Las nieblas de Avalón (105 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Sabía que los hombrecillos morenos corrían detrás de su caballo; eran capaces de hacerlo durante medio día, en caso necesario. Pero ya se oía el golpeteo de los cascos. Arturo llegaba pisándole los talones con caballeros armados. Clavó los talones a su caballo, pero era un palafrén, no apto para la carrera.

Bajó de la silla, con la vaina en la mano.

—Dispersaos —susurró a los hombres.

Uno por uno parecieron fundirse con los árboles y las nieblas; nadie les vería si ellos no querían ser hallados. Morgana aferró la vaina y echó a correr por la orilla del lago. En la mente oía la voz de Arturo, percibía su cólera.

Él tenía
Escalibur
: su mente la percibía como un gran fulgor la prenda sagrada de Avalón. Pero jamás recuperaría la vaina. La cogió con ambas manos para hacerla girar sobre su cabeza y la arrojó con todas sus fuerzas lago adentro: allí la vio hundirse en las aguas profundas, insondables. Ninguna mano humana podría recobrarla; allí quedaría hasta que se pudriera el material, hasta que el último de los hechizos bordados en ella desapareciera.

Arturo la perseguía a caballo, desnuda la
Escalibur
en la mano… Pero ella y su escolta habían desaparecido. Morgana se recogió en silencio, fundiéndose con las sombras y los árboles; mientras permaneciera inmóvil, cubierta por el silencio de la sacerdotisa, ningún mortal podría ver siquiera su sombra.

Arturo gritó su nombre.

—¡Morgana! ¡Morgana!

La llamó por tercera vez, pero hasta las sombras permanecieron quietas. Por fin se cansó de andar en círculos, confundido, y llamó a su escolta. Lo encontraron tambaleándose en la montura, con los vendajes empapándose lentamente de sangre, y se lo llevaron por donde habían llegado.

Entonces Morgana levantó la mano y una vez más regresaron al mundo los sonidos normales del viento, las aves y los árboles.

HABLA MORGANA…

En años posteriores oí contar que robé la vaina por medio de brujerías, que Arturo me persiguió con cien jinetes y que yo también iba rodeada por un centenar de caballeros del pueblo de las hadas, y cuando Arturo iba a alcanzarme me convertí en un círculo de piedras, junto con mis hombres. Algún día, sin duda, añadirán que después pedí mi carro tirado por dragones alados para volar al reino de las hadas.

Pero no fue así. No fue más que eso: la gente pequeña sabe esconderse en los bosques, confundiéndose con los árboles y las sombras, y aquel día yo era uno de ellos, como me habían enseñado en Avalón. Cuando los caballeros se llevaron a Arturo, casi desvanecido por la larga persecución y el frío sufrido en la herida, me despedí de los hombres de Avalón y continué hasta Tintagel. Pero al llegar ya no me importaba lo que hicieran en Camelot, pues estaba muy enferma.

Aún ignoro qué me aquejaba; sólo sé que se fue el verano y que las hojas empezaron a caer mientras yacía en mi cama, atendida por las criadas que había encontrado allí, sin que me interesara volver a levantarme. Tenía un poco de fiebre, un cansancio tan grande que no me decidía a incorporarme ni a comer, una pesadez de ánimo tal que poco me importaba vivir o morir. Mis criadas (a una o dos las recordaba de mi infancia) creían que estaba hechizada. Y bien pudiera ser.

Marco de Cornualles me rindió tributo. «La estrella de Arturo va en ascenso —pensé—; sin duda cree que he venido por mandato suyo y no quiere enemistarse con él, ni siquiera por estas tierras que considera suyas. Hace un año quizá le habría prometido una parte, a cambio de que mandara a un grupo de insurrectos contra Arturo.» Pero muerto Accolon ya nada importaba.
Escalibur
seguía en poder de Arturo. Si la Diosa deseaba otra cosa tendría que quitársela ella misma, pues yo había fracasado y ya no era su sacerdotisa.

Creo que era lo que más dolía: haber fracasado sin que ella me hubiera tendido una mano para ayudarme a imponer su voluntad. Arturo, los curas y el traidor Kevin habían sido más fuertes que la magia de Avalón. Ya no quedaba nadie.

Ya no quedaba nadie, nadie. Lloraba sin cesar por Accolon y por el niño cuya vida había cesado al comenzar. Lloraba también por Arturo, convertido en mi enemigo e, inexplicablemente, también por Uriens y por mi vida en Gales, la única paz que había conocido.

Había perdido o entregado a la muerte a todos mis seres amados: Igraine, Viviana, Accolon, Arturo. Lanzarote y Ginebra me temían y me odiaban, y también Uwaine, que había sido como un hijo. A nadie le importaba que yo viviera o muriera. Tampoco a mí.

Ya había caído la última hoja, se iniciaban las temibles tempestades del invierno, cuando una de mis mujeres vino a decir que un hombre deseaba verme.

—¿En esta época del año? —Miré por la ventana, la lluvia incesante que caía del cielo, tan gris y lóbrego como el interior de mi mente. ¿Qué viajero osaba venir con aquel tiempo, luchando con las tormentas y la oscuridad? Quienquiera que fuese, no me interesaba—. Dile que la duquesa de Cornualles no recibe a nadie. Que se vaya.

