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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (82 page)

Morgana suspiró. Siempre ponía un escrupuloso cuidado en no dañar el orgullo viril de su envejecido esposo, pero Accolon le había despertado un angustioso recuerdo de los años vividos en Avalón: las antorchas en lo alto del Tozal, las fogatas de Beltane, las doncellas que esperaban en los campos arados… Esa noche había tenido que soportar que un miserable cura se burlara de algo muy sagrado para ella. Y ahora el mismo Uriens parecía reducirlo a burla.

—Opino que tú y yo haríamos bien en prescindir de esa bendición. Soy anciana y estéril, y tú, como rey, tampoco puedes dar mucha vida a los campos.

Él la miró fijamente. En el año transcurrido desde la boda nunca le había oído una palabra dura. La sorpresa le impidió hacer reproches.

—Sin duda estás en lo cierto —dijo en voz baja—. Bueno, dejaremos eso para los jóvenes. Ven a la cama, Morgana.

Pero cuando la tuvo a su lado se quedó inmóvil y, pasado un momento, le rodeó los hombros con un brazo tímido. Morgana estaba arrepentida de su dureza. Sola, con frío, se mordió los labios para no llorar. Pero cuando Uriens volvió a hablarle se fingió dormida.

El solsticio de verano amaneció soleado. Morgana, que despertaba temprano, sintió que algo en ella corría henchido de estío. Mientras se vestía contempló desapasionadamente la forma dormida de su esposo.

Había sido una necia al aceptar dócilmente la propuesta de Arturo, por no abochornarlo delante de los otros reyes. Si no era capaz de conservar el trono sin la ayuda de una mujer, tal vez no merecía ocuparlo. Era un traidor a Avalón, un apóstata, y la había entregado a otro apóstata. Y ella había accedido mansamente.

De pronto algo despertó en ella, con el movimiento secreto e invisible de una criatura en el vientre, algo que le decía con toda claridad: «Si no me dejé utilizar por Viviana, a quien amaba, ¿por qué dejarme usar por Arturo? Soy reina de Gales del norte, duquesa de Cornualles y descendiente de la estirpe real de Avalón.»

Uriens gruñó, incorporándose con dificultad:

—Ah, Dios mío, me duelen todos los músculos. Ayer cabalgué demasiado. ¿Me frotarías la espalda, Morgana?

Iba a espetarle, furiosa: «¡Tienes diez criados y yo no soy tu esclava, sino tu esposa!», pero se contuvo.

—Sí, por supuesto —respondió con una sonrisa. Que la creyera dócil en todo. Curar era parte del trabajo de sacerdotisa; además, le daría acceso a los planes y pensamientos de su marido. Le frotó con un bálsamo la espalda y los pies doloridos, oyendo los pequeños detalles de la disputa que había resuelto el día anterior.

«Uriens sólo quiere de su reina una cara sonriente y manos amables que lo mimen. Bien, los tendrá mientras me convenga.»

—Parece que tendremos un buen día para la bendición de los sembrados. Aquí nunca llueve en estas fechas —comentó—. Cuando yo era joven y pagano decían que no se podía consumar el gran matrimonio bajo la lluvia. —Rió entre dientes—. Sin embargo, recuerdo que cierta vez había llovido en los campos durante diez días; ¡la sacerdotisa y yo parecíamos dos cerdos revolcándonos en el lodo!

Morgana sonrió contra su voluntad.

—Ah, Morgana, qué buenos tiempos aquéllos. Pero ya desaparecieron para siempre. Ahora lo que la gente pide a sus reyes es dignidad.

Ella no dijo nada. Se le ocurrió que Uriens, en su juventud habría sido lo bastante fuerte para resistir la oleada de cristianismo que se abatía sobre el país. Si Viviana hubiera luchado más… Pero ¿quién podía prever que Ginebra sería tan devota'» ¿Y por qué Merlín no había hecho nada?

