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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (117 page)

—Exceptuando lo de Lucio —indicó Gwydion—. Y si algo he aprendido en mi vida, es que la paz nunca dura. A la costa están llegando naves con forma de dragón de las que desembarcan nórdicos salvajes. Y cuando los hombres claman por la ayuda de las legiones de Arturo, sólo se les responde que los caballeros han partido en busca de la paz espiritual. Entonces piden ayuda a los reyes sajones del sur. Pero cuando la búsqueda termine llamarán otra vez a Arturo… Y me parece que, llegado ese día, los caballos de combate pueden escasear.

—Bueno, te he dicho que tienes que ocuparte de eso —dijo Arturo. Ginebra notó que hablaba con irritación de anciano, sin la energía de antaño—. Como capitán de caballería tienes autoridad para conseguir corceles en mi nombre. Lanzarote solía tratar con comerciantes del sur.

—Y lo mismo haré yo —aseveró Gwydion—. Antes no había caballos mejores que los de España, pero ahora, tío y señor, los mejores vienen del África, según he sabido por un caballero español llamado Palomides.

—Conocí a Palomides —dijo Arturo—. Tenía una espada de acero español; en nuestro país no las hay con ese filo de navaja. Los nórdicos no tienen buenas armas.

—Pero son combatientes fogosos —señaló Gwydion—. Se dejan arrastrar por la fiebre de la batalla e incluso arrojan los escudos en mitad del combate… No, mi rey: quizá tengamos paz por un tiempo, pero ya tenemos nórdicos e irlandeses salvajes en nuestras costas. Pero la guerra con los sajones benefició a este país.

—¿Que lo benefició? —Arturo miró al joven con estupefacción—. ¿Qué dices, sobrino?

—Cuando los romanos nos dejaron, mi señor Arturo, estábamos aislados en el fin del mundo, solos con Tribus medio salvajes. La guerra con los sajones nos obligó a comerciar con otros países y a construir nuevas ciudades. Por no mencionar la actuación de los sacerdotes, que ahora han convertido a los sajones en gente civilizada, con reyes que os rinden tributo. Sin la guerra contra los sajones, el reinado de Uther habría quedado en el olvido, como el de Máximo.

Arturo dijo con humor:

—Sin duda piensas que estos veinte años de paz han puesto en peligro a Camelot, que necesitamos más luchas para volver al mundo. Se nota que no eres guerrero, joven. ¡Yo no tengo esa visión romántica de la guerra!

Gwydion le devolvió la sonrisa.

—¿Qué os hace pensar que no soy guerrero, mi señor? Combatí contra Lucio con vuestros hombres y tuve tiempo sobrado para analizar las guerras y su valor. Sin ellas seríais menos importante que esos reyezuelos de Gales e Irlanda. ¿Quién recuerda ya a los gobernantes de Tara?

—¿Y tú crees que con Camelot podría suceder lo mismo?

—Ah, tío y rey mío, ¿queréis la sapiencia del druida o los halagos del cortesano?

Arturo se echó a reír.

—Oigamos el astuto consejo del Mordret.

—El cortesano os diría, señor, que el reinado de Arturo vivirá para siempre en el mundo. Y el druida, que todos los hombres perecen, junto con su sabiduría y sus glorias, como sucedió con la Atlántida hundida bajo las olas. Sólo perduran los dioses.

—¿Y qué diría mi sobrino y amigo?

—Vuestro sobrino —dio a la palabra el énfasis suficiente para que Ginebra percibiera que tendría que haber sido «vuestro hijo»— os diría, señor, que vivimos para el día de hoy, no para lo que la historia pueda decir de nosotros dentro de un milenio. Y así, vuestro sobrino os aconsejaría llenar vuestras cuadras, para que vuelvan a reflejar los tiempos nobles en que Arturo y sus combatientes eran temidos por todos. Que nadie diga que el rey envejece y ya no se ocupa de mantener en forma a sus hombres.

