Las nieblas de Avalón (60 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Morgana se había levantado para ir en busca del vino. Kevin dijo:

—Traed también el pan y el queso. Ya es casi mediodía; comeremos juntos.

Después de servirle, Morgana abrió el envoltorio con el resto de la gallina para ofrecérselo, pero él negó con la cabeza.

—Gracias, pero ya no como carne: he pronunciado mis votos. Me extraña que la coma una sacerdotisa de vuestro rango.

—Era esto o seguir ayunando —explicó ella—. Pero no he respetado la prohibición desde que abandoné Avalón. Como lo que se me sirve.

—Por mi parte creo que poco importa comer carne, pescado o cereales. Los antiguos cristianos de Avalón solían decir que no pervierte al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella. Pero ya sabéis que, a cierto nivel de la iniciación en los Misterios, lo que se come afecta mucho la mente. Ya no me atrevo a probar la carne, pues me emborracha más que el exceso de vino. Pero decidme: ¿adónde vais ahora?

Al recibir la respuesta la miró como si la creyera loca.

—¿A Caerleon? ¿Por qué? Ya no hay nada allí. Arturo lo cedió a un caballero y trasladó su corte a Camelot. Este verano hará un año. A Taliesin no le gustó que lo hiciera el día de Pentecostés, pero Arturo quería complacer a su reina. Le presta oídos en todo. —Hizo una leve mueca de asco—. Pero si no tenéis noticias de la batalla, seguramente ignoráis también que Arturo traicionó al pueblo de Avalón y a las Tribus.

Morgana detuvo la taza que se llevaba a los labios.

—Por eso he venido, Kevin —dijo—. Supe que Cuervo había roto su silencio para profetizar algo así.

—Fue más que una profecía —dijo el bardo estirando la pierna con desasosiego, como si le perjudicara permanecer sentado en una misma posición.

—Arturo… ¿qué hizo? ¿Supongo que no os entregó a los sajones?

—Veo que no estáis enterada. Las Tribus habían jurado seguir al estandarte del Pendragón, al igual que los del antiguo pueblo de las hadas. Y Arturo hizo retirar el estandarte del Gran Dragón, aunque le imploramos que permitiera a Gawaine o a Lanzarote llevarlo a la batalla. Pero había jurado combatir sólo bajo el estandarte de la cruz y la Virgen. Y lo hizo.

Morgana lo miraba con horror, recordando la coronación de Arturo. ¡Ni el mismo Uther se había comprometido tanto con el pueblo de Avalón! ¿Cómo había podido traicionar el juramento?

—¿Y las Tribus no lo abandonaron?

Kevin respondió con gran enfado:

—Algunos estuvieron muy cerca de hacerlo. Hubo quienes volvieron a las colinas galesas cuando se enarboló la cruz; el rey Uriens no pudo retenerlos. En cuanto al resto… Bueno, comprendimos que los sajones nos tenían entre la espada y la pared. Podíamos combatir junto a Arturo y sus caballeros o vivir por siempre bajo el imperio sajón, pues era la gran batalla que se había profetizado. Y él portaba la
Escalibur
de la Sagrada Regalía. Hasta la misma Diosa debió de saber que estaría peor si vencían los sajones, de modo que le dio la victoria.

Kevin ofreció el pellejo de vino a su compañera; como ella negara con la cabeza, bebió él.

—Viviana querría venir desde Avalón para acusarlo de perjurio —dijo—, pero se resiste a hacerlo delante de toda su gente. Por eso voy a Camelot, para recordarle su juramento. Si no me escucha, la Dama vendrá personalmente el día en que todos presenten sus peticiones, para reclamarle que cumpla con su palabra y recordarle lo que espera a quienes no lo hacen.

—No permita la Diosa que Viviana tenga que humillarse tanto.

