Las nieblas de Avalón (115 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Aquella noche, encerrada lejos de sus criados, hizo los preparativos. El perro blanco que había llevado le inspiraba una imparcial compasión; tuvo un momento de repulsión al cortarle el cuello y recoger la sangre caliente en el cuenco, pero al fin y al cabo era su perro, tan suyo como el cerdo que podría haber sacrificado para la cena. Y en la sangre vertida había un poder más fuerte y directo que el que el sacerdocio de Avalón acumulaba con su interminable disciplina. Delante del hogar yacía una de las criadas, debidamente drogada; esta vez era una que no le era especialmente necesaria ni le merecía mayor afecto. Había aprendido la lección la última vez que lo intentó. En aquella ocasión desperdició a una buena hilandera; al menos ésta no sería una pérdida para nadie.

Los preliminares aún le inspiraban ciertos escrúpulos. La sangre que le manchaba las manos y la frente era desagradablemente pringosa, pero casi podía ver surgir de ella, como si fuera humo, finas volutas de poder mágico. La luna se había reducido en el cielo a un delgadísimo destello; la que esperaba su llamada en Camelot estaría ya preparada. En el momento exacto en que la luna entró en el cuadrante correcto, Morgause vertió el resto de la sangre en el fuego y pronunció tres veces, en voz alta:

—¡Morag! ¡Morag! ¡Morag!

La sirvienta drogada (Morgause recordó vagamente que se llamaba Becca o algo así) se movió un poco junto al fuego; sus ojos vagos adquirieron profundidad y firmeza. Por un momento, al levantarse, pareció lucir el atuendo elegante de las damas de Ginebra.

—Estoy aquí, a vuestra disposición. ¿Qué deseáis de mí reina de las Tinieblas?

—Cuéntame de la corte. ¿Qué hay de la reina?

—Está muy sola desde que Lanzarote partió, pero a menudo se hace acompañar por el joven Gwydion. Se le ha oído decir que es como el hijo que nunca tuvo. Parece haber olvidado que es hijo de la reina Morgana —dijo la muchacha, con la cuidada pronunciación de las cortesanas del sur, incongruente en una fregona de ojos vacuos y manos encallecidas.

—¿Aún le pones la pócima en el vino, a la hora de acostarse?

—No hay necesidad, mi reina. —La voz extraña parecía surgir a través de la muchacha, desde atrás—. Hace ya más de un año que la reina no tiene la menstruación. Y de cualquier modo, el rey la visita muy rara vez en su lecho.

Morgause podía olvidar el último de sus temores: que, contra todas las probabilidades, Ginebra tuviera tardíamente un hijo que pusiera en peligro la posición de Gwydion en la corte. Claro que éste no habría tenido ningún escrúpulo en poner fin a ese pequeño rival indeseable, pero era mejor no correr el riesgo: al fin y al cabo, el mismo Arturo había escapado de todas las conspiraciones de Lot hasta ser coronado.

«Esperé demasiado, Lot y yo tendríamos que haber sido reyes de este país hace muchos años. Ahora no hay quien me detenga. Viviana ya no existe y Morgana es anciana. Gwydion me hará reina. Soy la única mujer a quien escuchará.»

—¿Qué hay de Mordret, Morag? ¿El rey y la reina confían en él?

Pero la voz se tornó densa y gangosa.

—No estoy segura… A menudo acompaña al rey… Una vez oí que Arturo le decía… Eh, me duele la cabeza. ¿Qué hago aquí, junto al fuego? La cocinera me va a despellejar…

Era la voz idiota de Becca. Morgause comprendió que Morag, allá en la lejana Camelot, había vuelto a hundirse en el extraño sueño en el que se comunicaba con la reina de Lothian o la reina de las hadas. Cogió el cuenco de sangre para arrojar al fuego las últimas gotas.

—¡Morag, Morag! ¡Escúchame! ¡Te lo ordeno!