Arturo le dio una amistosa palmada en el hombro.

—Sea, querido muchacho. Confío en tu juicio. Compra los mejores caballos y ocúpate de hacerlos adiestrar.

—Para eso tendré que buscar sajones —advirtió Gwydion—. ¿Estáis dispuesto a que aprendan los secretos del combate a caballo, ahora que son nuestros aliados?

El rey puso cara de preocupación.

—Temo que tendré que dejar también eso en tus manos.

—Haré lo que pueda —prometió Gwydion—. Pero nos hemos entretenido mucho en esta conversación, mi señor, y las damas están cansadas. —Se inclinó hacia Ginebra con una sonrisa conquistadora—. ¿Queréis música? No dudo que la señora Niniana estará encantada de traer su arpa y de cantar para vos, mi rey y señor.

—Siempre me alegra oír la música de mi parienta —dijo gravemente Arturo—, si a mi señora le complace.

Ginebra hizo un gesto afirmativo a Niniana, que fue en busca de su arpa y cantó para ellos. La reina escuchó con placer; Niniana tocaba bien y su voz era melodiosa, aunque no tan pura ni tan potente como la de Morgana. Pero mientras observaba a Gwydion, que no apartaba la vista de la hija de Taliesin, pensó: «¿Por qué será que en esta corte cristiana tiene que haber siempre una de esas damiselas del lago?» Eso la preocupaba, aunque tanto Gwydion como Niniana parecían buenos cristianos e iban a misa todos los domingos. Ginebra, que tema muy buenos recuerdos de Taliesin, había recibido con gusto a su hija entre sus damas, a petición de Gwydion, pero ahora le parecía que Niniana, sin llamar la atención, había asumido el primer puesto entre las mujeres. Arturo siempre la trataba con deferencia y a menudo le pedía que cantara. A veces, observándolos, Ginebra se preguntaba si acaso la consideraba algo más que un familiar.

Pero no, seguramente no. Si Niniana tenía un amante en la corte, con toda probabilidad era el mismo Gwydion. Aun así, le dolía el corazón al verla tan hermosa, mientras que ella envejecía: su pelo se apagaba, sus mejillas perdían el color, sus carnes cedían… Por eso, cuando Niniana recogió el instrumento para retirarse, Ginebra arrugó el entrecejo. Arturo, que se acercaba para salir con ella del salón, preguntó:

—Estás ceñuda, querida esposa. ¿Qué te molesta?

—Gwydion dijo que estabas viejo.

—Hace treinta y un años que ocupo el trono de Britania contigo a mi lado, Ginebra. ¿Hay alguien en este reino que todavía pueda considerarnos jóvenes? Tendrías que sentirte complacida de que Gwydion no me halagara con falsas palabras. Habla con franqueza y por eso lo aprecio. Ojalá…

—Ya sé —lo interrumpió Ginebra, enfadada—. Querrías poder reconocerlo como hijo, para que fuera él y no Galahad quien heredara el trono.

Arturo enrojeció.

—¿Es preciso que nos tratemos con acritud cada vez que tocamos ese tema? Los curas no lo queman por rey. No hay más que decir.

—No puedo olvidar de quién es hijo…

—Y yo no puedo olvidar que es mi hijo —repuso Arturo delicadamente.

—No confío en Morgana. Tú mismo has descubierto que…

Viendo que Arturo endurecía la cara, comprendió que no quería hablar de la cuestión.

—Mi hijo fue criado por la reina de Lothian, cuyos hijos han sido el puntal de mi reinado. Ahora Gwydion apunta a ser como Gareth y Gawaine: los mejores de mis amigos y caballeros. Y no puedo pensar mal de él por haberse quedado conmigo mientras los demás me abandonaban por la búsqueda.

Ginebra no quería reñir con él.

—Créeme, mi señor: te amo más que a nada de esta tierra.

