Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
Su voz se perdió entre los clamores espantosos de los combatientes.
—El capitán disparó algunos tiros de su revólver eléctrico esperando que esas detonaciones, que resultaron ser demasiado débiles, atrajeran la atención de aquellos delincuentes.
Nadie había hecho caso: probablemente ni siquiera un cañonazo hubiera conseguido impresionarlos.
—Deje que se maten —dijo Brandok—. Cuantos menos queden vivos, mejor.
—Por otra parte, nosotros no podríamos hacer nada para calmarlos —observó el capitán—. Si bajáramos, nos harían pedazos.
—Yo quisiera saber por qué razón se atacan de ese modo —dijo Holker.
—Todavía están borrachos, ¿no los ven? —respondió el capitán—. Vomitan sangre y alcohol al mismo tiempo.
—¡Terminen de una vez! —gritaba Jao mientras tanto,
lo más fuerte que podía—. ¡Basta, miserables! ¡Basta! Era tiempo perdido.
El horrendo enfrentamiento continuaba con mayor rabia entre las partes, surgido quién sabe por qué motivo.
Combatían en la plaza, en las calles, incluso dentro de las casas, entre gritos y blasfemias. De vez en cuando algunos grupos se separaban y corrían a tomar fuerzas en los pocos barriles que el piloto y Jao no habían visto y no habían sido desfondados; después, más excitados, se arrojaban con nuevo furor a la pelea.
Aquella batalla espantosa duró más de media hora, con grandes estragos para ambas partes; después, los sobrevientes, un centenar apenas, exhaustos, dejaron de pelear, refugiándose algunos en las barracas semidestruidas y otros en los rincones más oscuros de la ciudad, dejándose caer al suelo como cuerpos muertos.
—Terminó —dijo Brandok—. ¡Si vuelven a empezar la ciudad flotante se transformará en una ciudad de muertos!
—He aquí un nuevo peligro para nosotros —observó el capitán del Centauro—. ¿Quién arrojará al mar esos trescientos o cuatrocientos muertos? Con el calor que reina aquí se corromperán enseguida y estallará alguna enfermedad que terminará con los sobrevivientes.
—Y que probablemente tampoco nos respete a nosotros —dijo Toby—, a menos que encontremos algún medio para abandonar esta ciudad de muertos.
—Por ahora, señores, hay que resignarse —agregó el capitán—. No veo ninguna tierra en el horizonte.
—Al Centauro debieron construirlo cuando reinaba una mala estrella en el cielo, mi querido capitán —dijo Brandok.
—Así parece. No ha sido más que una continua sucesión de desgracias. Quién sabe, esperemos el fin de este viaje tan poco alegre. La ciudad por ahora no amenaza con hundirse, por lo tanto tenemos derecho a esperar.
Pero parecía que las esperanzas eran muy débiles, porque el huracán continuaba atacando, desbaratando el Atlántico en una extensión verdaderamente inmensa.
Pero la ciudad flotaba bien, ora elevándose, ora hundiéndose hasta la mitad de la cúpula.
A veces las olas llegaban hasta donde estaban los seis hombres, que se mantenían bien sujetos al borde del pozo por miedo de ser arrastrados.
A veces la espuma los envolvía de tal forma que no podían distinguirse unos de otros, aunque se encontraran muy cerca.
El sol había salido desde hacía algunas horas, pero sus rayos no lograban atravesar la enorme masa de vapores, de modo que en el océano reinaba una oscuridad espantosa.
A mediodía los náufragos comieron como pudieron algunos bocados; después, tras haberse asegurado con redes a los travesaños de los vidrios, trataron de dormir algunas horas bajo la guardia del piloto del Centauro.
Durante toda la noche no habían cerrado ni un solo instante los ojos, y especialmente Brandok y Toby se sentían extremadamente cansados y presa de temblores convulsivos que los inquietaban bastante.
Por la tarde un espléndido rayo de sol rompió finalmente las nubes, iluminando transversalmente las olas, dado que el astro ya estaba cerca del ocaso.
El capitán, advertido por el piloto, se había apresurado a levantarse para tratar de reconocer, al menos aproximativa mente, adónde había llevado el huracán a la ciudad flotante.
De pronto se sorprendió por la presencia de enormes masas de algas que flotaban en medio de las olas.
—Me lo temía —dijo arrugando la frente.
—¿Qué pasa? —preguntó Brandok, que había percibido su preocupación.
—Mis queridos señores, corremos el peligro de que nuestra carrera se detenga para siempre y de que quedemos prisioneros.
—¿Por qué? —preguntaron al unísino los tres norteamericanos.
—Por los sargazos. Si esta enorme caja se enreda en ese amasijo de algas, no saldrá nunca más, se los aseguro yo, a menos que otra tempestad nos libere soplando en sentido inverso.
—Pero usted, capitán, es un jettatore —dijo Brandok.
—Así parece, :pero por qué no lo es Jao o su ciudad?
—¿El viento nos lleva justamente hacia los sargazos? —observó Toby.
