Las maravillas del 2000 (16 page)

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Authors: Emilio Salgari

Cuando recibieron una respuesta negativa invitaron a los viajeros a subir a la isla y visitar sus habitaciones y la maquinaria destinada a transmitir a Inglaterra la fuerza producida por las gigantescas ruedas.

La minúscula isla estaba escrupulosamente limpia. Había pequeñas calles flanqueadas por cajas de hierro llenas de tierra en las que maduraban coliflores, zapallos, zanahorias y otros vegetales comestibles, y donde terminaban de secarse, colgados de cuerdas, grandes pescados recogidos en la corriente.

—¿Cómo están? —preguntó Brandok a uno de los guardianes que les servía de guía.

—Muy bien, señor.

—¿No se aburren en este aislamiento?

—Para nada, señor. Siempre hay algo que hacer aquí, y además nos dedicamos a la caza y a la pesca, ya que vienen aquí numerosos pájaros marinos que nos suministran unos asados excelentes. Además, todos los meses el gobierno inglés nos manda una nave para proveernos de víveres y de todo lo que necesitamos. Como si eso fuera poco, todos los años tenemos un mes de vacaciones, que pasamos en nuestra patria. ¿Qué más podemos desear?

—¿Y las tempestades?

—¡Oh!, nos reímos de ellas; no turban para nada nuestros sueños.

Los tres amigos se quedaron algunas horas en la gran isla flotante y vaciaron algunas botellas con los guardianes; después, hacia las cuatro de la tarde, el Centauro reemprendió su carrera hacia las costas de Europa para desembarcar al bandido en la ciudad submarina de Escarios.

XIV
LA CIUDAD SUBMARINA

El Centauro avanzaba sin ninguna dificultad, como un verdadero piróscafo, flotando magníficamente en el océano, que seguía calmo después del último ciclón.

Por cierto, no podía competir con los verdaderos transatlánticos, dotados de una velocidad extraordinaria, pero no tenía nada que envidiarles a los de un siglo antes, a los que hubiera podido vencer en la carrera.

Brandok y Toby se divertían inmensamente con ese viaje marítimo. Paseaban horas y horas en la galería, donde se encontraba un pequeño puente de metal que iba de proa a popa; respirando a todo pulmón la salobre brisa marina, fumaban excelentes cigarros que les regalaba el capitán y, sobre todo, hacían honor a las comidas, porque los dos tenían un apetito envidiable. Y se encontraban mucho mejor porque ya no experimentaban esos extraños malestares y esos sobresaltos nerviosos que los habían inquietado un poco cuando pasaban sobre las grandes ciudades norteamericanas y sobre las gigantescas turbinas de las cataratas del Niágara.

Holker no los dejaba un minuto, discutiendo animadamente sobre futuros y extraordinarios proyectos que estaban estudiando los científicos del 2000, dándoles explicaciones acerca de mil cosas que todavía no habían podido ver la raíz de la rapidez con que efectuaban el viaje.

—Señor Holker —dijo Brandok después de una comida mientras tomaban café en el puente de la galería—, ¿cómo encontraremos Europa? ¿Como hace un siglo, o ha habido cambios políticos en los distintos Estados?

—Sí, ha habido muchos cambios, y eso para mantener la paz entre los distintos pueblos, eliminando de esa forma las guerras para siempre —respondió el sobrino de Toby.

—¿Qué sucedió con la gran Inglaterra?

—Hoy es una pequeña Inglaterra, pero siempre rica y muy industriosa.

—¿Por qué dice pequeña?

—Porque ya ha perdido todas las colonias, separadas poco a poco de la madre patria. Canadá es un Estado independiente; también Australia. África meridional ya no tiene nada en común con Inglaterra. Incluso la India forma ahora un Estado aparte.

—¿Así que el gran imperio colonial?... —preguntó Toby.

—Sí, ha quedado completamente desmembrado —respondió Holker.

—¿Sin guerras?

—Todas las colonias se habían unido en una liga para declararse independientes el mismo día, y a Inglaterra no le quedó otra posibilidad que resignarse a perderlas.

—Ya en nuestros días el imperio comenzaba a quebrantarse —dijo Brandok—. ¿Y Rusia?

—Perdió la Siberia, que también se volvió independiente, con un rey que pertenece a la familia rusa. Austria perdió sus archiducados alemanes y Hungría, que volvió a con

quistar su independencia, ahora ocupa la Turquía europea.

—¿Y los archiducados?

—Fueron asimilados por Alemania, mientras que Istria y el Trentino fueron restituidos a Italia junto con las viejas colonias venecianas de Dalmacia.

—¿Así que Italia?...

—Hoy es la más poderosa de las naciones latinas, habiendo recuperado también Malta, Niza y la isla de Córcega.

—¿Y Turquía?

—Ha sido definitivamente arrojada al Asia Menor y a Arabia, y no ha conservado en Europa más que Constantinopla, ciudad que era ambicionada por demasiadas naciones, y que podía volverse una causa peligrosa de discordia permanente. ¡Ah! Me olvidaba de decirles que ha surgido un nuevo Estado.

