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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (56 page)

—Aquí hace un frío húmedo —dijo—. Tenéis que tomar más el sol. —Pero de inmediato comprendió—. Querida hija, recordad que este país es para todos los hombres, cualesquiera que sean sus dioses. Si combatimos contra los sajones no es porque no adoren a la misma divinidad que nosotros, sino porque quieren incendiar nuestras tierras y llevarse todo lo que nos pertenece. Peleamos por defender la paz de este suelo, señora, cristianos y paganos por igual.

Pero Ginebra seguía temblando. Taliesin se despidió, diciéndole que le mandara aviso si necesitaba algo.

—Kevin, el bardo, ¿está en el castillo, señor Merlín? —preguntó Elaine.

—Creo que sí. Haré que venga a tocar para vosotras.

—Nos gustaría —dijo la muchacha—, pero en realidad pensaba pedirle prestada su arpa… o la vuestra, señor druida.

El anciano vaciló.

—Kevin no presta su arpa: dice que «su señora» es una amante celosa. —Sonrió—. En cuanto a la mía, está consagrada a los dioses y no puedo permitir que otros la toquen. Pero la señora Morgana dejó la suya en su habitación. ¿Queréis que os la envíe, Elaine? ¿Sabéis tocar?

—Poco, pero así mantendremos las manos ocupadas cuando estemos cansadas de bordar.

—Tocarás tú —dijo Ginebra—. A mí siempre me ha parecido indecoroso que las mujeres toquen el arpa.

—Por indecoroso que sea —insistió su prima—, no quiero enloquecer encerrada aquí. Además, no hay nadie que me vea, aunque baile desnuda como Salomé.

Ginebra soltó una risita aniñada; luego puso cara de escándalo: ¿qué pensaría Merlín? Pero el anciano rió de buena gana.

—Os enviaré la lira de Morgana, señora. ¡Y en verdad no veo nada indecoroso en la música!

Aquella noche Ginebra soñó que las serpientes tatuadas de Arturo cobraban vida y reptaban por su estandarte, dejándolo sucio y viscoso… Despertó jadeando y con arcadas; durante todo aquel día no tuvo fuerzas para abandonar el lecho. Por la tarde llegó Arturo, preocupado.

—Creo que este encierro no te hace ningún bien, señora dijo—. ¡Ojalá estuvieras sana y salva en Camelot! He recibido noticias de la baja Britania, donde los reyes han hecho naufraga a treinta barcos sajones. Dentro de diez días nos pondremos en marcha. —Se mordió el labio—. Reza, Ginebra, para que podamos llegar sanos y salvos.

Se sentó en la cama para cogerle la mano, pero ella rozó con un dedo las serpientes de su muñeca y se apartó con una exclamación horrorizada.

—¿Qué pasa, Ginebra? —susurró Arturo envolviéndola en sus brazos—. ¡Pobre! Este encierro te ha enfermado. ¡Ya lo temía!

Ginebra se esforzó por dominar el llanto.

—Soñé… soñé… ¡Oh, Arturo! —suplicó arrojando a un lado las mantas—. No soporto que ese horrible dragón lo cubra todo, como en mi sueño. ¡Mira lo que he hecho para ti! —Lo llevó hasta el telar, caminando descalza—. Está casi terminado; dentro de tres días estará listo.

Arturo la estrechó contra sí.

—Lamento que tenga tanta importancia para ti, Ginebra. Lo llevaré a la batalla bajo el estandarte del Pendragón, si quieres, pero no puedo faltar al juramento que hice.

—Dios te castigará por respetar un voto hecho a los paganos antes que a Él. Nos castigará a ambos.

Arturo apartó las manos que se aferraban a él.

—Estás descompuesta y angustiada. No me extraña, en este lugar. Y ya es demasiado tarde para enviarte a Camelot, aunque quisieras ir. Trata de mantener la calma.

Marchó hacia la puerta. Ginebra corrió a sujetarlo por el brazo.

—¿No estás enfadado?

