramente —respondió Holker—. No son hombres que puedan tomar parte en la gran lucha por la existencia. Desaparecidas las focas y las ballenas, ¿de qué podrían vivir? Si los viajeros que van al Polo no los ayudaran, a esta hora habrían desaparecido completamente.

—Y, sin embargo, usted me había dicho que existe una colonia polar allá.

—Esos son hombres que pertenecen a nuestra raza —respondió Holker.

—¡He ahí el egoísmo de la raza blanca!...

—Verdaderamente, no puedo decir que no tiene razón.

—Nosotros, siempre nosotros, los únicos que dominan el mundo.

—Pero es la lucha por la vida, señor Brandok.

—O mejor, la lucha de razas.

—Como quiera —respondió Holker—. Comienza a oscurecer. ¡Qué cortos son los días en las tierras polares en esta época del año! El sol ya se está poniendo y todavía no son las tres de la tarde.

—¿Cuándo tomaremos el tren polar? —preguntó Toby. —Mañana por la noche.

—Entonces podemos cenar y acostarnos. Supongo que habrá camarotes en este barco.

—Y bien calefaccionados y con una cómoda cama. La sociedad polar ferroviaria no ahorra en comodidades. Vengan, amigos.

Dejaron la galería y bajaron a un espléndido salón iluminado por cuatro grandes lámparas de radium que mantenían un calor muy placentero, y tomaron asiento a una mesa donde se veían servicios de plata, copas de cristal llenas de flores en óptimo estado de conservación, tal vez recogidas en las sierras de Quebec.

El menú de la cena era verdaderamente polar. Salmón, filetes de narval, hígado de caribú, patas de reno con berro, revuelto de hígado de morsa, helado y licores a discreción, con té y café a elección.

—Al menos aquí tenemos caza —dijo Brandok—. Un plato muy lujoso para hoy, ¿no es verdad señor Brandok?

—¡Querrá decir rarísimo incluso en las grandes ciudades! Aquí todavía hay algunos rebaños de renos y se encuentran también algunos caribúes y algunas morsas. Dentro de algunos años verán que esos animales y esos anfibios habrán desaparecido por completo.

Cenaron con mucho apetito y, hacia las cinco, mientras una espesa niebla descendía sobre las llanuras de hielo, se hicieron conducir a sus camarotes, donde encontraron mullidas camas que nada tenían que envidiarles a las de la casa del señor Holker.

IX
EL TÚNEL POLAR

Llevaban varias horas durmiendo cuando fueron bruscamente despertados por un violento choque que repercutió en todo el barco—tranvía e hizo gritar a los pasajeros.

Ya encendidas las lámparas de radium, Brandok, Holker y Toby se encontraron casi al mismo tiempo en la sala donde habían cenado y donde ya estaban reunidos los demás pasajeros.

—Señor Holker —dijo Brandok, viendo que intercambiaba algunas frases con uno de los oficiales que había bajado a la sala—, ¿qué ha ocurrido?

—Nada grave, cálmense —respondió el neoyorquino con voz tranquila—. El barco ha chocado contra un enorme bloque de hielo que cortaba el paso y que la nieve no dejaba ver.

—¿Así que no podrá seguir avanzando?

—Hasta que no vuelva a abrirse el camino. Será un retraso de un par de horas. Salgamos al túnel y vayamos a ver.

Una enorme piedra que seguramente se había desprendido de algún glaciar, habiendo alcanzado el Narval un grupo de colinitas más bien pronunciadas, había rodado hasta el camino marcado por los palos y había interrumpido bruscamente su carrera.

Toda la tripulación, munida de lámparas y de picos, ya se había puesto a trabajar para deshacerlo, ayudada por una veintena de esquimales que habían acudido rápidamente de una aldea vecina.

—Si ese bloque caía en el momento en que pasaba el barco, estábamos fritos —dijo Brandok—. Lo aplastaba como una nuez.

—Son casos más bien raros, no habiendo más que pocas colinitas en esta isla —respondió Holker—. Nunca oí hablar acerca de que uno de estos barcos haya quedado aplastado.