—Y las olas lo ayudan —respondió el capitán, que cada vez estaba más inquieto.
—Tempestad, algas, muertos y gente peligrosa bajo los pies —murmuró Brandok—. No valía la pena volver a la vida después de cien años para tener semejantes aventuras.
—¿Qué hacen sus administrados, Jao? —preguntó el capitán.
—Roncan en medio de los muertos.
—¡Todavía! Mejor para nosotros; si no volvieran a despertarse me sentiría muy contento, ya que estoy seguro de que nos darán mucho que hacer cuando finalmente abran los ojos y no encuentren más alcohol para continuar con su indecente orgía. ¡Atención! El golpe será bastante fuerte para arrojarlos al agua si no están bien sujetos.
El Atlántico, que encontraba cerrado su camino en aquella carrera furibunda, empujado poderosamente por el viento que lo impulsaba sin tregua, redoblaba su rabia, tratando de romper, en vano, aquellas interminables masas de algas, sólidamente entrelazadas por medio de un número infinito de raíces.
Las olas, no encontrando salida, se retorcían sobre sí mismas, provocando choques de una violencia indescriptible.
Inmensas cortinas de espuma vagaban sobre los sargazos, abatiéndose y rompiéndose bajo el vigoroso soplo de las ráfagas.
La ciudad flotante giraba de un modo inquietante, sumergiendo sus flancos en las olas.
Todas sus balaustradas habían sido arrancadas, pero los travesaños de acero de los cristales seguían resistiendo. ¡Ay de todos si hubieran cedido bajo el peso de las olas! Ninguno de los presos hubiera escapado a la invasión de las aguas.
Los últimos resplandores del crepúsculo estaban por desaparecer cuando la ciudad flotante, que continuaba su carrera hacia el sudoeste, se encontró en medio de las primeras algas.
—¡Ya estamos! —gritó el capitán, dominando por un instante con su voz tronante los mil fragores de la tempestad—. ¡Agárrense bien!
Una montaña líquida levantó a la ciudad, la mantuvo un momento como suspendida en el aire y luego la arrojó hacia adelante con una fuerza inaudita.
Se oyó un sonoro estruendo producido por las paredes
de acero; después la enorme masa se quedó inmóvil, mientras las olas atravesaban velozmente la cúpula dejando caer dentro del pozo torrentes de agua que se precipitaron sobre las cabezas de los borrachos como si fuera una ducha saludable.
El mar de los Sargazos, como todos saben, no es otra cosa que un inmenso amontonamiento de algas, reunidas allí por el juego directo e indirecto de las corrientes marinas y sobre todo por la gran corriente del Gulf Stream.
Tiene una superficie de cerca de 260.000 millas cuadradas, con una longitud de 1200 y un ancho que varía entre 50 y 160 millas.
Estas algas, llamadas Sargassi bacciferum, se presentan en penachos separados que tienen una longitud de treinta a ochenta centímetros y se ven esparcidos o bien aglomerados, formando unas veces hileras, otras veces verdaderos campos, a menudo tan espesos que pueden detener a los veleros que tienen la desgracia de ser arrojados dentro.
Se cree que allí debajo existe la famosa Atlántida, tan misteriosamente desaparecida con sus millones y millones de habitantes, y puede ser que esa isla sirva de fondo a aquel increíble amontonamiento de vegetales.
La ciudad flotante, arrojada en medio de las algas por el poderoso empuje de las olas, se había incrustado tan bien en ellas que casi de golpe quedó inmóvil, como si hubiese encallado en un banco de arena.
La enorme masa de acero, golpeando los sargazos con uno de sus lados, se había encastrado como una cuña gigantesca dentro de un tronco de árbol todavía más gigantesco.
Las olas, que rompían más allá de los interminables campos de algas, intentaban empujarla en vano y la asaltaban, embistiendo especialmente la cúpula, con gran disgusto de i los seis hombres, que corrían el peligro de ser arrastrados; pero no lograban moverla.
—¿Nuestro viaje llegó a su fin, capitán? —dijo Brandok, que se aferraba desesperadamente al borde del pozo.
—Parece que sí —respondió el comandante del Centauro—. Estamos peor que si hubiéramos encallado, y no sé quién podrá sacar de en medio de estas algas a esta gigantesca caja de metal. Ni siquiera una flota entera lo lograría.
—¿Estaremos entonces obligados a vivir eternamente aquí o morir de hambre?
—De hambre no, ya que los sargazos son ricos en peces, minúsculos, es verdad, pero no menos sabrosos ni menos nutritivos que los otros, y podemos pescar sin ayuda de las redes. También encontraremos grandes y voraces cangrejos que nos suministrarán platos exquisitos.
—Sin embargo yo preferiría encontrarme lejos de aquí.
—Yo también.
—¿Vendrá alguna nave a sacarnos de esta triste situación?
—Sí, es posible que algún buque volador, para acortar camino, pase sobre este mar de hierba, pero ¿cuándo?