—Mi reina —dijo la remota voz—, el señor Mordret tiene siempre a su lado a una damisela de la Dama del Lago. Dicen que tiene cierto parentesco con Arturo.

«Niniana, la hija de Taliesin —pensó Morgause—. Ignoraba que hubiera abandonado Avalón. Pero ¿qué razón tendría para quedarse?»

—Sir Mordret ha sido nombrado capitán de caballería en ausencia de Lanzarote. Hay rumores… Eh, el fuego, mi señora, ¿queréis incendiar todo el castillo?

Becca gimoteaba junto al hogar, frotándose los ojos. Morgause, enfurecida, le dio un salvaje empellón. La muchacha cayó al fuego, entre gritos, pero todavía estaba maniatada y no pudo apartarse de las llamas.

—¡Maldita sea! ¡Va a despertar a toda la casa!

La señora trató de sacarla, pero las llamas habían alcanzado el vestido y sus gritos horribles se le clavaban en los oídos como agujas al rojo. «Pobre muchacha —pensó, con un resto de piedad—, ya no se puede hacer nada por ella; quedaría tan quemada que no podríamos ayudarla.» Sin pensar en sus propias quemaduras, apartó a la chica del fuego y, con un solo golpe, le cortó el cuello de oreja a oreja. La sangre manó sobre las llamas. Un chorro de humo se elevó por la chimenea.

Morgause sintió que la estremecía ese poder inesperado, como si se extendiera por toda la habitación, por todo el reino de Lothian, por el mundo entero… Le parecía estar suspendida, incorpórea, sobre la tierra. Nuevamente, después de años en paz, había ejércitos en marcha; en la costa oeste había barcos con forma de dragón, de los que desembarcaban hombres velludos que saqueaban e incendiaban ciudades, destruyendo monasterios, raptando a las mujeres de los conventos amurallados… Como un viento carmesí que llegaba hasta las fronteras de Camelot… No sabía con certeza si lo que veía estaba sucediendo en esos instantes o era algo por llegar.

—¡Quiero ver a mis hijos en la búsqueda del Grial! —clamó en la creciente oscuridad.

El cuarto se llenó de una lobreguez súbita, negra y densa, que olía curiosamente a quemado, mientras Morgause caía de rodillas. El humo se despejó un poco, arremolinándose en la oscuridad, como el de una olla bullente. A la luz creciente vio la cara de Gareth, el menor de sus hijos. Estaba sucio y agotado por el viaje, con la ropa harapienta, pero sonreía con su alegría de siempre. Y al aumentar la luz Morgause pudo ver lo que miraba: el rostro de Lanzarote.

Ah, Ginebra ya no se deslumbraría con él, con ese hombre enfermo y consumido, de pelo gris y marcas de locura y sufrimiento en torno a los ojos. Parecía un espantapájaros en tierra sembrada. La recorrió el viejo odio: era intolerable que el mejor de sus hijos amara y siguiera a ese hombre como cuando era niño.

—No, Gareth —oyó la voz de Lanzarote, suave en el silencio ahumado de la habitación—, ya sabes por qué no regreso a la corte. No mencionaré mi paz de espíritu ni la de la reina. Pero he jurado buscar el Grial durante un año y un día.

—¡Pero es una locura! ¿Qué demonios significa el Grial frente a las necesidades de nuestro rey? Tú y yo le juramos lealtad años antes de haber visto el Grial. Cuando pienso que Arturo, en la corte, no tiene a ninguno de sus hombres leales, salvo a los lisiados, los enfermos y los cobardes… A veces me pregunto si no habrá sido el mismo diablo quien fingió una obra divina para esparcir a los caballeros.

Lanzarote replicó en voz baja:

—Sé que aquello vino de Dios, Gareth. No trates de quitármelo. —Y por un momento la luz de la demencia volvió a centellear en sus ojos.

La voz de Gareth sonó extrañamente apagada.

