Las nieblas de Avalón (92 page)

Read Las nieblas de Avalón Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

1

E
n las lejanas colinas de Gales del norte había estado lloviendo día tras día; el castillo del rey Uriens parecía nadar en la niebla y la llovizna. Los caminos estaban cubiertos de lodo hasta los tobillos y los ríos bajaban crecidos desde las montañas; un frío húmedo se había apoderado de la campiña. Morgana, envuelta en una capa y un grueso chal, sentía los dedos lentos y rígidos al manejar la lanzadera en el telar; de pronto irguió la espalda y la dejó caer.

—¿Qué pasa, madre? —preguntó Maline, parpadeando ante el fuerte ruido.

—Se aproxima un jinete. Tenemos que hacer los preparativos para recibirlo.

De inmediato, al ver la expresión atribulada de su nuera, se maldijo por haberse permitido caer en ese trance que le causaban últimamente las labores femeninas.

Maline la miraba con la mezcla de cautela y exasperación que despertaban siempre sus inesperadas visiones. Si bien no creía que hubiera en ellas nada pecaminoso ni mágico (eran, simplemente, una extraña peculiaridad de su suegra), hablaría con el cura, que iría a preguntarle, tratando de ser sutil, de dónde le llegaban. Y Morgana, fingiendo mansedumbre, se vería obligada a fingir que ignoraba de qué le estaban hablando.

Bien, la cosa ya no tenía remedio.

—Dile al padre que su alumno estará aquí a la hora de cenar —dijo. Y salió de la habitación, seguida por la mirada fija de su nuera.

En todo el tormentoso invierno no había llegado ningún viajero. No se atrevía a hilar, pues esa tarea la solía llevar al trance. Ahora el telar parecía causar el mismo efecto. Coser le fatigaba la vista, y en invierno no había hierbas frescas con las que preparar remedios. No tenía amigas (sus damas eran más necias que Maline y no sabían leer ni escribir). Y no podía pasarse el día tocando la lira. Por eso había pasado el invierno en un frenesí de aburrimiento e impaciencia.

Lo peor era la tentación de sentarse a hilar y soñar, dejando que su mente siguiera a Arturo o a Accolon. Tres años antes se le había ocurrido que el joven tenía que pasar más tiempo en la corte, a fin de ganarse la confianza de Arturo. Le echaba de menos; en su presencia era la suma sacerdotisa, segura de sí misma y de sus objetivos. Pero en la larga temporada de encierro había experimentado dudas recurrentes: ¿acaso era sólo lo que Uriens pensaba de ella: una reina solitaria que envejecía en cuerpo mente y alma?

Aun así manejaba firmemente a las gentes de la casa, la región y el castillo, de modo que todos buscaban su consejo. En los alrededores se decía: «La reina es sabia. El rey no hace nada sin su consentimiento.» Las Tribus y los antiguos la veneraban, aunque no se atrevía a participar con frecuencia de los cultos de antaño.

Fue a la cocina para organizar una cena festiva, hasta donde era posible a finales de invierno y con los caminos cerrados. Abrió las alacenas para sacar frutos secos y especias para el tocino. Maline informaría al padre Ian de que esperaban la llegada de Uwaine. Uriens tenía que enterarse por ella.

Subió a la alcoba de su esposo, que jugaba perezosamente a los dados con uno de sus soldados. El cuarto olía a rancio. «Al menos, su larga lucha con la fiebre pulmonar me ha librado de compartir su lecho —pensó Morgana—. Es una suerte que Accolon haya pasado este invierno en Camelot; de lo contrario podríamos habernos arriesgado a ser descubiertos.»

Uriens dejó el cubilete para mirarla. Estaba más delgado, consumido por la fiebre. Morgana había luchado mucho por salvarle la vida, en parte porque le tenía afecto, pero también porque habría sido Avalloch quien lo sucediera.

—No te he visto en todo el día. Me sentía solo, Morgana —dijo Uriens, con un deje de reproche—. El amigo Haw no es tan grato de ver.

—¡ Vaya! —replicó Morgana, en el tono de broma que a el le gustaba—, os dejé solos a propósito, pensando que en la ancianidad te habías aficionado a los jóvenes apuestos. Si no lo quieres, esposo mío, ¿puedo quedármelo?

Uriens rió entre dientes.