—¿Con la lluvia y en una noche como ésta, señora?

Me sorprendió que la mujer protestara; casi todas me temían, creyéndome hechicera, y yo se lo dejaba creer. Pero la mujer tenía razón: Tintagel nunca había negado su hospitalidad.

—Dale la hospitalidad que corresponda a su rango —dije—, comida y lecho. Pero dile que estoy enferma y que no puedo recibirlo.

La criada se fue. Mientras contemplaba la tormenta, traté de regresar al apacible vacío donde ahora me sentía más a gusto. Pero muy poco después la puerta volvió a abrirse. Me incorporé sobresaltada, trémula de ira, la primera emoción que me permitía sentir en varias semanas.

—No te he llamado ni te ordené que regresaras —dije a la mujer—. ¿Qué atrevimiento es éste?

—Se me ha dado un mensaje para vos, señora —replicó—. Y no osé negarme, viniendo de quien venía. Él dijo: «No apelo a la duquesa de Cornualles, sino a la Dama de Avalón, que no puede negar audiencia al Merlín, si éste pide audiencia y consejo. »

Contra mi voluntad, aquello me intrigó. ¿Merlín? ¿Acaso Kevin no se había aliado con Arturo y los cristianos, traicionando a Avalón ? Pero tal vez era otro hombre el que ahora ostentaba ese cargo… Y entonces pensé en mi hijo Gwydion, o Mordret… Quizás era él quien lo ocupaba, pues sólo él podía considerarme todavía Dama de Avalón. Tras un largo silencio resolví:

—Dile que le recibiré… Pero así no. Manda a alguien para que me vista.

Sabía que estaba demasiado débil para hacerlo sola, pero no quería recibir a nadie de aquel modo, enferma, débil y en mi alcoba. La sacerdotisa de Avalón se las compondría para estar ante Merlín, aunque trajera la sentencia de muerte por todos mis fracasos. ¡Seguía siendo Morgana!

Logré levantarme para que me pusieran el vestido y los zapatos, me trenzaran el pelo y lo cubrieran con el velo de sacerdotisa. Hasta repinté el símbolo de la luna en mi frente: me temblaban las manos y estaba tan débil que me arrastré por la empinada escalera aferrada del brazo de la mujer. Pero Merlín no tenía que ver mi fragilidad.

En el salón habían encendido el fuego; humeaba un poco, como siempre en días de lluvia. A través del humo sólo pude ver una silueta de hombre sentada junto al hogar, de espaldas a mi, envuelta en un manto gris. Pero a su lado se erguía un arpa inconfundible: por Mi señora reconocí al dueño. Kevin tenia el pelo completamente blanco, pero cuando entré irguió el cuerpo giboso.

—Conque os hacéis llamar Merlín de Britania, aunque sólo servís a Arturo y desafiáis la voluntad de Avalón —dije.

—Ya no sé qué título darme —replicó Kevin en voz baja—, salvo el de criado de quienes sirven a los dioses, que son todos Uno.

—¿Y a qué venís?

—Tampoco lo sé —dijo la voz melodiosa que yo tanto había amado—, como no sea a pagar una deuda contraída cuando estas colinas aún no existían, querida.

Y entonces levantó la voz para llamar a la criada:

—¡Tu señora está enferma! ¡Llévala a un asiento!

Una bruma gris parecía ondular en torno a mí. Cuando se despejó me encontré sentada junto al fuego, frente a Kevin. La mujer había desaparecido.

—Pobre Morgana, pobre niña —dijo.

Y por primera vez desde que la muerte de Accolon me convirtiera en piedra sentí que podía llorar. Y apreté los dientes para contener el llanto, pues si derramaba una sola lágrima no podría cesar hasta fundirme en un lago.

—No soy una niña, arpista Kevin —dije, apretando los dientes—, y por falsedad habéis llegado a mi presencia. Decid lo que tengáis para decir y seguid vuestro camino.

—Dama de Avalón…

—No lo soy. —En nuestro último encuentro había apartado de mía ese hombre, gritándole que era un traidor. Ya no parecía importar, puesto que yo también había traicionado a Avalón.

¿Cómo podía juzgarlo?

—¿Qué sois, pues? —inquirió en voz baja—. Cuervo es ya anciana y lleva años en silencio. Niniana jamás tendrá poder para gobernar. Allí se os necesita.

—La última vez que hablamos —le interrumpí— dijisteis que los días de Avalón habían terminado. ¿Por qué sentar a alguien en el sitial de Viviana, salvo a una criatura mal preparada para ese alto cargo, a la espera del día en que Avalón se esfume para siempre entre las brumas? —Sentía en la garganta una ardiente amargura—. Puesto que habéis cambiado Avalón por el estandarte de Arturo, ¿no será más fácil vuestra tarea si nadie reina allí, salvo una vetusta profetisa y una joven sin poder?

