Las maravillas del 2000 (23 page)

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Authors: Emilio Salgari

Brandok fue el primero en ponerse de pie.

Los efectos causados por esa minúscula bomba eran espantosos.

Mitad de la roca que servía de contrafuerte al cono había saltado y ya no se divisaba huella alguna de los animales. El potente explosivo había pulverizado tigres, leones y jaguares.

—¿Cómo sería una guerra con bombas como ésas? —murmuró el norteamericano—. Diez naves voladoras servirían para destruir, en diez minutos, la más gigantesca ciudad del mundo.

La nave descendía suavemente, mientras su tripulación bajaba una escala de cuerda.

El capitán del Centauro fue el primero en aferrarla e impulsarse hacia arriba, donde un hombre barbudo y fornido lo esperaba sonriendo, con los brazos abiertos.

—¡Tompson! —exclamó el capitán del Centauro cuando hubo saltado la baranda.

—¡Firsen! —exclamó el otro, estrechándole la mano, a la inglesa—. Te buscaba desde hace una semana.

—¡Tú!

—Llegó a Inglaterra y Francia la noticia de que los confinados se habían apoderado de tu nave. ¿Sabes que se han atrevido a asaltar a unas naves marítimas?

—¿Quiénes?

—Los que se habían apoderado del Centauro.

—¿Y qué sucedió con ellos?

—Los hundí yo, con media docena de bombas de silurite, a doscientas millas del estrecho de Gibraltar.

—¿Y mi nave se hundió con ellos?

—No querían rendirse.

—¡Bah! El gobierno inglés me indemnizará —dijo el capitán del Centauro, alzando los hombros—. Prefiero que repose en el fondo del Atlántico antes de que se convierta en una nave pirata. Pido hospitalidad para mí y para estos señores que me acompañan. ¿Adónde vas?

—A Francia.

—Muy bien: es un bello país.

Brandok, Toby, Holker y el piloto también habían subido a la nave. Pero el primero, apenas puso sus pies en el puente, fue presa de un temblor tan intenso que por poco cae sobre Holker.

—¿Qué le pasa, señor? —preguntó el capitán del Centauro. Brandok no respondió enseguida. Estaba transfigurado y palidísimo.

Parecía que sus ojos, dilatados, querían salírseles de las órbitas, y los músculos de su rostro temblaban de un modo extraño.

—¿Qué le pasa, señor? —repitió el capitán.

—Esta nave funciona a electricidad, ¿no es cierto? —preguntó finalmente el norteamericano, con una voz tan alterada que sorprendió a todos.

—Sí, señor.

—Ahora comprendo... ¡Toby!

El doctor no dio respuesta alguna. Estaba parado en medio del puente de la nave y miraba una gran lámpara de radium con ojos vidriosos, parecidos a los de un hipnotizado.

También él estaba extremadamente pálido y temblaba

como si sufriera de cuando en cuando descargas eléctricas.

—¿Qué les pasa a estos señores? —preguntó Tompson. —No lo sé —respondió el capitán del Centauro, que parecía estar vivamente impresionado—. Es la segunda o la tercera vez que los veo temblar así.

—¿Quiénes son?

—Dos señores norteamericanos que están dando la vuelta al mundo.

En ese momento Holker se acercó a ellos.

—Mis amigos no están habituados al intenso desarrollo de la electricidad que reina en estas naves —dijo a los dos capitanes—. Hagan que los lleven a sus camarotes y tratemos de llegar a tierra lo antes posible. Les prometo mil dólares si mañana llegamos a Lisboa.

—Forzaremos las máquinas —respondió Tompson.

—Todo lo que puedan —dijo Holker, que parecía muy preocupado.

Se acercó a Brandok, que se había apoyado en la baranda de babor, como si no pudiera mantenerse derecho sin la ayuda de algo que le sirviera de punto de apoyo.

—¿Qué es lo que siente, señor Brandok? —le preguntó.

—No lo sé... —balbuceó el joven—. Siento un temblor extraño y una turbación inexplicable. Me ha dado esto apenas puse un pie en esta nave. Se diría que mi cerebro recibe continuamente descargas. Pero cuando estaba en el cono me encontraba perfectamente bien.

—Es la gran tensión eléctrica que reina aquí lo que le produce esos efectos, señor Brandok. Cuando estemos en tierra esos temblores desaparecerán.

El joven sacudió la cabeza con desaliento, después, con un hilo de voz, dijo:

—Toby y yo somos hombres de otra época.

Cuatro robustos marineros tomaron al joven norteamericano y a Toby por debajo de las axilas y los transportaron a los camarotes de popa, acomodándolos en unas buenas camas.

—Me temo que estos hombres están perdidos —murmuró Holker—. En su época la electricidad no tenía el desarrollo enorme que alcanzó ahora. ¿Qué va a ser de ellos? Comienzo a tener miedo.

Al día siguiente, antes del mediodía, la nave voladora enfilaba el Tajo y entraba a toda velocidad en la capital de Portugal.

Brandok y Toby poco a poco se habían tranquilizado, pero ya no eran los alegres amigos de antes. Parecía como si una profunda preocupación turbase sus cerebros, y a la más pequeña emoción volvían los temblores y los sobresaltos de los músculos.

El señor Holker, que comenzaba a asustarse, los hizo conducir a la estación donde ya había alquilado un compartimiento especial.

Veinticinco minutos después partían los coches por un tubo de la línea ferroviaria subterránea, a una velocidad de doscientos kilómetros por hora.

La travesía por España se llevó a cabo en seis horas, sin que bajaran en ninguna estación.

Holker, que veía a sus compañeros agravarse cada vez más, tenía prisa por llegar a la capital francesa para consultar a un científico acerca de la enfermedad que los había atacado y que podía tener otro origen.

A la mañana siguiente descendían en la estación de la capital francesa, entonces doblemente grande y doblemente poblada.

En aquellos cien años se había vuelto una de las ciudades más industriales del mundo.

El aire de la gran capital, saturada de electricidad a causa de su número infinito de máquinas eléctricas, no hizo más que agravar la situación de Toby y Brandok.

Fueron conducidos a un hotel presa del delirio.

El señor Holker, cada vez más asustado, hizo llamar inmediatamente a uno de los más eminentes médicos, al que le contó todo lo que había ocurrido a sus desgraciados amigos, sin ocultarle la historia de su milagrosa resurrección.

La respuesta que obtuvo fue terrible.

—Aunque me cueste trabajo creer que estos hombres han encontrado el secreto para dormir un siglo entero —dijo el médico—, ni yo, ni nadie, podrá salvarlos. Tanto por la intensa electricidad a la que no están habituados como por las emociones producidas por nuestras maravillosas obras, sus cerebros han sufrido tal sacudida que no se curarán nunca. Llévelos a las montañas de Auvernia, al sanatorio de mi amigo Baudin. ¡Quién sabe! A lo mejor el aire vivificante de aquellas cumbres puede lograr un milagro.

El mismo día el señor Holker, con dos enfermeros y los dos locos, subía a una nave voladora alquilada para ese fin y partían para Auvernia.

Un mes más tarde tomaba solo y triste el ferrocarril de París para volver a Norteamérica. Ya había perdido toda esperanza.

Brandok y Toby habían sido declarados locos, y para peor, locos incurables.

—Más valía que no se hubieran despertado de su sueño secular —murmuró el señor Holker con un largo suspiro,mientras tomaba asiento en el compartimiento del coche.

Yo me pregunto ahora si aumentando la tensión eléctrica, la humanidad entera, en un tiempo más o menos lejano, no terminará por enloquecer. He aquí un gran problema que debería preocupar a nuestros científicos

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