—¿Cuál?

—Polonia, formado por las provincias polacas de Rusia, Austria y Alemania. Hace cincuenta años Europa se agitaba peligrosamente, amenazando con una guerra espantosa. Los monarcas y los jefes de las repúblicas pensaron entonces en distribuir mejor el mapa europeo mediante un gran congreso celebrado en La Haya, sede del arbitraje mundial. Allí se convino restituir a todos los Estados las provincias que les pertenecían por derechos geográficos e históricos y de crear uno nuevo, Polonia, que amenazaba con desencadenar una guerra entre Rusia, Austria y Alemania. Así se aseguró la paz, gracias a la poderosa intervención de las confederaciones norteamericanas y de las antiguas colonias inglesas, que obligaron a las obstinadas naciones a perder una parte de sus posesiones. Ahora reina una paz absoluta desde hace diez lustros en el viejo continente europeo.

—¿Y quién regula las cuestiones que pudieran surgir?

—La Corte arbitral de La Haya, reconocida en la actualidad por todas las naciones del mundo. Por otra parte, como ya les dije, hoy una guerra sería imposible y conduciría al exterminio de las dos naciones beligerantes.

—¡Oh! —exclamó en ese momento Toby, que se había levantado—. ¡Se está alzando la luna! Nunca la vi tan grande. ¿Es que hasta el satélite se ha modificado?

Holker también se había puesto de pie.

La oscuridad había comenzado a invadir el horizonte y hacia el oriente se veía brillar a flor de agua un medio disco de dimensiones gigantescas, que proyectaba a su alrededor una luz intensa ligeramente azulada.

—¿Toma aquello por la luna? —exclamó Holker—. Se equivoca, tío.

—¿Qué puede ser?

—La cúpula de la ciudad submarina de Escario.

—Quisiera saber por qué han fundado ciudades submarinas que deben haber costado sumas enormes.

—Simplemente para desembarazar a la sociedad de los seres peligrosos que turbaban su paz. Cada Estado posee una, lo más lejos posible de sus costas, y manda allí la escoria de la sociedad: los ladrones empedernidos, los anarquistas más peligrosos, los homicidas más sanguinarios. —¿Con un gran número de guardias?

—Ni uno solo, mi querido tío.

—Entonces se matarán entre ellos.

—Todo lo contrario. Saben que al más mínimo desorden que surja, la ciudad será hundida sin misericordia. Esa amenaza ha producido efectos inesperados. El miedo doma a las fieras, que terminan por amansarse completamente.

—¿Y quién los gobierna?

—Es asunto de ellos. Ellos eligen sus jefes, y parece que hasta ahora reina un acuerdo admirable en esos presos. Además hay otra cosa que contribuye a volverlos dóciles.

—¿Qué es?

—La incesante lucha contra el hambre.

—¿Los gobiernos no les dan víveres a los condenados?

—Les dan redes, máquinas para realizar varias cosas, como telas, zapatos, vajilla y otros objetos que después venden a las naves que llegan, comprándoles las materias primas que necesitan para la industria, tabaco, víveres, etcétera.

—¿Algunas veces sufrirán hambre? —preguntó Brandok.

—El océano les suministra comida más que suficiente. Los peces, atraídos por la luz que emiten las lámparas que iluminan esas ciudades, acuden en masas enormes. Los salan en gran cantidad y los mandan a Europa y a América.

—¿Y el agua?

—Tienen máquinas que les suministran toda el agua que necesiten, haciendo evaporar la del mar.

—Así que hoy los condenados no le cuestan nada a la sociedad —dijo Toby.

—Únicamente la fuerza necesaria para mover sus máquinas, que es suministrada en su mayor parte por los molinos del Gulf Stream.

—Deben haber costado sumas importantes esas ciudades —observó Brandok.

—No digo que no, ¿pero qué ventaja han conseguido el Estado y la sociedad? Los millones que antes se gastaban en el mantenimiento de tantos bandidos, ahora quedan en las cajas de los gobiernos. Debo agregar además que el temor de ser enviado a las ciudades submarinas ha disminuido inmensamente el número de delitos.

—¿No correremos ningún peligro entrando, o mejor, bajando a Escarios? —preguntó Toby.

—Ninguno, no lo duden. Ellos saben que cualquier mala acción para con un extranjero significaría la sumersión de su ciudad.

—Una medida un poco inhumana, me parece.

—¡Pero que los frena como ninguna otra! Ya llegamos. El capitán debe haber advertido a los habitantes de nuestra llegada; oigo funcionar el aparato eléctrico.

El Centauro se detuvo delante de una inmensa cúpula, que debía tener al menos cuatrocientos metros de circunferencia, formada por un armazón de acero de un espesor extraordinario y de planchas de vidrio de forma circular encastradas sólidamente y muy gruesas.

Una reja de hierro cubría toda la cúpula para preservarla mejor del golpe de las olas y una galería la rodeaba, llena de redes puestas allí para que se secaran.

