Las nieblas de Avalón (114 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Morgana le preguntó con seriedad, cara a cara:

—¿Qué piensas de esa búsqueda, Lanzarote?

—En verdad, prima, no lo sé. Sólo sé que, el día que vimos el Grial en Camelot, algo muy santo vino a nosotros. Por primera vez sentí que había un Misterio más allá de esta vida. Por eso inicié la búsqueda, aun pensando en parte que era una locura Y mientras viajaba con Galahad su fe era como una burla de la mía. ¡El muchacho era tan puro, tan simple y bueno…! Y yo, anciano y manchado… —Lanzarote bajó la vista al suelo; Morgana vio que tragaba saliva con dificultad—. Por eso me separé de él, finalmente: para no dañar esa fe inmaculada. Fue entonces cuando la niebla y la penumbra invadieron mi mente; no sé adonde fui; me parecía que Galahad conocía todos mis pecados y me despreciaba por ellos.

Hablaba en voz alta, excitado. Por un momento Morgana vio regresar a sus ojos ese brillo insano.

—No pienses en esa época, querido —se apresuró a decir—. Ya pasó.

Lanzarote aspiró muy hondo; sus pupilas se apagaron.

—Ahora mi búsqueda es buscar a Galahad. No sé qué vio él, por qué la llamada del Grial fue tan poderosa para unos y tan débil para otros. De todos los caballeros, creo que sólo Mordret no vio nada; en todo caso, se lo reservó.

«Mi hijo se educó en Avalón; no puede haberse dejado engañar por la magia de la Diosa», pensó Morgana. Iba a explicar a Lanzarote lo que había visto, para no permitir que un hombre de Avalón confundiera aquello con un misterio cristiano, pero al percibir esa nota extraña en su voz optó por callar. La Diosa le había ofrecido una visión consoladora; no le correspondía a ella destruirla con una palabra.

Eso era lo que Ella había buscado: tras el perjurio de Arturo, la Diosa había diseminado a sus caballeros. Y la ironía final era que la más sagrada de sus visiones inspirara la leyenda mas apasionada del culto cristiano. Por fin Morgana dijo, alargando una mano:

—A veces pienso que no importa lo que hagamos. Los dioses nos mueven a su antojo.

—Si yo creyera eso —replicó él—, me volvería loco de una vez por todas.

Morgana sonrió con tristeza.

—Y yo enloquecería si no lo creyera. —«Tengo que creer que nunca tuve alternativa… que no pude rehusar a la consagración del rey ni aniquilar a Mordret antes de que naciera, negarme al casamiento con Uriens, detenerme antes de causar la muerte de Avalloch…, retener a mi lado a Accolon…, ni evitar la muerte de Kevin y de Nimue…»

Lanzarote dijo:

—Morgana, no puedo creer que sea la voluntad de Dios que Arturo y su corte caigan en manos de Mordret. Llamé a la barca y vine a Avalón sin pensarlo, pero ahora creo que obré mejor de lo que pensaba. Tú, que tienes el don de la videncia, puedes mirar dentro del espejo y decirme dónde está Galahad. Estoy dispuesto a enfrentarme a su cólera, exigiéndole que abandone la búsqueda y regrese a Camelot.

El suelo pareció estremecerse bajo los pies de Morgana, como si hubiera pisado arenas movedizas. Se oyó a sí misma decir, como desde una gran distancia:

—Volverás a Camelot con tu hijo, Lanzarote… —Y se preguntó por qué el frío parecía helarle las entrañas—. Miraré en el espejo por ti, primo, pero no conozco a Galahad. Tal vez no vea nada que pueda serte útil.

—Prométeme que harás lo posible —rogó él.

—Será lo que la Diosa quiera. Ven.

Cuando el sol ya estaba alto descendieron por la colina hacia el Pozo Sagrado. Arriba graznó un cuervo, una sola vez. Lanzarote se persignó contra el mal presagio, pero Morgana levantó la vista, preguntando:

—¿Qué has dicho, hermana?