—¿Enfadado? ¿Viéndote enferma y abrumada? —Le dio un beso en la frente—. Pero no hablemos más de esto, Ginebra. Y ahora tengo que irme. Te enviaré a Kevin; su música te animará.

Le dio otro beso y se fue. Ginebra se sentó frente al estandarte y empezó a trabajar frenéticamente.

Al día siguiente, ya tarde, se presentó Kevin, arrastrando su cuerpo contrahecho con ayuda de un bastón. El arpa, colgada de un hombro, acentuaba su aspecto de jorobado monstruoso. Ginebra creyó ver que arrugaba la nariz en un gesto de asco: súbitamente vio la habitación a través de sus ojos, atestada de enseres y con el aire viciado. Cuando levantó una mano en el gesto de la bendición druídica, Ginebra se apartó con temor: podía aceptarlo del venerable Taliesin, pero de Kevin no. Temiendo que pudiera embrujarlos, a ella y a su recién nacido, se persignó secretamente.

Elaine se ofreció cortésmente:

—Permitid que os ayude con el instrumento, maestro arpista.

Kevin se aparto, aunque su voz de cantante sonó muy amable:

—Os lo agradezco, pero nadie puede tocar a mi señora. Si la llevo a cuestas cuando apenas puedo caminar, ¿no creéis que es por algún motivo?

La muchacha inclinó la cabeza como un niño reprendido.

—No quise ofenderos, señor.

—Por supuesto. No podíais saberlo. —Y se retorció penosamente hasta depositar el arpa en el suelo—. Sois la hija del rey Pelinor, ¿verdad, señora? ¿Estáis tejiendo un estandarte para vuestro padre?

Ginebra se apresuró a intervenir.

—El estandarte es para Arturo.

Kevin lo admiró como si fuera la primera labor de una criatura.

—Es bello y quedará muy bonito en algún muro de Camelot, señora, pero no dudo que Arturo llevará el estandarte del Pendragón, como su padre antes. Pero a las señoras no les gusta hablar de batallas. ¿Queréis que toque para vosotras?

Acercó las manos a las cuerdas y comenzó a tocar. Tocó largo rato en la penumbra, y Ginebra se sintió transportada a un mundo donde no había diferencias entre lo pagano y lo cristiano, entre la guerra y la paz, donde el espíritu humano refulgía en la oscuridad como una llama votiva. Cuando se apagaron las últimas notas no pudo hablar; Elaine lloraba quedamente. Al fin dijo:

—Es imposible expresar en palabras lo que nos habéis dado, maestro arpista. No lo olvidaré jamás.

La sonrisa torcida de Kevin pareció burlarse por un momento de sus emociones.

—Veo que tenéis la lira de la señora Morgana —comentó dirigiéndose a Elaine.

—Soy la peor entre las principiantes —dijo la muchacha—. Me gusta tocar, pero a nadie le daría placer escucharme.

—Eso no es cierto —dijo Ginebra—; sabéis que nos gusta.

Kevin sonrió.

—El arpa es el único instrumento que nunca suena mal, por torpe que sea el músico. Tal vez por eso ha sido consagrada a los dioses.

Ginebra apretó los labios: ¿tenía que malograr el placer de aquella hora mencionando a sus infernales dioses? Al fin y al cabo, ese hombre era un sapo deforme que, sin su música, jamás habría podido sentarse a una mesa respetable. Que Elaine charlara con él si quería.

—Aquí hace más calor que en el infierno —dijo abriendo la puerta con irritación.

A través del cielo, ya oscurecido, flameaban lanzas de luz que parecían disparadas desde el norte. Su grito atrajo a Elaine y a la criada. Incluso Kevin, que estaba enfundando su instrumento, se arrastró hasta la puerta.

—¡Oh, qué es esto! —exclamó Ginebra—. ¿Qué presagia?

Kevin respondió en voz baja:

—Los hombres del norte dicen que son los destellos de las lanzas en el país de los gigantes. Cuando se ven en la tierra presagian una gran batalla. Y a eso nos enfrentamos, sin duda: una batalla en la que las legiones de Arturo pueden triunfar o caer para siempre en la oscuridad. Tendríais que haber ido a Camelot, señora Ginebra. No es bueno que el gran rey se preocupe ahora por mujeres y recién nacidos.