En la parte superior, donde parecía que se abría un agujero, habían aparecido dos hombres más bien envejecidos, que llevaban vestimentas de tela gruesa y calzaban botas altas de mar.

El capitán del Centauro acercó con precaución la nave a una de las cuatro escaleras de hierro que conducían a la salida, y con un breve gesto invitó a los viajeros a seguirlo.

—Los conozco —dijo—. No hay nada de qué temer. Precedió a los tres amigos y saludó a uno de los dos hombres con un cortés y familiar:

—Buenas noches, papá Jao. ¿Cómo va todo por aquí?

—Muy bien, capitán —respondió el interrogado, quitándose cortésmente el sombrero ante los tres viajeros.

—¿Siguen estando tranquilos sus administrados?

—No puedo quejarme de ellos. Y además, ¿por qué habrían de ser malos? Vivimos en la abundancia y no nos falta nada.

—Estos señores desean visitar la ciudad. ¿Responde usted de su seguridad?

—Perfectamente: bienvenidos.

—El gobernador de la colonia —dijo el capitán dirigiéndose a Brandok, Toby y Holker.

—Síganme, señores —dijo el condenado con una amable sonrisa.

—¡Ah!, debo dejarles aquí a un deportado de Europa, un súbdito inglés que más tarde deberán consignar a la nave de su nación —dijo el capitán—. A mí me estorba, dado que un ciclón ha estropeado las alas y las hélices de mi nave.

—Entréguemelo; yo me ocuparé de él. Vamos, señores, porque dentro de media hora daré el toque de queda y se apagarán todas las lámparas.

Condujo a los tres viajeros y al capitán ante una especie de pozo abierto en el medio de la cúpula donde había un ascensor.

Los hizo sentar en los bancos y el aparato descendió rápidamente, pasando entre un cerco de lámparas de radium que derramaban torrentes de luz en todas direcciones.

Con visible estupor de Brandok y Toby, que no daban crédito a sus ojos, se encontraban en una vasta plaza rectangular de cien metros de largo y sesenta de ancho, toda rodeada de bellísimos cobertizos con techos de cinc divididos en pequeños compartimientos que formaban los camarotes destinados a los confinados. Detrás de ellos se veían otros dotados de ruedas y tubos de metal.

En la plaza un sinnúmero de barriles, pértigas y redes estaban amontonados confusamente.

—Mi ciudad —dijo el gobernador—; esto es todo.

—¿Con cuántos habitantes cuenta? —preguntó Toby.

—Con mil doscientos setenta cobertizos y veinte talleres, donde trabajan los que no se dedican a la pesca.

—¿Dónde se asienta la ciudad?

—En la cima de un islote sumergido a quince metros de profundidad.

—¿No experimenta sacudidas las ciudad cuando afuera sopla la tempestad?

—Ninguna, señores; las paredes, que están hechas con planchas de acero encajadas en sólidos armazones y sostenidas por enormes columnas de hierro enterradas profundamente en la roca, pueden soportar cualquier golpe. Además, deben saber que a ocho o diez metros bajo el nivel del agua las olas no se dejan sentir. Es la cúpula la que soporta todo el ímpetu del oleaje y puede desafiarlo impunemente.

—¿No es maravilloso todo esto, señor Brandok? —preguntó Holker.

—Éste es un nuevo mundo —respondió el norteamericano—. ¡Nunca hubiera esperado ver, después de cien años, tantas novedades extraordinarias!

El capitán del Centauro miró a Brandok con estupor.

—¡Dijo cien años! —exclamó.

—Estaba bromeando —respondió el norteamericano—. Dígame, ¿le obedecen siempre sus súbditos?

—Yo nunca les digo que hagan esto o lo de más allá —respondió el jefe de la ciudad submarina—. El que no trabaja no come, por eso todos están obligados a hacer algo sin que yo se los imponga.

—¿Nunca han sucedido revueltas? —preguntó Toby.

—¿Con qué fin? Yo no soy un rey, no represento ningún poder. Si no están contentos conmigo, me piden que deje mi puesto a otro y todo termina allí.

En ese momento un estruendo formidable recorrió la inmensa cúpula haciendo vibrar los cristales.

—Eso fue un trueno —dijo el capitán del Centauro, cuya frente se había arrugado—. ¿Qué ocurre? ¿Nos caen encima todas las desgracias?

—Estamos en la estación del cambio de los alisios y el tiempo empeora de un momento a otro.

—Volvamos a subir, señores.

La pequeña comitiva subió al ascensor y en pocos momentos se encontró sobre la inmensa cúpula.

El Atlántico había asumido un feo aspecto y el cielo estaba más feo aún.

Desde el poniente llegaban grandes olas y negras nubes avanzaban a una velocidad vertiginosa. En la lejanía los truenos retumbaban sin pausa.

—Está por estallar un verdadero huracán, señores —dijo el capitán del Centauro—. Con una nave tan averiada yo no me atrevería a emprender el camino hacia Europa.

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