—Desde luego, amor mío, te creo. Como dicen los sajones: «Bienaventurado el hombre que tiene un buen amigo, una buena esposa y una buena espada.» Y yo lo tengo todo, Ginebra. No era mi intención sacar a relucir viejos pesares, pero entre Morgana y yo el daño se produjo hace años. —Por una vez había pronunciado el nombre de su hermana sin una fría tensión en las facciones—. ¿No cabe agradecer que, cometido el pecado y sin manera de recuperar la inocencia, Dios me haya dado un buen hijo a cambio de ese mal? Morgana y yo no nos separamos como amigos y no sé qué ha sido de ella, pero su hijo es ahora el puntal de mi trono. ¿Tengo que desconfiar de él por la madre que lo dio a luz?

Ginebra habría querido decir: «No confío en él porque se educó en Avalón», pero calló. No obstante, cuando Arturo le preguntó delicadamente, a la puerta de su cuarto, si quería que pasaran la noche juntos, ella esquivó su mirada, diciendo:

—No… No, estoy fatigada. —Y trató de no ver su expresión de alivio. Se preguntó si acaso compartiría su lecho con Niniana o con alguna otra, pero no estaba dispuesta a rebajarse interrogando al chambelán. «Si no es conmigo, ¿qué puede importarme con quién sea?»

El año continuó hasta las tinieblas del invierno y después rumbo a la primavera. Un día Ginebra dijo, apasionadamente:

—¡Ojalá terminara esa búsqueda y los caballeros volvieran de una vez, con el Grial o sin él!

—Oh, querida, lo han jurado —observó Arturo.

Pero ese mismo día un caballero subió por el sendero de Camelot. Era Gawaine.

—¿Eres tú, primo? —Arturo lo besó en ambas mejillas—. No tenía esperanzas de verte hasta que hubiera acabado el año.

¿No juraste ir tras el Grial durante un año y un día?

—Así fue —respondió Gawaine—. Pero no falto a mi juramento. La última vez que vi el Grial fue en este mismo castillo, Arturo; es tan probable que vuelva a verlo aquí como en cualquier otro rincón del mundo. He cabalgado de un lado a otro sin saber de él. Un día se me ocurrió que podía buscarlo donde ya lo había visto: en Camelot y en la presencia de mi rey, aunque sea en el altar de la misa todos los domingos.

Arturo lo abrazó con una sonrisa. Tenía los ojos húmedos.

—Pasa, primo —dijo, simplemente—. Bienvenido a casa.

Y unos días después también regresó Gareth.

—Tuve una visión, y creo que fue Dios quien me la envió —contó durante la comida—. Soñé que veía el Grial descubierto y bello ante mí. Luego, una voz me habló desde la luz que lo rodeaba, diciendo: «Gareth, caballero de Arturo, esto es todo lo que volverás a ver del Grial en esta vida. ¿Para qué buscar nuevas glorias, cuando tu rey te necesita en Camelot?» Por eso inicié el regreso. En el camino me encontré con Lanzarote y le pedí que hiciera lo mismo.

—¿Crees que en verdad visteis el Grial? —preguntó Gwydion.

Gareth se echó a reír.

—Puede que el Grial sea sólo un sueño. Y cuando soñé con él, me ordenó cumplir con mi obligación ante mi rey y señor.

—Supongo que pronto tendremos a Lanzarote entre nosotros.

—Espero que se decida a volver —dijo Gawaine—, pues en verdad nos hace falta. Pero pronto será la Pascua; entonces podremos tenerlos a todos aquí.

Más tarde, Gareth pidió a Gwydion que llevara su arpa y cantara. A Ginebra no le habría extrañado que él dejara la música a cargo de Niniana, pero el joven llevó un instrumento que ella reconoció.

—¿Ésa no es el arpa de Morgana?

—Sí. La dejó en Camelot al partir. Mientras no venga por ella, es mía; dudo que me la niegue, puesto que no me ha dado otra cosa.