—¿Dónde estamos ahora?

—A doscientas millas de la estación del lago.

—Señores —dijo en ese momento el capitán que había vuelto a bordo—, tendremos para tres horas; si quieren aprovechar para visitar la aldea esquimal de los Naz—tho que se encuentra aquí cerca, no les faltará tiempo. Una visita a los habitantes del Polo siempre es interesante para un turista. Pongo a disposición de ustedes un marinero con dos lámparas.

—Aprovechemos entonces —dijo Brandok—. Yo nunca estuve en las regiones polares.

La propuesta fue inmediatamente aprobada también por los otros viajeros, y algunos minutos después el pelotón dejaba la nave, precedido por un marinero que iluminaba el camino con dos lámparas de radium.

El frío era muy intenso afuera; una niebla pesada, muy espesa, que la luz de la lámpara apenas conseguía penetrar, caía sobre las llanuras de hielo, y un fuerte viento soplaba del Polo.

—Señor Holker, ¿ya estuvo otras veces aquí? —preguntó Brandok.

—Ya he estado en el Polo dos veces.

—¿Conoce entonces a los esquimales?

—Muy bien.

—¿Qué progresos han hecho en estos años?

—Ninguno; han quedado tal y cual los encontraron los exploradores del siglo pasado. Son seres incapaces de civilizarse y por eso ellos también terminarán por desaparecer. Ya les dije que su número ha disminuido sensiblemente después de la destrucción de las ballenas y las focas.

—¿Todavía viven en iglúes? —preguntó Toby.

—Sí, tío, y el único mejoramiento que han introducido es el de haber sustituido las antiguas y humeantes lámparas de aceite por las de radium, que iluminan y calientan mejor. Ya llegamos; ¿quieren que visitemos un iglú? Entonces coraje, y tápense la nariz.

Habían llegado a una pequeña aldea que se componía de una media docena de habitaciones de forma semicircular compuestas de bloques de hielo superpuestos con un cierto orden, delante de las cuales había una pequeña cueva siempre tapada por la nieve que se acumulaba encima.

Holker estaba por introducirse en una de esas cuevas bajas y estrechas a las cuales no se puede entrar sino arrastrándose, cuando un esquimal que los había seguido lo detuvo, diciendo:

—Aga—aga—mantuk.

—¿Qué dice? —preguntó Brandok.

—Entendí —dijo Holker—: ésta es una tumba donde está muriendo tranquilamente alguno de la tribu. No perturbemos su agonía.

—¡Cómo! ¿Allí dentro hay uno que se está muriendo? —exclamó Brandok.

—Sí, y solo. La cueva ya debe haber sido obstruida.

—¿Entonces está sepultado vivo?

—No durará mucho —respondió Holker—. Si la enfermedad no lo mata pronto, el hambre se encargará de mandarlo al paraíso de los esquimales.

—Explícate mejor, sobrino mío —dijo Toby—. ¿Por qué lo han sepultado vivo?

—Porque se lo ha juzgado incurable. Aquí, cuando un hombre o una mujer son atacados por alguna enfermedad, se trata de curarlos primero con encantamientos, gritando y corriendo alrededor del iglú y poniendo junto al enfermo una piedra de dos o tres kilos, según la gravedad de la enfermedad, que cada mañana es llevada a la mujer más vieja de la tribu o al angekoc, que es una especie de brujo. Si la piedra no disminuye de peso, significa que el enfermo no tiene cura. A poca distancia le construyen otro iglú, extienden dentro algunas pieles, le llevan un cántaro de agua y una lámpara. El enfermo es trasladado a su tumba y se acuesta en su cama. Hermanos, hermanas, mujeres e hijos y parientes van a saludarlo por última vez, no deteniéndose más de lo necesario, ya que si la muerte sorprendiera al enfermo los visitantes estarían obligados a quitarse sus vestimentas y deshacerse de ellas, pérdida no despreciable en estos climas. Se tapa la cueva con bloques de hielo y dejan que la vida del enfermo se apague sola.

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