Las nieblas de Avalón (78 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Morgana se acercó a darle un beso; Ginebra se mantuvo rígida.

—¿Me ordenasteis venir, hermano?

—Lamento molestarte tan temprano, hermana —dijo Arturo—. Pero ahora, Ginebra, tienes que repetir lo que has dicho delante de mí y en presencia de Morgana. No quiero que en mi corte se repitan calumnias secretas.

Morgana observó rastros de lágrimas en los ojos enrojecidos de la reina.

—Tu esposa está enferma, querido hermano —dijo—. ¿Está embarazada otra vez? En cuanto a lo que haya dicho, no tiene importancia.

Viendo la frialdad con que el rey observaba a Ginebra, retrocedió un paso. Ése no era el hombre que conocía tan bien, sino el severo gran rey que se sentaba a dictar justicia.

—Ginebra —dijo—, no sólo como esposo, sino como rey, te lo ordeno: repite ante Morgana lo que has dicho a sus espaldas: que te reveló que yo tengo un hijo bajo tutela en la corte de Lothian. Di, Morgana: ¿es cierto que tengo un hijo?

En aquel momento Ginebra pensó: «Es cierto. Nunca la había visto perder su expresión serena, salvo cuando mataron a Viviana. ¿Por qué la afecta? Podría querer disimular sus andanzas, pero ¿por qué ocultar a Arturo la existencia de un hijo?»

De pronto captó un destello de la verdad y ahogó una exclamación.

—¿Quién fue? —inquirió, furiosa—. ¿Una de esas sacerdotisas de Avalón, que se revuelcan con los hombres en esos demoníacos festivales?

—No sabéis nada de Avalón —replicó Morgana, tratando de dominar la voz—. Vuestras palabras son como el viento…

Arturo la asió por el brazo.

—Morgana…, hermana…

Ella temió echarse a llorar. Tenía la boca seca y le ardían los ojos.

—Hablé de vuestro hijo… sólo para consolar a Ginebra, Arturo. Ella temía que no pudierais engendrar.

—Ojalá lo hubieras dicho para consolarme a mí —replicó él. Pero su sonrisa era sólo una mueca—. Tantos años pensando que no podía tener un hijo, siquiera para salvar a mi reino… Ahora tienes que decirme la verdad.

Morgana respiró hondo. En el mortal silencio de la habitación sólo se oía el ladrido de un perro y el chirriar de un insecto. Por fin dijo:

—En el nombre de la Diosa, Arturo, ya que así lo deseáis… Tuve un hijo del Macho rey, diez lunas después de vuestra consagración en la Isla del Dragón. Morgause lo tiene bajo tutela y me juró que no lo sabríais de sus labios. Ahora lo habéis oído de los míos. Dejémoslo así.

Arturo estaba pálido como la muerte. La estrechó entre sus brazos; temblaba y no hacía ningún esfuerzo por dominar las lágrimas.

—Ah, Morgana, Morgana, mi pobre hermana… Sabía que te había hecho un gran mal, pero nunca soñé que fuera tan grande.

—¿Significa eso que es verdad? —exclamó Ginebra—. ¿Que esta meretriz indecente que tienes por hermana es capaz de practicar su oficio de puta con su hermano?

Arturo giró sobre sus talones, sin soltar a Morgana.

—¡Calla! —ordenó, con una voz que nunca le había oído—. No digas una sola palabra contra mi hermana. ¡No fue culpa suya!

Lanzó un suspiro largo y trémulo. Ginebra tuvo tiempo de oír el eco de sus insultos.

—Mi pobre hermana —repitió—. Y has llevado esta carga sola, sin mencionar jamás mi culpa. —Se volvió nuevamente hacia la reina, diciendo con severidad—: No, Ginebra, no fue como piensas. Fue durante mi consagración. No nos reconocimos; estábamos en la oscuridad y no nos veíamos desde que yo era muy pequeño. Nos vimos sólo como la sacerdotisa de la Madre y el Astado. Cuando nos reconocimos ya era demasiado tarde, el daño estaba hecho. ¡Morgana, Morgana, tendrías que habérmelo dicho!