—Si pudiera elegir, yo también le hablaría con ira en vez de usar palabras suaves —dijo Kevin. Y alargó una mano—. ¿Me ayudaréis a levantarme? Creo que mi caballo puede cargar con dos. Si no, buscaremos uno en cuanto lleguemos a una aldea. Tendría que ser tan galante como el gran Lanzarote y cederos el mío, pero…

Señalaba su cuerpo baldado. Morgana tiró de él para levantarlo.

—Soy fuerte y puedo caminar. Lo que necesito son zapatos y un puñal. No tengo una sola moneda, pero os pagaré en cuanto Pueda.

Kevin se encogió de hombros.

—Nuestros votos nos hacen hermanos en Avalón. Lo que tengo es vuestro, según la ley.

Morgana enrojeció de vergüenza por haberlo olvidado «En verdad he estado fuera del mundo.»

—Permitid que os ayude a montar.

Kevin sonrió.

—Vamos. Me gustaría llegar mañana a Camelot.

En una población construida en las colinas consiguieron un puñal y encontraron a un zapatero que remendó el calzado de Morgana. Kevin le compró también una capa decente, pues decía que la vieja apenas servía como manta para la montura. Pero eso los demoró. Cuando volvieron al camino comenzaba a nevar densamente y pronto se hizo de noche.

—Tendríamos que habernos quedado en la aldea —dijo Kevin—. Si estuviera solo podría dormir bajo un seto o al abrigo de un muro, envuelto en mi capa, pero no con una señora de Avalón.

—¿Qué os hace pensar que nunca he dormido así? —preguntó Morgana.

El druida se echo a reír.

—¡Me miráis como si últimamente lo hicierais con mucha frecuencia! Pero por mucho que apresuremos al caballo no podremos llegar esta noche a Camelot. Es preciso buscar refugio.

Después de un rato divisaron, a través de la densa nevada, la silueta oscura de un edificio abandonado. Ni siquiera Morgana podía entrar sin agacharse. Probablemente había sido un establo para vacas, pero llevaba tanto tiempo desocupado que no quedaban rastros de olor, y el tejado de paja y barro estaba casi entero. Ataron el caballo y entraron arrastrándose. Kevin le indicó que tendiera la capa harapienta en el suelo, luego se acostaron, cada uno envuelto en su manto. Pero hacía tanto frío que a Morgana le castañeteaban los dientes, y por fin Kevin sugirió que se acostaran juntos bajo los dos mantos.

—Si no os repugna estar tan cerca de este deforme cuerpo mío —añadió.

Morgana percibió en su voz el dolor y la ira.

—De vuestra deformidad, arpista Kevin, sólo sé que vuestras manos quebradas hacen mejor música que las mías y las de Taliesin, aunque están sanas —replicó, arrimándose con gratitud a su calor. Por fin creía poder dormir, con la cabeza apoyada en el hombro de su compañero.

Había caminado durante todo el día y estaba fatigada: durmió profundamente, pero despertó en cuanto la luz comenzó a filtrarse por las rendijas del tabique roto. Se sentía entumecida por lo duro del suelo. Al recorrer con la mirada aquellas paredes de adobe se sintió horrorizada. ¿Ella, sacerdotisa de la Diosa, duquesa de Cornualles, tendida en un refugio para bestias, expulsada de Avalón? ¿Podría volver algún día?

«Igraine, mi madre, ha muerto, y jamás podré volver a Avalón » Un momento después lloraba desconsoladamente, sofocando los sollozos en el paño tosco del manto.

La voz de Kevin sonó suave y apagada en la penumbra.

—¿Lloráis por vuestra madre, Morgana?

—Por mi madre… y por Viviana… y quizá por mí misma.

Nunca sabría con certeza si en verdad pronunció las palabras en voz alta. Kevin la rodeó con sus brazos y Morgana dejó caer la cabeza contra su pecho; lloró y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas.

Después de largo rato, sin dejar de acariciarle el pelo, Kevin dijo:

—Dijisteis la verdad, Morgana. No os repugno.