La voz de Cuervo dijo en su mente: «No temas, Mordret no matará a Galahad. Y Arturo matará a Mordret.»

Morgana dijo en voz alta:

—Arturo aún será Macho rey…

Lanzarote se volvió para mirarla fijamente.

—¿Qué has dicho, Morgana?

Cuervo volvió a hablar: «Al Pozo Sagrado no: a la capilla, ahora mismo. Es el momento prefijado.»

—¿Adonde vamos? —preguntó Lanzarote—. ¿Ya no recuerdo el camino hacia el Pozo?

Y Morgana, alzando la cabeza, cayó en la cuenta de que sus pasos los habían llevado, no al Pozo, sino a la pequeña capilla donde la antigua hermandad cristiana celebraba sus oficios. Según se contaba, había sido construida cuando José de Arimatea hundió su cayado en el suelo de la colina que llamaban Wearyall. Morgana alargó la mano para coger una rama del Santo Espino; la púa se le clavó hasta el hueso. Sin saber lo que hacía marcó la frente de Lanzarote con las gotas de sangre.

Él la miró con sobresalto. Morgana oyó el cántico de los sacerdotes:
Kirie eleison, Christe eleison
… Entró calladamente y, para su sorpresa, se arrodilló. La capilla estaba llena de bruma. A través de la niebla creía ver la otra capilla, la de Ynis Witrin, y eran dos los conjuntos de voces que cantaban…
kirie eleison
… Percibía también voces femeninas. Debían de ser las monjas de Ynis Witrin, pues en la capilla de Avalón no había mujeres.

Por un momento vio a Igraine, arrodillada a su lado, y oyó su voz clara y suave, cantando:
Christe eleison
… El sacerdote estaba ante el altar. Y entonces le pareció que también Nimue estaba allí, suelta la cabellera dorada en la espalda, tan encantadora como Ginebra cuando vivía allí, en el convento. Pero en vez de la antigua furia de celos, Morgana la miró con purísimo amor.

Se espesó la niebla; ya casi no podía ver a Lanzarote, arrodillado junto a ella. Pero ante el altar de la otra capilla estaba Galahad, con el rostro elevado, lleno de un fulgor reflejado. Y supo que él también veía, a través de la bruma, la capilla de Avalón donde estaba el Grial.

Oyó un sonido de diminutas campanas en Ynis Witrin, y la suave voz de Taliesin, que murmuraba:

—Pues la noche en que Cristo fue traicionado, el Maestro cogió la copa y la bendijo, diciendo: «Bebed todos de este cáliz, pues es mi sangre, que será derramada por vosotros,»

Vio la sombra del sacerdote que elevaba el cáliz de la comunión, pero fue la damisela del Grial, Nimue… ¿o quizás ella misma?… la que le acercó la copa a los labios. Lanzarote corrió hacia delante, gritando:

—¡Ah, la luz… la luz!

Y cayó de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos. Luego se deslizó hacia delante hasta quedar tendido en el suelo.

Ante el contacto con el Grial, la cara ensombrecida del joven se tornó clara, sólida, real, y las brumas desaparecieron. Galahad se arrodilló para beber de la copa.

—Pues así como el vino de muchas uvas fue aplastado para hacer un solo vino, así también, cuando nos unamos en este sacrificio perfecto y sin sangre, así todos seremos Uno bajo la Gran Luz que es Infinita…

Y con el fulgor del éxtasis en la cara, el joven lanzó un suspiro de gozo absoluto y miró de lleno hacia la luz. Alargó la mano para coger el cáliz en las manos… y cayó hacia delante, hacia el suelo de la capilla. También quedó tendido allí, inmóvil.

«Tocar los objetos sagrados sin preparación equivale a la muerte…»

Morgana vio que Nimue (¿o acaso era ella misma?) cubría la cara de Galahad con un velo blanco. Luego la joven desapareció y el cáliz quedó en el altar. Era sólo el cáliz de oro de los Misterios, sin rastro de la luz ultraterrena… Morgana no tenía la certeza de que estuviera allí… La niebla lo rodeaba todo. Y Galahad yacía muerto en el suelo de la capilla de Avalón, frío e inmóvil junto a Lanzarote.