—¡Y sin embargo piensas sólo en ella! —gritó Ginebra—. ¡Y no en este gran pecado! ¡Con tu hermana! Dios os castigará por esto.

—Ya me ha castigado —dijo Arturo, estrechando a Morgana—. Pero el pecado fue cometido de manera involuntaria.

Su esposa tartamudeó:

—Tal vez por eso te castiga con la esterilidad. Aun ahora, si te arrepientes y haces penitencia…

Morgana se libró delicadamente de su hermano y, ante la mirada iracunda de Ginebra, le secó las lágrimas con su pañuelo, en un gesto casi distraído de madre o hermana mayor, sin la inmoralidad que ella habría querido ver.

—Pensáis excesivamente en el pecado, Ginebra —dijo—. Pecado es el deseo de hacer daño. Lo que sucedió entre Arturo y yo no debía haber pasado y ninguno de los dos lo buscó. Pero lo hecho, hecho está. La Diosa no os castigaría con la esterilidad por los pecados de otro. ¿Podéis culpar a Arturo por el hecho de no tener hijos, Ginebra?

La reina gritó:

—¡Sí! Ha pecado y Dios lo castiga. Por el incesto, por servir a esa Diosa de abominaciones y lascivia… ¡Arturo, prométeme que harás penitencia! En este día sagrado irás a confesar tu pecado al obispo y cumplirás con la penitencia que te asigne. Entonces tal vez Dios te perdone y deje de castigarnos a los dos.

Arturo, atribulado, las miraba a ambas.

—¿Penitencia? ¿Pecado? —repitió Morgana—. ¿Creéis en verdad que vuestro Dios es un anciano de mente sucia que anda curioseando en los lechos?

—Yo he confesado mis pecados, he hecho penitencia y estoy absuelta. ¡No es por mí que Dios nos castiga! Promételo, Arturo. Libérate de tus pecados y dame un hijo que pueda gobernar en Camelot después de ti.

Arturo se apoyó en la pared, cubriéndose la cara con las manos. Morgana iba a acercársele, pero Ginebra gritó:

—¡No te acerques, mujer! ¿Quieres volver a tentarlo? ¿No habéis hecho suficiente, tú y ese sucio demonio que llamas Diosa?

Morgana cerró los ojos; parecía a punto de llorar. Por fin suspiró.

—No puedo escucharos maldecir mi religión, Ginebra. Recordad que yo no maldije la vuestra. Dios es Dios, como quiera que se le llame, y siempre es bueno. Pecado es creer que puede ser cruel y vengativo. Pensad bien en lo que hicisteis antes de poner a Arturo en manos de los curas.

Y abandonó la habitación. Arturo se volvió hacia su esposa. Por fin dijo, con más suavidad que nunca:

—Amadísima…

—¿Cómo puedes llamarme así? —replicó Ginebra con amargura, volviéndole la espalda.

Arturo fue a ponerle una mano en el hombro para volverla hacia sí.

—Mi amadísima reina, ¿tanto mal te he causado?

—Aun ahora —dijo trémula—, sólo puedes pensar en el mal que le has hecho a Morgana…

—¿Tengo que alegrarme de lo que le ha sucedido a mi hermana? Te lo juro: no la reconocí hasta que el daño estuvo hecho, y entonces fue ella quien me consoló. —Abrió los brazos, indefenso—. Traté de hacer lo que me pidió: olvidarlo, recordar que había actuado en la ignorancia. Oh, supongo que fue pecado, pero yo no quise pecar.

Parecía tan desgraciado que, por un momento, Ginebra sintió la tentación de tomarlo en sus brazos para consolarlo. Pero no se movió. ¡Tan sólo insistía en que no había hecho ningún mal! ¡Sólo pensaba en esa maldita hechicera de su hermana! Llorando otra vez, furiosa, exclamó:

—¿Crees que Morgana es la única perjudicada? ¡Te casaste conmigo llevando ese gran pecado inconfeso y aún te aterras a él! Si te arrepintieras sinceramente…

—Oh, Dios mío, ¿crees acaso que no me he arrepentido? —estalló Arturo—. ¡Me he arrepentido cada vez que he visto a Morgana, a lo largo de estos doce años! ¿Valdría más, acaso que lo expresara ante uno de esos curas que sólo quieren ejercer poder sobre el rey?