—Salvo la vida —señaló Arturo, en tono de leve reproche.

Gwydion volvió hacia él una mirada tan amarga que Ginebra se sintió muy inquieta. Su tono salvaje apenas se oía a cinco pasos de distancia.

—¿Y tengo que estarle agradecido por eso, rey y señor mío?

Antes de que Arturo pudiera decir nada, Gwydion aplicó los dedos a las cuerdas y comenzó a tocar. Pero la canción escogida escandalizó a Ginebra.

Cantó la balada del rey Pescador, que moraba en un castillo en mitad de un gran páramo; según menguaban sus energías, al envejecer el rey, así la tierra se marchitaba sin dar cosechas, hasta que un hombre más joven fuera a darle el golpe de gracia que vertería la sangre del anciano monarca sobre la tierra; entonces ésta rejuvenecía con el nuevo rey y florecía con su juventud.

—¿Eso piensas? —interpeló Arturo, molesto—. ¿Que el país donde manda un rey anciano no puede sino marchitarse?

—No, mi señor. ¿Qué haríamos sin la sapiencia de vuestros muchos años? En los tiempos de las Tribus era así: cuando el Macho rey envejecía, otro surgía del rebaño para derribarlo Pero ésta es una corte cristiana y esa costumbre no existe, mi rey. Tal vez la balada del rey Pescador es sólo un símbolo de la hierba que, como dicen vuestras Escrituras, es como la carne del hombre: sólo dura una estación.

Y cantó delicadamente, pulsando las cuerdas:

Pues, ¡ay!, los días del hombre son una hoja caída.

Tú también serás olvidado,

como la flor que cayó en la hierba.

Sin embargo, así como vuelve la primavera,

así florece la tierra y la vida regresa…

—¿Eso es de las Escrituras, Gwydion? —preguntó Ginebra.

Él negó con la cabeza.

—Es un antiguo himno de los druidas. Cada religión tiene uno. Tal vez, en verdad, todas las religiones son una misma.

Arturo le preguntó en voz baja:

—¿Eres cristiano, hijo mío?

Gwydion tardó un momento en responder:

—Fui educado como druida y no rompo mis juramentos.

Y se levantó tranquilamente para salir del salón. Arturo, que lo seguía con la mirada, no abrió la boca, ni siquiera para reprobar esa falta de cortesía. Gawaine, en cambio, estaba ceñudo.

—¿Le permitiréis retirarse con tan poca ceremonia, señor?

—Oh, déjale, déjale —replicó Arturo—. Aquí todos somos parientes. No pido que me traten siempre como si estuviera en el trono. Él sabe que es hijo mío, como lo saben todos los presentes. ¿Quieres que se comporte siempre como cortesano?

Pero Gareth también lo miraba con irritación.

—Desearía, con todo mi corazón, que Galahad volviera a la corte —dijo—. Dios le dé una visión como la mía, pues lo necesitáis más que a mí, Arturo. Y si no viene pronto, yo mismo saldré en su busca.

Pocos días antes de Pentecostés, Lanzarote llegó finalmente a Camelot.

Al ver la caravana que se acercaba, Gareth había reunido a todos los hombres ante las puertas para darles la bienvenida, pero Ginebra, junto a Arturo, prestó poca atención a la reina Morgause, excepto para preguntarse a qué venía. Lanzarote se arrodilló ante su señor para darle la triste noticia. También ella percibió su dolor; siempre había sido así: lo que pesara sobre el corazón de Lanzarote era como un azote contra el suyo. Arturo hizo que se levantara para abrazarlo, con los ojos húmedos.

—Yo también he perdido, querido amigo. Será muy llorado.

Y Ginebra, sin poder soportarlo más, se adelantó para dar la mano a Lanzarote delante de todos, diciendo con voz trémula:

—Deseaba tu regreso, Lanzarote, pero lamento que sea con tan triste nueva.

Arturo dijo a sus hombres:

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