Un ruido espantoso subió en ese momento de las profundidades de la ciudad flotante.
—Se han despertado —dijo Toby—. Señor Jao, trate, si puede, de calmar a esas furias y explicarles todo lo que pasó durante su fenomenal borrachera.
—Es un asunto serio; sería mejor para nosotros que todos ellos terminaran de matarse.
Se inclinaron todos sobre el borde del pozo y vieron debajo de ellos, reunidos en la plaza sembrada de cadáveres, a cincuenta o sesenta hombres que miraban para arriba gritando como animales feroces.
—¡El ascensor! ¡Bajen el ascensor! ¡Queremos huir!
—¡Delincuentes! —gritó Jao—. ¿Qué han hecho?
—¡Señor Jao! —gritó un hombre de estatura casi gigantesca—. Perdónenos, nos volvimos locos y no sabíamos lo que hacíamos. Todo culpa del alcohol, al que ya no estábamos habituados.
—Y se han matado, asesinos.
—¡Estábamos locos!
—Y hasta han destruido las casas y los aparejos de pesca.
—Todo por culpa del alcohol —gritó otro—. Si ese maldito capitán no lo hubiera traído, hoy no estaríamos llorando a tantos camaradas.
—¡Sí, el delincuente es él! —gritaron treinta o cuarenta voces.
—¡Y ustedes son unos ladrones! —gritó el capitán del Centauro, mostrándose a ellos.
Estalló un inmenso clamor, un clamor que parecía el rugido de cien leones reunidos.
—¡Miserable!
—¡Canalla!
—¡Nos envenenó a propósito!
—Algún gobierno infame te habrá mandado aquí para volvernos locos y después matarnos entre nosotros.
—¡Que muera! ¡Que muera!
—¡Toby —exclamó Brandok—, todavía quieren tener razón!
—Está bien —gritó Jao—. Volveremos a hablar después, cuando estén más razonables y los vapores del alcohol no entorpezcan sus cerebros.
—¡Ah! ¡El gobernador es un perro! —vociferó el gigante—. No moriré tranquilo hasta haberle arrancado la piel.
—Ven por ella —respondió Jao—. Te desafío.
—No te escaparás, te lo juro.
—¡Sí, y los otros tampoco! —gritaron a coro los demás.
—Dejemos que griten y ocupémonos de nuestras cosas —dijo el capitán—. Aquellos no podrán subir hasta donde estamos nosotros si no bajamos el ascensor, y para que no tengan ninguna esperanza lo arrojaré al mar.
Diciendo esto el comandante, antes de que los demás tuvieran tiempo de oponerse, con un empujón formidable lo lanzó hacia abajo desde la cúpula.
Las algas, que en ese lugar no eran tan densas, se abrieron y lo tragaron.
—Usted a condenado a una muerte segura a esos infelices —dijo Toby.
—¿Saben qué haría una nave si atracase aquí mañana? —preguntó el capitán.
—No.
—Sin duda haría volar esta ciudad con una buena bomba de aire líquido, junto con todos los que están en ella, muertos y vivos. ¿No es cierto, Jao?
—Así lo han decretado los gobiernos de Europa y América, para tener a raya a los desechos de la sociedad —respondió el viejo.
—Hace apenas tres meses una nave aérea, enviada por el gobierno norteamericano, hundió la ciudad submarina de Fortawa porque los quinientos confinados que la habitaban se habían rebelado, matando al capitán de una nave y a todos los pasajeros para saquear el cargamento.
—Ésas son leyes inhumanas —dijo Brandok.
—La sociedad quiere vivir y trabajar tranquilamente —respondió el capitán—. Tanto peor para los delincuentes. ¡Bah! Dejemos estos temas tan poco interesantes y comamos, ya que ahora el océano nos da una tregua.
—Yo no podré comer tranquilo sabiendo que debajo de mí hay quizás cien personas que comienzan a sufrir hambre.
—No les faltarán los víveres por varios días —dijo Jao—. Y si después siguen mis consejos nos desharemos de los cadáveres para que no estalle alguna terrible epidemia que sería fatal también para nosotros, dado el calor espantoso que reina en esta región, y les permitiremos venir a respirar una bocanada de aire. ¿Qué me dice, capitán?
—Yo dejaría que revienten —respondió el comandante del Centauro.
—No, eso sería inhumano —dijeron Toby y Holker.
—Estoy convencido de que terminarán por calmarse —observó Brandok—. Cuando los cadáveres comiencen a corromperse estarán obligados a rendirse.
—Vayamos en busca de nuestra comida —repitió el capitán—. No nos conviene consumir nuestro pescado seco: más tarde podríamos lamentarlo. Bajemos a los sargazos, señores; los peces, los cangrejos grandes y chicos, como les dije, abundan entre estas algas.
Se deslizaron a lo largo de los vidrios de las cúpulas, aferrándose con una mano a los travesaños de metal, y bajaron al campo de los sargazos, tan espesos en esa zona que podían sostener muy bien a un hombre.