Pasó largo rato antes de que Lanzarote se moviera. Cuando levantó la cabeza, Morgana vio su rostro ensombrecido por la tragedia.

—Y yo no fui digno de seguirlo —murmuró.

—Debes llevarlo a Camelot —dijo Morgana, delicadamente—. Ha ganado la búsqueda del Grial… pero fue la última. No pudo soportar la luz.

—Tampoco yo —susurró Lanzarote—. Mira: aún tiene la luz en la cara. ¿Qué vio?

Morgana cabeceó lentamente; un escalofrío le trepaba por los brazos.

—Ni tú ni yo lo sabremos jamás, Lanzarote. Sólo sé que murió con el Grial en los labios.

Su primo contempló el altar. Los sacerdotes se habían retirado silenciosamente, dejando a Morgana sola con el difunto y el vivo. Y el cáliz, rodeado de nieblas, aún relumbraba allí.

—Sí —dijo Lanzarote, levantándose—. Y esto volverá conmigo a Camelot, para que todos sepan que la búsqueda ha terminado. Ya ningún caballero buscará lo desconocido hasta morir o enloquecer…

Dio un paso hacia el altar, pero Morgana lo rodeó con los brazos para impedírselo.

—¡No, no! No es para ti. ¡Caíste fulminado con sólo verlo! Tocar sin preparación las cosas sagradas equivale a la muerte.

—Entonces moriré por el Grial.

—¿Por qué, Morgana? ¿Por qué tiene que continuar esta locura suicida?

—No —dijo ella—. La búsqueda del Grial ha terminado Se te ha salvado para que lleves la nueva a Camelot. Pero no puedes llevar el cáliz, nadie puede sostenerlo, confinarlo. Quienes lo busquen con fe…

Oyó su voz sin saber lo que estaba a punto de decir:

—… Lo hallarán siempre… aquí, más allá de las tierras mortales Pero si regresara contigo a Camelot, caería en manos de los curas más intransigentes, que lo usarían como a un peón de ajedrez. Te lo ruego, Lanzarote: déjalo aquí, en Avalón. Deja que, en este nuevo mundo carente de magia, haya al menos un Misterio que los sacerdotes no puedan reducir a sus dogmas. —Las lágrimas le quebraron la voz—. En los días venideros, ellos indicarán a la humanidad qué es bueno y qué es malo, qué pensar, cómo rezar, en qué creer. No puedo ver hasta el fin. Quizá la humanidad deba pasar un tiempo de penumbra a fin de reconocer, algún día, la bendición de la luz. Pero que haya un destello de esperanza en esa penumbra, Lanzarote. Una vez el Grial fue a Camelot. Que el recuerdo de su paso por allí no sea mancillado por su cautiverio en algún altar mundano. Que el hombre tenga un Misterio, una fuente de visión para seguir.

Su voz se había ido secando hasta parecer el graznido del último cuervo. Lanzarote se inclinó profundamente ante ella.

—Morgana… ¿eres realmente Morgana? Ya no sé quién eres, qué eres. Pero lo que dices es verdad. Que el Grial permanezca eternamente en Avalón.

A un gesto de Morgana, las gentes pequeñas de Avalón levantaron el cuerpo de Galahad para llevarlo en silencio a la barca. De la mano de Lanzarote, Morgana bajó a la orilla. Allí contempló el cadáver tendido en la embarcación: por un momento le pareció que era Arturo quien yacía allí, pero luego la visión onduló hasta desaparecer, dejando sólo a Galahad, con ese misterioso fulgor de paz en la cara.

—Y vas a Camelot con tu hijo —musitó—, pero no como lo preví. Creo que la videncia es una burla: vemos lo que los dioses nos permiten, pero no sabemos qué significa. Creo que no volveré a emplear ese don, primo.

—Dios así lo quiera. —Lanzarote le estrechó las manos un instante. Luego se las besó.