—No puede ser voluntad de Dios que se malogre de este modo lo que Arturo tardó más de veinticinco años en forjar. ¿Sabes que hay nórdicos salvajes desembarcando en las costas? Y cuando los habitantes de esas tierras claman por las legiones de Arturo, no hay nadie que vaya en su ayuda. Así se están reuniendo nuevamente los ejércitos sajones, mientras Arturo permanece ocioso en Camelot y tú buscas tu alma. Lanzarote, te lo ruego: si no quieres volver a la corte, busca al menos a Galahad y haz que vuelva junto a Arturo. Si el rey envejece y su voluntad se debilita (Dios no lo permita), tal vez tu hijo deba ocupar su lugar, pues todos saben que es su hijo adoptivo y heredero.

—¿Galahad? —repitió Lanzarote, sombrío—. ¿Crees que tengo mucha influencia sobre mi hijo? Tú y los otros jurasteis buscar el Grial durante un año y un día; él dijo que le dedicaría la vida entera.

—¡No! —Gareth se inclinó desde el caballo para asir a Lanzarote por un hombro—. Por eso tienes que buscarlo y hacer que regrese a Camelot, a cualquier precio. Ah, Dios… Gwydion me inspira afecto, pero… ¿Cómo decirlo? Desconfío del poder que ese hombre tiene sobre nuestro rey. Los sajones que piden audiencia con Arturo terminan hablando con él. Y entre ellos, como bien sabes, el heredero es el hijo de la hermana.

Lanzarote dijo, con leve sonrisa:

—Así era aquí antes de que vinieran los romanos.

—¿Y no lucharás por los derechos de tu hijo?

—Es Arturo quien tiene que decir quién lo sucederá en el trono, si en verdad hemos de tener otro rey después de él. A veces pienso que, cuando Arturo desaparezca, las sombras caerán sobre esta tierra. Pero si es tu voluntad, Gareth, iré en busca de Galahad.

—Cuanto antes —lo urgió su primo.

—¿Y si no quiere venir?

—Si no quiere venir —dijo Gareth, lentamente—, quizá no sea el rey que necesitamos para suceder a Arturo. En ese caso estaremos en manos de Dios. ¡Y que Él nos ampare a todos!

Lanzarote volvió a abrazarlo.

—Todos estamos en manos de Dios, pase lo que pase. Pero te juro que buscaré a Galahad para llevarlo conmigo a Camelot.

El fulgor desapareció; el rostro de Gareth desapareció en la penumbra y, por un momento, sólo quedaron los ojos de Lanzarote, tan parecidos a los de Viviana que Morgause sintió sobre ella la mirada desaprobatoria de su hermana, como si le dijera: «¿Qué has hecho ahora, Morgause?» Luego también eso desapareció. Morgause quedó sola con el fuego, cuyo humo había perdido todo su poder, y el cadáver laxo y desangrado de la muchacha tendido frente al hogar.

¡Maldito Lanzarote, que aún podía malograrle los planes! El odio atravesó a Morgause como un dolor, un nudo en la garganta que descendía hasta el mismo vientre. Le dolía la cabeza y se sentía mortalmente descompuesta por las secuelas de la magia. Sólo quería dejarse caer allí y dormir muchas horas, pero tenía que ser fuerte, fuerte como los embrujos que había convocado: ¡era reina de Lothian, reina de las Tinieblas!

Abrió la puerta para arrojar al perro muerto en el estercolero, sin percatarse del hedor. En cuanto al cadáver de la fregona, no podía moverlo sola. Cuando iba a pedir ayuda se detuvo en seco: no podía dejarse ver así, con la cara aún manchada de sangre. Se lavó con el agua de la jofaina y se trenzó nuevamente el cabello. Las manchas del vestido no tenían remedio, pero con el fuego apagado había muy poca luz en la habitación. Por fin llamó a su chambelán, que acudió con ávida curiosidad en la cara.

—¿Qué sucede, mi reina? Oí gritos. —Alzó la lámpara y Morgause creyó verse a través de sus ojos: bella en su desaliño. «Si extendiera la mano podría hacerlo mío sobre el cadáver de la muchacha», pensó, con el extraño dolor del deseo. Pero desechó la idea; ya habría tiempo para eso.