—El orgullo también es pecado —objetó Ginebra, enfadada—. ¡Humíllate para que Dios te perdone!

—Si tu Dios es así, no quiero su perdón. —Arturo apretó los puños—. Tengo que gobernar este reino, Ginebra, y no puedo hacerlo de rodillas ante un sacerdote. Además, tengo que pensar en Morgana; ya la creen hechicera, bruja, ramera. No tengo derecho a confesar un pecado que le acarreará desprecio y bochorno público.

—Morgana también tiene un alma que salvar. Y el rey tiene que dar ejemplo a su pueblo.

—No soy cura. No me interesa el alma de mi pueblo.

—¿Cómo osas decir eso? ¡Tendrías que ser el primero en piedad, así como eres el primero en valentía en el campo de batalla!

Arturo suspiró.

—¿Por qué te importa tanto, Ginebra?

—Porque no soporto pensar que irás al infierno…, y porque si te libras de tu pecado, Dios podría dejar de castigarnos con la esterilidad.

Y volvió a llorar. Arturo la abrazó para que apoyara la cabeza en su hombro, murmurando:

—¿Eso crees, reina mía?

Ginebra recordó que una vez le había hablado así, al negarse a ir al combate bajo el estandarte de la Virgen. Y entonces ella había triunfado. Movió la cabeza afirmativamente y lo oyó suspirar.

—Entonces también a ti te he hecho daño y de algún modo tengo que remediarlo. Pero no creo correcto que Morgana sufra por esto.

—¡Siempre Morgana! —exclamó Ginebra, en un acceso de cólera—. No quieres que sufra; la ves perfecta. Dime, pues, ¿es correcto que sufra yo por su pecado o por el tuyo? ¿La amas más que a mí, que me dejarás sin hijos toda la vida para mantener secreto ese pecado?

—Aunque yo haya obrado mal, Ginebra, Morgana es inocente.

—¡No es cierto! ¡Adora a esa antigua Diosa que es la serpiente del mal! A pesar de haberse criado en un hogar cristiano, se volcó a las sucias hechicerías de Avalón. Y en esta corte lleva años oyendo la palabra de Cristo. ¿No dicen que quien oiga la palabra de Cristo y no crea en él será condenado?

Sollozaba tanto que apenas podía hablar. Por fin Arturo

—¿Qué deseas de mí, Ginebra?

—Estamos en el santo día de Pentecostés, en que el espíritu de Dios descendió al hombre —indicó, secándose los ojos—. ¿Acaso piensas comulgar con este gran pecado sobre tu alma?

—Supongo…, supongo que no puedo. Si de verdad estás convencida, Ginebra, no te lo negaré. Me arrepentiré, aunque no puedo ver pecado en esto, y cumpliré con la penitencia que me imponga el obispo. —Su sonrisa era apenas una mueca—. Por tu bien espero que estés en lo cierto en cuanto a la voluntad de Dios.

Y Ginebra, mientras lo abrazaba llorando de agradecimiento, tuvo un momento de miedo abrasador. Recordó que, en casa de Meleagrant, sus oraciones no habían servido para salvarla. ¿Acaso no había jurado no volver a disimular ni arrepentirse, porque Dios, que no había recompensado su virtud, tampoco iba a castigar su pecado?

Pero Dios la había castigado, sí, quitándole a Lanzarote para entregárselo a Elaine. Estaba absuelta y Dios continuaba castigándola por el pecado de Arturo y de su hermana.