—Y así nos separamos, por fin —dijo delicadamente, entonces, pese a lo que terminaba de decir sobre la videncia, Morgana se vio con los ojos de Lanzarote: la virgen con la que había descansado en el círculo de piedras, de la que se había alejado por miedo a la Diosa; la mujer a la que recurriera en un frenesí de deseo, tratando de borrar la culpa de su amor por Ginebra y Arturo; la mujer pálida y terrible, con la antorcha en alto, al sorprenderlo en la cama de Elaine. Y ahora, la Dama oscura y callada, ensombrecida en luces, que lo había apartado del Grial.

Le besó en la frente. No había necesidad de palabras: ambos sabían que era una despedida y una bendición. Mientras Lanzarote se apartaba lentamente para abordar la mágica embarcación, Morgana observó sus hombros caídos, el brillo del sol poniente en su pelo, ya completamente blanco, y se vio nuevamente con sus ojos.

«Yo también soy vieja…», pensó.

Ahora sabía por qué nunca había vuelto a ver a la reina de las hadas.

«Ahora yo soy la reina. No hay más Diosa que ésta, y soy yo.»

«Sin embargo, más allá de esto existe ella, como está en Igraine, Viviana, Morgause, Nimue y la reina. Y ellas vivirán también en mí, como ella…

«Y dentro de Avalón viven por siempre.»

13

M
uy al norte, en el país de Lothian, las noticias que llegaban sobre la búsqueda del Grial eran escasas y poco fiables. Morgause esperaba el regreso de Lamorak, su joven amante. Medio año después supo que había muerto en la búsqueda. «No fue el primero, ni será el último en morir por esta monstruosa locura que lleva a los hombres en pos de lo desconocido —pensó—. Siempre he creído que las religiones y los dioses eran una forma de la locura. ¡Mira lo que han acarreado a Arturo! Y ahora se han llevado a Lamorak, todavía tan joven.»

Pero él ya no estaba y, aunque lo echara de menos, no tenía por qué resignarse a la vejez y a un lecho solitario. Se observó en el viejo espejo de bronce, borró los rastros de las lágrimas y volvió a examinarse. Si bien ya no tenía la belleza madura que había deslumbrado a Lamorak, aún estaba de buen ver y conservaba todos los dientes. Además, era rica y reina de Lothian. Siempre habría hombres en el mundo, todos necios, con los que una mujer astuta podía hacer lo que le diera la gana.

De vez en cuando llegaba hasta ella alguna leyenda sobre la búsqueda, cada una más fabulosa que la anterior. Supo que Lamorak había vuelto al castillo de Pelinor, atraído por el viejo rumor de una vasija mágica que se conservaba en una cripta debajo del castillo; allí murió, gritando que el Grial flotaba ante él en las manos de una doncella, en las manos de su hermana Elaine. También llegaron nuevas de que Lanzarote estaba encarcelado en algún lugar de los viejos dominios de Héctor; estaba loco y nadie se atrevía a informar al rey Arturo. Luego se supo que, tras haber sido reconocido por Bors, su hermanastro, había recobrado el juicio y partido otra vez, ya para continuar la búsqueda, ya para volver a Camelot. Con un poco de suerte, también moriría en la búsqueda, de lo contrario, el cebo de Ginebra lo atraería nuevamente hacia Arturo y su corte.

Sólo su Gwydion permanecía sensatamente en Camelot, cerca de Arturo. ¡Ojalá Gawaine y Gareth hubieran hecho lo mismo! Pero, al menos, sus hijos habían retomado el lugar que les correspondía junto al rey.

Pero tenía otra manera de averiguar lo que estaba sucediendo. Durante muchos años había creído que las puertas de la magia y la videncia estaban cerradas para ella, exceptuando los pequeños trucos que aprendió por sí sola. Después empezó a comprender que la magia estaba allí, esperándola, sin complejas reglas y limitaciones druídicas para su uso. No tenía nada que ver con los dioses, con el bien ni con el mal; estaba simplemente allí, a disposición de quien tuviera la temeraria voluntad de utilizarla.

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