Si Merlín de Britania y los sabios de Avalón no habían hecho nada por evitar que aquella marea cubriera el país, barriendo con las costumbres antiguas, ¿por qué culpar a Uriens, que a fin de cuentas era un anciano y sólo quería la paz? Mientras estuviera contento no le importaría lo que ella hiciera. Morgana aún no sabía lo que iba a hacer, pero sí que sus días de callada docilidad habían terminado.

—Ojalá te hubiera conocido entonces —dijo. Y se dejó besar en la frente.

«Si me hubiera casado con él de joven, Gales del norte no se habría convertido al cristianismo. Pero aún no es tarde. Hay quienes no han olvidado que el rey aún tiene en los brazos, aunque descoloridas, las serpientes de Avalón. Y está casado con quien fue sacerdotisa de la Dama. Aquí podría haberla servido mejor que en la corte de Arturo, a la sombra de Ginebra.»

Además, en aquel tiempo tuvo influencia sobre Arturo: la influencia de la primera mujer con que ejerció su virilidad. Y en su estúpido orgullo lo había dejado caer en manos de Ginebra y de los curas. Ahora, demasiado tarde ya, empezaba a comprender las intenciones de Viviana.

«Ah, qué necia fue… Él y yo pudimos haber gobernado el país… para Avalón. Ahora pertenece a los curas. Y aún porta la gran espada de los druidas. Y Merlín de Britania no le pone obstáculos. Tengo que retomar la obra que Viviana dejó incompleta, Ah, Diosa, es tanto lo que he olvidado…»

De pronto se detuvo, estremecida ante su osadía. Uriens había hecho una pausa en el relato y la miraba, interrogante.

—No dudo que hiciste lo correcto, querido esposo —se apresuró a decir, untándose las manos con bálsamo. No tenía la menor idea de lo que acababa de aprobar, pero Uriens, sonriente, continuó con su narración. Morgana volvió a dejarse llevar por sus pensamientos.

«Todavía soy sacerdotisa. Es extraño que tenga esta certeza tan súbitamente, después de tantos años, cuando Avalón ha desaparecido hasta de mis sueños.» Reflexionó sobre lo que Accolon le había dicho. Elaine tenía ahora una niña. Ella no podía dar una hija a la Diosa, pero al igual que Viviana, le llevaría una adoptiva.

Ayudó a Uriens con su ropa, lo acompañó abajo y, con sus propias manos, le llevó de la cocina pan recién horneado y cerveza, e incluso le untó el pan con miel. Que la creyera la más ferviente de sus súbditos, una esposa dulce y complaciente. Algún día le serviría de mucho contar con su confianza.

—Aun en verano me duelen los huesos, Morgana. Creo que iré a Aquae Sulis para tomar los baños. ¡Aquello es asombroso! Hay estanques calientes donde uno puede remojarse hasta quitarse el cansancio de los huesos. Hace dos o tres años que no los visito, pero ahora puedo volver, pues el país está tranquilo.

—No veo por qué no —concordó ella.

—¿Me acompañarías, querida? Podemos dejar a mis hijos a cargo de todo. Te interesaría conocer aquel antiguo templo.

—Me gustaría, sí —reconoció con sinceridad—. Pero no sé si estaría bien dejar todo a cargo de tus hijos. Avalloch es necio. Accolon, aunque inteligente, es sólo un segundón y no estoy segura de que tu gente lo obedeciera. Pero estando yo aquí tu primogénito aceptaría los consejos de su hermano menor.

—Excelente idea, querida —dijo Uriens, radiante—. Contigo aquí, no vacilaré en dejarlo todo en manos de los jóvenes. Les diré que te consulten en todo.

—¿Cuándo partirás? —preguntó Morgana. No vendría nada mal que se supiera que Uriens no vacilaba en confiarle su reino.

—Quizá mañana. O tal vez hoy mismo, cuando termine la bendición. ¿Te encargarás de hacerme preparar la impedimenta?

Morgana dejó su desayuno casi intacto.

—Voy a llamar a tu criado.