Ginebra se volvió, iracunda:

—¿Qué sabéis vos de mujeres, de recién nacidos… o de batallas, druida?

—Éste no sería mi primer combate, mi reina —dijo Kevin impasible—. Ya veis que no me he ido con las doncellas y los afeminados sacerdotes. Ni siquiera Taliesin, anciano como está, rehuirá el combate.

Se hizo el silencio. El cielo seguía cruzado por dardos luminosos.

—Con vuestro permiso, mi reina, tengo que hablar con mi señor Arturo y Merlín sobre lo que presagian estas luces para la batalla que se avecina.

Ginebra tuvo la sensación de que un cuchillo le atravesaba el vientre. Incluso ese pagano deforme podía reunirse con Arturo, mientras ella, su esposa, permanecía fuera de la vista, aunque estaba gestando la esperanza del reino. ¡Y hasta rechazaban su hermoso estandarte!

Kevin se mostró inmediatamente preocupado:

—¿Os encontráis mal, mi reina? ¡Ayudadla, señora Elaine!

Alargó hacia Ginebra una mano deformada, con la muñeca torcida. Y ella vio la serpiente azul tatuada allí. Retrocedió bruscamente, empujándolo sin saber lo que hacía. Kevin, que no se mantenía muy firme sobre los pies, cayó pesadamente al suelo.

—¡No os acerquéis! —gritó Ginebra sofocada—. ¡No me toquéis con esas malvadas serpientes! ¡Pagano del demonio, no pongáis esas sucias serpientes sobre mi recién nacido!

—¡Ginebra! —Elaine corrió hacia ella, pero en vez de apoyarla se inclinó solícitamente hacia Kevin, para ayudarlo a levantarse—. No la maldigáis, señor druida. Está enferma y no sabe lo que hace.

—¿Que no? —chilló Ginebra—. ¿Creéis que no sé cómo me miráis todos? ¡Como si fuera necia, sorda, ciega y muda! Y queréis calmarme con palabras amables, mientras a espaldas de los curas pedís a Arturo maldades paganas! ¡Salid de aquí! ¡No vaya mi recién nacido a nacer deforme por haber visto yo vuestra vil cara!

Kevin cerró los ojos, con los puños apretados, pero cargó trabajosamente el arpa al hombro. Elaine le entregó el bastón. Ginebra la oyó susurrar:

—Perdonadla, señor druida. Está enferma y no sabe…

La voz musical del arpista sonó dura:

—Bien lo sé, señora. ¿Creéis acaso que nunca he oído de otras mujeres esas dulces palabras? Lo siento. Sólo quería ofreceros placer.

Ginebra, con la cara escondida entre las manos, percibió el golpeteo del bastón que se alejaba. Aun entonces permaneció acurrucada, con los brazos sobre la cabeza. ¡Ah, la había maldecido con aquellas viles serpientes! Las sentía apuñalándola, mordiéndole el cuerpo. Las lanzas de luz la estaban atravesando, refulgían en su cerebro… Lanzó un alarido, con la cara escondida entre las manos, y cayó retorciéndose, atravesada por las lanzas.

El grito de Elaine la hizo reaccionar un poco.

—¡Ginebra! ¡Miradme, prima, decid algo! Ah, que la Santa Virgen nos proteja… ¡Traed a la partera! ¡Mirad, sangre!

—Kevin —aulló Ginebra—. Kevin ha maldecido a mi hijo. —Y se levantó frenéticamente, golpeando con los puños el muro de piedra—. ¡Que Dios me ampare! Mandad por el cura, el cura. Tal vez él pueda librarme de la maldición.

Sin prestar atención al torrente de agua y sangre que le empapaba los muslos, se arrastró hasta su estandarte, haciendo una y otra vez la señal de la cruz, frenéticamente, hasta que todo se esfumó en oscuridad y pesadillas.

Días más tarde comprendió que había estado peligrosamente enferma, a punto de desangrarse al perder el feto de cuatro meses.