—Haces que el pobre se ruborice. Pero si me dejas solo todo el día es posible que acabe haciéndole caídas de ojos, y también al perro.

—Bueno, te traigo buenas noticias. Esta noche comerás en el salón. Uwaine viene hacia aquí y llegará antes de la cena.

—Gracias a Dios —dijo el anciano—. Temía morir sin volver a ver a mis hijos.

—Supongo que Accolon regresará para las fiestas de Beltane —Morgana sintió una dolorosa punzada de apetito en el cuerpo al pensar en las fogatas; sólo faltaban dos meses.

—El padre Ian me ha estado importunando otra vez para que prohíba los ritos —dijo Uriens, fastidiado—. Estoy harto de sus quejas. Quiere que talemos el bosquecillo para que la gente se conforme con sus bendiciones y no encienda las fogatas. Lo cierto es que cada vez son más los que vuelven al culto pagano, contra lo que yo esperaba. Sería preciso hacer algo, quizá talar el bosque.

«Si lo haces cometeré un asesinato», pensó Morgana. Pero dio a su voz un tono suave y razonable.

—Sería un error. Los robles dan alimento a los cerdos y a los campesinos; nosotros mismos hemos usado harina de bellota en los malos tiempos. Y el bosque está allí desde hace siglos, esos árboles son sagrados.

—Pero también Avalloch dice que tendríamos que talarlos, para que los paganos no tengan adonde ir. Podríamos construir allí una capilla.

—Pero los antiguos también son súbditos tuyos. ¿Quieres condenarlos a morir o a pasar hambre, como ha sucedido en algunas de las tierras esquilmadas?

Uriens se miró las muñecas deformadas. Los tatuajes azules se habían desteñido, reduciéndose a manchas pálidas.

—Por algo te llaman Morgana de las Hadas. El pueblo antiguo no podría tener mejor abogado. Puesto que tú me lo pides, señora, respetaré el bosque mientras viva, pero después de mí Avalloch hará lo que le parezca.

Cuando Uriens estuvo vestido y peinado, llamó al otro escudero. Formaron una silla con los brazos para bajar al rey al salón y lo depositaron en su trono, entre almohadones. Ya se oía el trajinar de los criados y un ruido de jinetes en el patio. «Uwaine», pensó, levantando ligeramente los ojos mientras el joven entraba en el salón.

Costaba creer que aquel alto caballero, de hombros anchos y cicatriz en una mejilla, fuera el niño flacucho que acudiera a ella en su primer año de soledad en la corte de Uriens. Besó la mano a su padre y luego se inclinó ante ella.

—Padre. Querida madre…

Pero los ojos de Morgana estaban fijos en el hombre que lo seguía. Por un momento fue como ver un fantasma.

Accolon era más delgado que su hermano y no tan alto Echó una mirada furtiva hacia Morgana mientras se arrodillaba ante su padre, pero cuando le habló lo hizo con toda corrección.

—Me alegra estar nuevamente en casa, señora.

—Es un placer teneros aquí —respondió Morgana sin alterarse—. Uwaine, cuéntanos cómo te hiciste esa horrible cicatriz en la mejilla. Creía que, desde la derrota de Lucio, se habían terminado los problemas.

—Lo de costumbre —explicó el joven, en tono ligero—. Un bandido que se adueñó de una fortificación desierta para abusar de los pobladores. Gawaine y yo lo liquidamos rápidamente y mi compañero acabó con una esposa, una señora viuda con buenas tierras. En cuanto a esto… —Se tocó la cicatriz—. Mientras Gawaine peleaba con el amo, yo me ocupé del criado, que era zurdo y burló mi guardia. Si hubierais estado allí, madre, no tendría semejante cicatriz. El físico que me suturó tenía las manos muy torpes. ¿Me ha estropeado mucho el rostro?

Morgana tocó delicadamente la mejilla cortada de su hijastro.

—Para mí serás siempre hermoso, hijo. Pero tal vez pueda hacer algo; está hinchada y hay infección. Antes de acostarme te prepararé una cataplasma para que cicatrice mejor. ¿Te duele?

—Sí —admitió Uwaine—, y fue una suerte no acabar con tétanos, como uno de mis hombres. ¡Ay, qué muerte! —Se estremeció—. Gawaine dijo que, mientras pudiera beber vino, no habría peligro. Pasé quince días borracho, madre. Habría dado todo el botín del castillo por un poco de vuestra sopa. Estuve a punto de morir de inanición, pues no podía masticar el pan ni la carne seca. Perdí tres dientes.