Estuvo a su lado durante la larga procesión en torno a los campos; después, desde una pequeña loma, observaron las cabriolas de los bailarines. Se preguntó si alguien conocería el significado de las varas fálicas rodeadas de guirnaldas rojas y blancas, entre las que caminaba la hermosa niña de cabellera al viento, serena e indiferente. ¿Notaba alguien la incongruencia del cura que los seguía con velas y cruces, entonando plegarias en mal latín?

«Estos sacerdotes odian tanto la fertilidad y la vida que sólo de milagro sus bendiciones no dejan la tierra yerma.»

Como en respuesta a su pensamiento, una voz dijo delicadamente, a su espalda:

—Me pregunto, señora, si alguien, aparte de nosotros dos, entiende lo que está viendo.

Accolon la cogió un momento del brazo, para ayudarla a cruzar un surco, y las serpientes de sus muñecas aparecieron otra vez, frescas y azules.

—El rey Uriens lo sabe y ha tratado de olvidarlo. Eso me parece una blasfemia peor que la ignorancia.

Morgana esperaba que eso lo enfureciera; casi lo había provocado. Esas manos jóvenes y viriles en el brazo la hacían sentir otra vez el fuerte apetito interior. Si Accolon decía algo amable o compasivo acabaría aullando y arrancándose los cabellos…

Pero se limitó a decir, en voz tan baja que no se oía a dos pasos:

—Tal vez a la Diosa le baste que lo sepamos vos y yo, Morgana. Mientras un solo creyente le ofrezca lo que corresponde, no fallará.

Por un momento se volvió a mirarlo, con la sensación de que el calor de aquellas manos le recorría todo el cuerpo. Súbitamente asustada, trató de apartarse. «Soy la esposa de su padre; en esta tierra cristiana estoy prohibida para él, aún más de lo que lo estaba para Arturo.» Y entonces surgió en su mente un recuerdo de Avalón: uno de los druidas, impartiendo la sabiduría secreta a las jóvenes sacerdotisas: «Si queréis que el mensaje de los dioses oriente vuestra vida, buscad aquello que se repita una y otra vez. Ése es el mensaje que los dioses os envían, la lección kármica que debéis aprender en esta encarnación. Vuelve una y otra vez, hasta que lo convertís en parte del alma y del espíritu perdurable.»

«¿Qué es lo que ha venido a mí una y otra vez…?»

Todos los hombres que había deseado tenían un parentesco demasiado estrecho con ella: Lanzarote era hijo de su tía y madre tutelar; Arturo, hijo de su madre; ahora, el hijo de su esposo…

«Pero son parientes demasiado cercanos sólo según las leyes cristianas que quieren tiranizar esta tierra. ¿Acaso estoy viviendo toda la tiranía de esa ley para llegar a conocer, como sacerdotisa, por qué es preciso derribarla?»

Descubrió que sus manos temblaban entre las de Accolon.

—¿En verdad creéis que la Diosa retirará su vida de esta tierra si sus habitantes no le dan lo que le deben? —dijo, tratando de ordenar sus pensamientos dispersos.

Era el tipo de comentario que hubieran podido intercambiar dos iniciados en Avalón. Morgana conocía perfectamente la respuesta: que los dioses harían su voluntad sin que les importara la opinión de los hombres. Pero Accolon dijo, con un curioso destello animal en sus dientes blancos al sonreír:

—Habrá que asegurarse de que reciba siempre lo que le corresponde, señora, no vaya a desaparecer la vida del mundo.

Sintió el corazón tan acelerado que llegó a marearse.

—Calla —dijo, inquieta—. No es buen momento ni lugar para hablar de ese modo.

—¿De verdad?

Habían llegado al límite del terreno escarpado. Delante de ellos, los bailarines enmascarados sacudían sus varas fálicas y hacían cabriolas, mientras la Doncella de Primavera intercambiaba un beso formal con cada uno de ellos. Uriens llamó a Morgana por señas, impaciente. Ella se movió rígidamente, con frío; sentía heladas las muñecas que Accolon tuvo entre sus manos un momento antes.