Arturo la besó en la cabeza, acariciándole el pelo. Cuando se apartó, Ginebra se sintió helada y perdida, como si no estuviera sana y salva entre muros, sino bajo el enorme cielo abierto. Quiso buscar refugio entre sus brazos, pero él se había dejado caer en una silla, exhausto, derrotado, a mil leguas de ella.

Por fin levantó la cabeza para decir, con un suspiro que parecía arrancado desde lo más hondo de su ser:

—Manda a buscar al padre Patricio.

8

T
ras separarse de Arturo y Ginebra, Morgana se echó una capa encima y salió precipitadamente, sin preocuparse de la lluvia. Caminó sola por las altas fortificaciones; al pie de la colina se amontonaban las tiendas de los caballeros, reyes menores e invitados. Pese a la lluvia, los estandartes y las banderas flameaban alegremente. Pero el cielo estaba oscuro, con densos nubarrones que casi alcanzaban a tocar la cumbre del cerro. El Espíritu Santo podría haber escogido un día mejor para descender sobre su pueblo…, y especialmente sobre Arturo.

Oh, sí, Ginebra no le daría paz hasta que se hubiera puesto en manos de los curas. ¿Y qué pasaría con el juramento hecho a Avalón?

Sin embargo, si el destino quería que Gwydion ocupara un día el trono de su padre… nadie podía escapar de su destino.

Tuvo la sensación de que, a su alrededor, el mundo se tornaba gris y extraño, como si se encontrara entre las brumas de Avalón; sentía un extraño zumbido en la cabeza.

En el aire parecía haber un terrible clamor que la ensordecía. Eran las campanas de la iglesia, llamando a misa. No podía ir a sentarse tranquilamente allí, escuchando con amable atención sólo porque las damas de la reina tenían que dar ejemplo a los demás. Los muros la sofocarían: el humo del incienso y los murmullos de los curas acabarían por enloquecerla. Era mejor quedarse allí, bajo la lluvia clara. Por fin recordó cubrirse el pelo con la capucha; las cintas del peinado ya estaban mojadas. Cuando se las quitó le mancharon los dedos de rojo; qué mal teñidas estaban, para ser tan caras.

Pero la lluvia amainaba y la gente empezaba a caminar entre las tiendas.

—Hoy no habrá justas —dijo una voz tras ella—. De lo contrario os pediría una de esas cintas que os estáis quitando para llevarla al combate como prenda de honor, señora Morgana.

Ella parpadeó, tratando de dominarse. El hombre era joven y esbelto, de pelo y ojos oscuros; tenía un aire familiar, pero no llegaba a recordarlo.

—¿No me reconocéis, señora? —le reprochó—. Sin embargo, me dijeron que, hace un año o dos, apostasteis una cinta por mí contra quienes creían invencible a Lanzarote.

Nunca había conocido el resultado de aquella apuesta.

—Claro que os recuerdo, señor Accolon; pero no olvidéis que aquella fiesta de Pentecostés concluyó con el brutal asesinato de mi madre tutelar.

De inmediato él se puso contrito.

—Perdonadme por traeros a la memoria una ocasión tan triste. Y supongo que tendremos muchas justas y combates antes de partir; ahora que no hay guerra en el país mi señor Arturo quiere asegurarse de que sus legiones aún están en condiciones de defendernos.

—¿Echáis de menos los días de batallas gloriosas?

El joven tenía una sonrisa simpática.

—Combatí en Monte Badon —dijo—. Fue mi primera batalla y estuvo a punto de ser la última. Es mejor medirse con amigos para que las señoras hermosas se entretengan y nos admiren.

Mientras charlaban se habían acercado a la iglesia; el tañido de las campanas casi ahogaba su voz, agradable y musical. Morgana se preguntó si sabría tocar la lira. De pronto volvió la espalda a las campanas.

—¿No vais a misa, señora?

Con una sonrisa, bajó los ojos hacia las muñecas de Accolon y deslizó un dedo por una de las serpientes que allí se enroscaban.

—¿Y vos?

—No sé. Quizá para ver a mis amigos… No, creo que no. Habiendo una señora con quien charlar.

Morgana dio a su voz un tinte de ironía.

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