—¿Cómo podría si habéis sido tan bueno? —murmuró ella, acercándose más.

—No todas las mujeres piensan así. Aun cuando iba a los fuegos de Beltane, más de una vez las doncellas de la Diosa pedían a la sacerdotisa que las pusiera lejos de mí, para no correr el riesgo de que las viera cuando llegara el momento de alejarse de las fogatas…

Morgana se incorporó consternada.

—Si yo hubiera sido la sacerdotisa, habría separado a esas mujeres de las fogatas, por atreverse a cuestionar la forma que adoptara el Dios para presentarse a ellas. ¿Qué hacíais vos, Kevin?

Él se encogió de hombros.

—Antes de interrumpir el rito o poner a una mujer en tal situación, me retiraba sin que nadie se percatara. Ni el mismo Dios podría cambiar la impresión que les causo. Lástima que quienes me destrozaron los miembros no me castrasen también. Perdonad; no tendría que hablar de esto. Pero me preguntaba si consentisteis en acostaros a mi lado por pensar que este maltrecho cuerpo mío no era de hombre.

Morgana oía con horror la amargura de sus palabras, las heridas sufridas por su virilidad. Ella conocía la sensibilidad que habitaba sus manos, la viva emoción de su música. ¿Acaso las Mujeres sólo veían su cuerpo maltrecho? Recordó su orgullo destrozado en los brazos de Lanzarote, la herida que jamás dejaba de sangrar.

Con toda deliberación se inclinó para besarlo en los labios luego le cogió la mano y besó sus cicatrices.

—No lo dudéis: para mí sois hombre. Y la Diosa me insta a hacer esto.

Se acostó otra vez junto a él, mirándolo.

Kevin la observó con atención. Morgana lo miró directamente a los ojos. Si su rostro no estuviera tan demacrado por la amargura, tan contraído por el sufrimiento, podría haber sido hermoso: las facciones eran finas; los ojos, oscuros y delicados La fatalidad le había quebrado el cuerpo, pero no el espíritu Ningún cobarde habría podido soportar las duras pruebas de los druidas.

«Bajo el manto de la Diosa, así como toda mujer es mi hermana, mi hija y mi madre, así todo hombre tiene que ser para mí, padre, amante e hijo. Mi padre murió antes de que pudiera guardar su recuerdo; no he visto a mi hijo desde que lo destetaron… Pero a este hombre le daré lo que la Diosa me indica.»

Por primera vez, Morgana lo hacía por propia voluntad con un hombre que aceptaba el don con sencillez. Eso curó algo dentro de ella, y le pareció raro que le sucediera con alguien a quien conocía poco y que sólo le inspiraba bondad. Pese a su falta de experiencia, Kevin se mostró delicado y generoso, llenándola de una enorme e inexpresable ternura.

—Es extraño —musitó Kevin por fin—. Sabía que eras sabia, pero no te imaginaba hermosa.

Ella rió con aspereza.

—¿Hermosa, yo? —Pero la complació que él la viera así.

—Dime, Morgana, ¿dónde has estado? No te lo preguntaría si no fuera porque te pesa mucho en el corazón.

—No lo sé —barboteó ella. Nunca había pensado decírselo—. Fuera del mundo, quizá. Trataba de llegar a Avalón… y no pude; creo que el camino está cerrado para mí. He estado dos veces… en otro sitio. Otro país, un país de sueños y encantamientos, donde el tiempo se mantiene inmóvil y no existe, donde sólo hay música…

Calló, esperando que el arpista la creyera loca.

Kevin le deslizó un dedo por el lagrimal. Como hacía frío volvió a arroparla delicadamente con las capas.

—Yo también estuve una vez allí y oí la música —dijo, con voz lejana y triste—. Y en aquel lugar no estaba tan lisiado y sus mujeres no se burlaban de mí. Tal vez algún día, cuando haya perdido el miedo a la locura, vuelva allí. Me enseñaron los caminos escondidos y dijeron que podía ir por mi música.