—A ti te corresponde repartir esto entre los bailarines que nos han entretenido, querida —dijo su esposo.

Un criado le llenó las manos de dulces y frutas confitadas; Morgana los arrojó hacia los bailarines y los espectadores, que se los disputaron entre risas y empellones. «Siempre una imitación de las ceremonias sagradas. Esto recuerda a los tiempos en que el pueblo se disputaba los trozos de carne del sacrificio. ¡Es preferible olvidar el rito a remedarlo así!» La Doncella de Primavera se le acercó, sonriente y encendida de inocente orgullo; aunque era encantadora, sus ojos carecían de profundidad y tenía las manos ensanchadas por el trabajo agrícola. Era sólo una hermosa campesina que trataba de actuar como sacerdotisa, sin idea de lo que estaba haciendo.

La muchacha se arrodilló ante ella. Morgana ignoraba lo que se esperaba de la reina, pero adoptó la postura casi olvidada de las sacerdotisas al impartir la bendición. Por un instante sintió que una conciencia antigua la poseía desde arriba, desde más allá. Apoyó las manos en la frente de la niña y sintió, por un instante, el flujo de poder que corría entre ambas. La cara estúpida se transfiguró. «La Diosa también obra en ella», se dijo. Y entonces vio a Accolon, que la miraba con sobrecogimiento y maravilla. Había visto antes esa expresión, cuando hacía descender las brumas de Avalón… Y la conciencia del poder la inundó como si de súbito hubiera renacido.

«Estoy viva otra vez. Después de tantos años vuelvo a ser una sacerdotisa. Y Accolon es quien me lo ha devuelto.»

Luego se rompió la tensión del momento y la niña retrocedió a trompicones para hacer una torpe reverencia al grupo real.

Uriens distribuyó monedas entre los bailarines y entregó una suma algo más importante al cura de la aldea, para que encendiera velas en su iglesia. Mientras volvían al castillo, Morgana caminaba serenamente junto a su esposo, con rostro de máscara. pero interiormente bullía de vida. Su hijastro Uwaine se acercó para caminar a su lado.

—Este año fue más bonito que de costumbre, madre Shanna es encantadora… la Doncella de Primavera. Pero vos estabais tan hermosa al bendecirla… Parecíais la Diosa. El padre Ian dice que, en realidad, la Diosa era un demonio que vino para impedir que la gente sirviera a Cristo, pero ¿sabéis qué pienso? Que ella estaba aquí antes de que la gente oyera hablar de la Virgen Santa.

Accolon, que iba junto a ellos, dijo:

—La Diosa existía antes de Cristo. Debes servirla siempre, bajo el nombre que quieras, y bien puedes llamarla María. Pero no te aconsejo que hables mucho de esto con el padre Ian.

Habían llegado al castillo y Morgana tenía que ocuparse de la impedimenta de Uriens. En la confusión del día, dejó que su nuevo esclarecimiento se deslizara hacia el fondo de la mente, sabiendo que tendría que analizarlo más tarde con mucha seriedad.

Uriens partió después del mediodía, con sus soldados y uno o dos criados; se despidió de ella con un tierno beso y aconsejó a Avalloch que escuchara en todo a la reina y a su hermano. Uwaine estaba mohíno, pues habría querido viajar con su padre. Pero al fin todo quedó en paz y Morgana pudo sentarse a solas frente al fuego, en el salón grande, para pensar en lo acontecido durante el día.

Afuera caía el sol, en el largo crepúsculo del solsticio de verano, Morgana había cogido la rueca, pero sólo fingía hilar, pues esa tarea le disgustaba tanto como siempre; prefería trabajar el doble en el telar. No se atrevía a hilar, pues al hacerlo caía en aquel extraño trance, entre el sueño y la vigilia, y tenía miedo de lo que podía ver. Por eso ahora se limitaba a hacer girar el huso de vez en cuando, para que nadie la viera con las manos ociosas.

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