—Sí, hemos sufrido una gran desgracia. La pobre Becca… —Señaló el cadáver—. Cayó en el fuego. Cuando quise atenderle las quemaduras, me quitó el cuchillo de la mano para cortarse el cuello. El dolor tiene que de haberla enloquecido, pobre Mira: estoy cubierta de sangre.

El hombre, con una exclamación consternada, fue a examinar el cuerpo sin vida.

—Bueno, la pobre chica no estaba muy en sus cabales. No tendríais que haberle permitido entrar aquí, señora.

El tono de reproche perturbó a Morgause. ¿Cómo se le había ocurrido meter a ése en su cama?

—No te llamé para que juzgaras mis actos. Sácala de aquí y hazla enterrar decentemente. Que vengan mis damas. Al amanecer parto hacia Camelot.

Caía la noche; una densa llovizna hacía borroso el camino. Morgause, mojada y con frío, sintió fastidio cuando su capitán de caballería se acercó para preguntarle:

—¿Estáis segura, señora, de que no hemos errado el camino?

Hacía meses que le había echado el ojo; se llamaba Cormac; era alto y joven, de rostro aguileño, hombros anchos y muslos fuertes. Y ahora tenía la sensación de que todos los hombres eran estúpidos; habría hecho mejor dejándolo en casa y mandando el grupo ella misma. Pero había cosas que ni la reina de Lothian podía hacer.

—No reconozco ninguna de estas sendas. No obstante, por la distancia que hemos recorrido hoy, estoy segura de que estamos cerca de Camelot… a menos que hayas perdido el rumbo en la niebla y estemos viajando nuevamente hacia el norte, Cormac.

En una situación normal no le habría disgustado pasar otra noche en el camino, bajo su cómodo pabellón, con todas las comodidades y, quizás, ese joven para calentarle la cama. «Desde que descubrí la hechicería tengo a todos a mis pies, pero ya no me interesan. Es extraño que no haya buscado a nadie desde que supe de la muerte de Lamorak. ¿Estaré envejeciendo?» Horrorizada por la idea, decidió pasar la noche con Cormac… Pero antes tenían que llegar a Camelot, para defender los intereses de Gwydion y ofrecerle consejo.

—El camino tiene que estar aquí, idiota. He hecho este viaje tantas veces como dedos tengo en las dos manos. ¿Me crees necia?

—Dios no lo permita, señora. Y yo también he cabalgado a menudo por aquí. Sin embargo, me parece que nos hemos extraviado.

Morgause se atragantó con la exasperación. Repasó mentalmente el camino que había recorrido tantas veces desde Lothian, dejando la calzada romana y tomando la transitada senda que bordeaba las marismas de la isla del Dragón; luego, a lo largo del barranco, hasta encontrar el camino de Camelot, que Arturo había hecho ensanchar y empedrar hasta dejarlo tan firme como la buena vía romana.

—¡De algún modo te has pasado el camino a Camelot, idiota! Allí está el antiguo fragmento de muralla romana. No sé cómo, pero teníamos que haber llegado al desvío a Camelot hace media hora.

No había más remedio que retroceder, pero se estaba cerrando la noche. Morgause se levantó la capucha y azuzó a su caballo. En esa época del año aún tenía que quedar una hora de luz, pero sólo se veía un levísimo resplandor hacia el oeste.

—Aquí está —dijo una de sus damas—. ¿Veis ese grupo de cuatro manzanos? Un verano vine a cortar un esqueje para el huerto de la reina.

Pero no había camino: sólo un pequeño sendero que serpenteaba trepando la colina yerma, en vez de un ancho camino. Y allá arriba, aún entre la niebla, tendrían que haber estado las luces de Camelot.

—Tonterías —aseguró Morgause, con brusquedad—. De algún modo nos hemos pasado el camino. ¿O me dirás que sólo hay un grupo de cuatro manzanos en el reino de Arturo?

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