Una vez más su voz suave cayó en un largo silencio. Morgana apartó la mirada, estremecida.

—Tendríamos que levantarnos. Si nuestro pobre caballo no se ha congelado por la noche, hoy llegaremos a Camelot.

—Y si llegamos juntos —advirtió Kevin en tono quedo—, creerán que vienes conmigo desde Avalón. Donde hayas morado no es asunto de ellos: eres sacerdotisa y nadie manda sobre tu conciencia.

Morgana lamentó no tener un vestido decente para ponerse Llegaría a la corte con ropa de mendiga, pero no tenía remedio. Kevin alargó la mano y ella lo ayudó a levantarse sin darle importancia, pero vio otra vez la expresión amarga en sus ojos. Se refugiaba tras cien muros de desconfianza e ira. Pero cuando salían a gatas le tocó la mano.

—No te he dado las gracias, Morgana.

Morgana sonrió.

—Oh… si cabe dar las gracias tendría que ser por ambas partes, amigo. ¿Acaso no te diste cuenta?

Por un momento los dedos mutilados estrecharon los suyos… y entonces hubo como un fulgor ígneo. Morgana vio un anillo de fuego en torno de su rostro, contorsionado por un alarido. Fuego a su alrededor…, fuego… Lo miró con horror, súbitamente rígida, y le soltó la mano.

—¡Morgana! —exclamó Kevin—. ¿Qué pasa?

—Nada, nada. Un calambre en el pie —mintió ella.

No aceptó la mano que le tendía para prestarle apoyo. «¡Muerte, muerte por fuego! ¿Qué significa? Ni al peor de los traidores se le da esa muerte.» ¿O acaso había visto sólo el incendio que lo dejó mutilado cuando niño?

A pesar de su brevedad, la videncia la dejó estremecida, como si ella misma hubiera pronunciado la palabra que lo entregaría a su muerte.

—Venid —dijo casi con brusquedad—. Continuemos viaje.

15

G
inebra nunca había querido verse mezclada con la videncia. No obstante, aunque casi no había pensado en Morgana desde que la corte se trasladó a Camelot, aquella mañana había soñado que ella la cogía de la mano para conducirla a los fuegos de Beltane, pidiéndole que se acostara con Lanzarote. Una vez despierta se rió de tanta locura. Era el diablo quien enviaba aquellos sueños. De no ser por ellos habría podido ser feliz, ahora que Arturo había renunciado a sus costumbres paganas. Mientras bordaba un mantel de altar para la iglesia, el recuerdo la persiguió hasta el punto de dejar la hebra de oro para murmurar una plegaria.

Pero sus pensamientos continuaban, implacables. En Navidad, Arturo le había prometido apagar los fuegos de Beltane en el campo, cosa que, hasta entonces, Merlín le había prohibido. Era difícil no amar a ese anciano bueno y delicado; de ser cristiano habría sido el mejor entre los curas. Pero Taliesin decía que no era justo para los campesinos quitarles la idea de una diosa que cuidaba de la fertilidad de sus sembrados, sus bestias y los vientres de sus mujeres. Era tan poco lo que podían pecar, trabajando tan esforzadamente para ganarse el pan, que el diablo no se interesaría por ellos, si acaso existía. Ginebra le dijo:

—¿Os parece poco pecado ir a los fuegos dé Beltane y yacer con cualquiera en ritos paganos?

—Dios sabe que tienen pocas alegrías —respondió Merlín tranquilamente—. No es tan malo que, en cada cambio de estación, se diviertan y hagan lo que les plazca. ¿Os parecen malvados, mi reina?

En efecto, así era; bailar desnudos, yacer con el primero que pasara… era impúdico, vergonzoso y perverso. Taliesin negó con la cabeza con un suspiro.

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