«Arturo. Ahora debe de odiarme. No pude siquiera alumbrar a su hijo… Kevin, fue Kevin quien me maldijo con sus serpientes.» Vagaba entre horribles sueños de serpientes y lanzas Cierta vez, cuando Arturo trató de sostenerle la cabeza, dio un respingo de terror al ver las serpientes que parecían retorcerse en sus muñecas.

Aun cuando estuvo fuera de peligro no recobró las fuerzas. Yacía en una melancólica apatía, sin moverse, con lágrimas en las mejillas. Ni siquiera tenía fuerzas para enjugarlas. Era una locura pensar que Kevin la había maldecido. No era su primer aborto.

El cura estaba de acuerdo con eso. Dios no usaría las manos de un sacerdote pagano para castigarla.

—Si hay alguna falta debe de ser vuestra —le dijo severamente—. ¿Tenéis algún pecado inconfeso en la conciencia, señora Ginebra?

¿Inconfeso? No: hacía tiempo que había sido absuelta por amar a Lanzarote. Sin embargo… había fallado.

—No pude persuadir a Arturo de que abandonara sus serpientes paganas —dijo débilmente—. ¿Es posible que Dios haya castigado a mi hijo por eso?

—No habléis de castigar al niño. Él está en el seno de Cristo. Si hay castigo, es contra vos y contra Arturo —respondió el sacerdote.

—¿Qué puedo hacer como penitencia para que Dios envíe un hijo de Arturo a Britania?

—¿Realmente habéis hecho todo lo posible para que Britania tenga un rey cristiano? ¿O acallasteis vuestras palabras por complacer a vuestro esposo? —inquirió el sacerdote.

Ya sola, Ginebra contempló largamente el estandarte. Noche a noche ardían en el cielo las luces del norte. Un emperador romano había cambiado el destino de Britania al ver en el cielo el signo de la cruz. Si ella lograse dar un signo así a Arturo…

—Ven, ayúdame a levantarme —ordenó a su criada—. Tengo que terminar el estandarte.

Aquella noche Arturo llegó precisamente cuando Ginebra daba las últimas puntadas. Las mujeres estaban encendiendo las lámparas.

—¿Cómo estás, querida? Me alegra verte levantada y trabajando. —Le dio un beso—. No tienes que sufrir tanto. Todavía somos jóvenes. Es posible que Dios nos envíe muchos hijos.

Pero ella vio su expresión vulnerable y comprendió que Arturo compartía su dolor. Lo asió por la mano para obligarlo a sentarse a su lado, frente al estandarte.

—¿Verdad que es bonito? —preguntó, como una criatura en busca de alabanzas.

—Muy bello. Creía no haber visto obra tan hermosa como la vaina de mi
Escalibur
, pero ésta es aún mejor.

—Y en cada puntada he tejido oraciones para ti y para tus compañeros. Escúchame, Arturo. ¿No crees que Dios nos ha castigado porque no somos dignos de dar otro rey a este país? Todas las fuerzas del mal pagano se han aliado contra nosotros. Tenemos que combatirlas con la cruz, a través de Cristo.

Arturo le cubrió una mano con la suya.

—Es una locura, amor mío. Bien sabes que sirvo a Cristo lo mejor posible.

—¡Pero despliegas esa bandera de serpientes sobre tus hombres!

—No puedo faltar a la Dama de Avalón.

—¡ Ah, Arturo! —exclamó Ginebra, severa—. Si me amas, si quieres que Dios nos envíe otro heredero, hazlo. ¿No ves que nos ha quitado a nuestro hijo para castigarnos?

—No debes hablar así —dijo Arturo con firmeza—. Es una tontería supersticiosa. He venido a decirte que los sajones se están reuniendo. Avanzaremos para presentar batalla en el Monte Badon. Ojalá estuvieras en condiciones de ir a Camelot, pero no podrá ser…

—¡Ah, bien sé que soy un estorbo! —repuso Ginebra amargamente—. Es una pena que no muriera con mi recién nacido.

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