—Niniana es el amor de, Gwydion y creación suya —observó Kevin—. Y se me ocurre que allí necesitan vuestra voz y vuestras manos. Aunque Avalón esté condenado a desaparecer en la niebla, ¿os negaríais a ir con ella? Nunca os tuve por cobarde, Morgana. —Y clavó sus ojos en los míos—. En este exilio moriréis de dolor.

Aparté la cara, diciendo:

—Para eso vine. —Y por primera vez comprendí que, en verdad, había ido hasta allí para morir—. Todo lo que he intentado está en ruinas. He fallado, he fallado. Vuestro es el triunfo Merlín: Arturo ha vencido.

Kevin negó con la cabeza.

—Ah, no, querida, no es triunfo. Sólo hago lo que los dioses me han encomendado. También vos. Por cierto, si vuestro destino es presenciar el fin del mundo que hemos conocido, mi muy amada, que ese destino nos encuentre a cada uno en su sitio, cumpliendo con lo que nuestro Dios nos ha ordenado. A mí me corresponde convocaros a Avalón, Morgana, no sé por qué. Mi tarea sería más sencilla si allí sólo estuviera Niniana, pero vuestro sitio está en Avalón y el mío, donde los dioses decreten. Y en Avalón hallaréis cura.

—Cura —dije despectivamente—. No me interesa.

Kevin me miró con tristeza. «Mi muy amada», me había llamado. Sentí entonces que sólo él me conocía tal como era. Ante todos los demás, aun ante Arturo, había lucido una cara diferente, tratando siempre de fingirme distinta y mejor de lo que era. Sólo para Kevin era Morgana, simplemente. Siempre había pensado que el amor era otra cosa: el ardor que me inspiraran Lanzarote y Accolon. Por Kevin había sentido poco más que una compasión distante, amistad, tibieza; lo que le había dado no parecía gran cosa. Sin embargo… sin embargo, sólo él acudía a mí, sólo a él le importaba que no muriera allí de pena.

Pero ¿cómo se atrevía a irrumpir en mi paz, ahora que yo casi había alcanzado esa total quietud que está más allá de la vida ?

—No —dije, volviéndole la espalda. Si aceptaba vivir, volver a Avalón, tendría que entrar nuevamente en una lucha a muerte con Arturo, a quien amaba; tendría que ver a Lanzarote aún encerrado en la prisión de amor de Ginebra.

No. Allí tenía silencio y paz. No tardaría mucho tiempo en pasar a una paz aún más profunda. El mareo próximo a la muerte se acercaba cada vez más. Y Kevin, el traidor, ¿me haría regresar?

—No —dije otra vez. Y me cubrí la cara con las manos—. Déjame en paz, arpista Kevin. He venido aquí para morir. Déjame ya.

No se movió ni dijo nada. Permanecí muy quieta, con el velo sobre la cara. Después de un rato se iría, sin duda. Y yo— seguiría en mi asiento hasta que las mujeres me cargaran hasta el lecho, y ya no volvería a levantarme.

Y entonces, en el silencio, oí el suave sonido del arpa. Kevin tocaba. Después de un momento cantó.

Yo conocía una parte de la balada: la del antiguo bardo Orfeo, que sometía a las bestias con su música. Pero él continuó cantando otra parte, un misterio que yo nunca había oído. Contaba que Orfeo, al perder a su amada, había descendido al Otro mundo para rescatarla.

Su voz, hablaba desde el alma…, y oí que mi voz rogaba:

—No trates de rescatarme. En estas tierras eternas todo está en paz, no hay dolor ni lucha; aquí puedo olvidar tanto el amor como el pesar.

La habitación se borró a mi alrededor. Ya no sentía el olor del humo, el aliento glacial de la lluvia tras la ventana; ya no tenía conciencia de mi cuerpo, enfermo y mareado. Me pareció estar en un jardín, lleno de flores sin perfume y de paz eterna, donde sólo el son distante del arpa rompía el silencio, a desgana. Y el arpa cantaba para mí, sin que lo deseara.

Hablaba del viento de Avalón, de las flores del manzanar, del aroma a manzanas maduras. Me traía la frescura de la niebla sobre el lago, la carrera de los ciervos en el bosque, los brazos de Lanzarote rodeándome. Volví a sentir en el regazo a mi hijo, su pelo suave contra la cara… ¿O era Arturo que se aferraba a mí, tocándome la mejilla con sus manecitas? Una vez más, Viviana me tocó la frente en el gesto de la bendición y los vientos se arremolinaron en la oscuridad del eclipse, mientras la voz de Accolon pronunciaba mi nombre.

Y ya no era sólo el son del arpa, sino las voces de los muertos y los vivos, que me gritaban: «Regresa, la vida te llama con todo su placer y su dolor…» Y entonces de la voz del instrumento surgió una nota nueva.

—Soy yo quien te llama, Morgana de Avalón, sacerdotisa de la Madre…

Levanté la cabeza; ya no veía el cuerpo contrahecho de Kevin y sus facciones dolientes; su lugar estaba ocupado por Alguien, alto y magnífico, glorioso de sol el rostro; en sus manos, el Arpa y el Arco. Contuve el aliento ante el Dios, mientras la voz cantaba: «Vuelve a la vida, regresa a mí…»

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