Morgana se levantó para examinar la herida.

—Abre la boca. Sí. —Llamó por señas a un sirviente— Trae un poco de estofado para el señor Uwaine y algo de compota. Durante un tiempo no podrás comer nada duro. Después de la cena me ocuparé de ti.

Pese al dolor, el joven comió en abundancia y los hizo reír a todos con anécdotas sobre la vida en la corte. Morgana no se atrevía a apartar los ojos de él, pero durante toda la cena sintió , mirada de Accolon fija en ella, entibiándola como el sol después del largo invierno. Fue una comida alegre, pero al fin Uriens dio señales de cansancio y Morgana llamó a sus criados.

—Es la primera vez que abandonas el lecho, esposo. No debes fatigarte demasiado.

Uwaine se levantó, diciendo:

—Dejad que os cargue yo, padre.

Y levantó al enfermo como si fuera una criatura.

Pronto Uriens estuvo reposando en su cama, acompañado por su hijo menor, y Morgana bajó a la cocina para preparar una cataplasma. Luego hizo que Uwaine se sentara para ponérsela en la mejilla. El joven suspiró de alivio, mientras las hierbas humeantes le iban calmando el dolor de la herida infectada.

—Oh, qué bien, madre. En la corte de Arturo hay una niña… ¿Le enseñaréis algo de vuestro oficio, madre, cuando me case con ella? Se llama Shanna y viene de Cornualles; era una de las damas de la reina Isolda. ¿Cómo es que Marco se da el título de rey, si Tintagel os pertenece?

—¿Se ha atrevido a reclamarlo como propio?

—No, porque no tiene ningún campeón —dijo Uwaine—. El señor Tristán se ha ido al exilio en la Britania gala.

—¿Por qué? ¿Era hombre de Lucio? —preguntó Morgana. Los chismes cortesanos eran un aliento de vida en el tedio de aquel lugar aislado.

El joven negó con la cabeza.

—No, pero se rumoreaba que él y la reina Isolda se apreciaban demasiado. Es difícil criticarla. Cornualles es el fin del mundo, y el duque Marco, un anciano irritable e impotente, según sus chambelanes. Tristán, en cambio, es apuesto y sabe tocar la lira.

—¿No traes de la corte más que chismes de pecados y esposas ajenas? —acusó Uriens, ceñudo.

Uwaine se echó a reír.

—Bueno, le dije a la señora Shanna que su padre podía enviaros un mensajero. Espero que no lo rechacéis, querido padre. No es rica, pero no necesito una gran dote; traje un buen botín del país de los bretones. —Y alzó la mano para acariciar la mejilla de Morgana, mientras le cambiaba la cataplasma—. Sé que vos no sois como la señora Isolda; jamás volveríais la espalda a mi anciano padre para comportaros como una puta.

Morgana se inclinó hacia la marmita de hierbas humeantes, con las mejillas encendidas. Por dulce que le resultara aquella confianza, sentía la amargura de saberla inmerecida.

—Pero tendríais que ir a Cornualles cuando mi padre esté en condiciones de viajar —dijo Uwaine, muy serio—. Es preciso dejar claro que Marco no puede reclamar lo que os pertenece.

—No llegará a tanto —aseguró Uriens—. Pero en Pentecostés, si estoy repuesto, discutiré este asunto con Arturo.

—Y si Uwaine se casa con una mujer de Cornualles —agregó Morgana—, podría ser mi castellano.

—Nada me gustaría mas —dijo el joven—, salvo poder dormir esta noche sin dolor de muelas.

Morgana vertió en el vino el contenido de una pequeña redoma.

—Bebe esto y te prometo que dormirás.

Uwaine tragó el vino medicinal y llamó a uno de los escuderos para que le alumbrara el camino hasta su cuarto. Accolon entró para abrazar a su padre, diciendo:

—También voy a acostarme. ¿Tendré almohadas, señora? Después de tanto tiempo sin venir a casa, no me extrañaría encontrar palomas anidando en mi viejo cuarto.

—Maline estaba encargada de que tuvieras todo lo necesario —dijo Morgana—, pero iré a comprobarlo. —Se volvió hacia Uriens—. ¿Necesitarás de mí esta noche, mi señor, o puedo ir también a descansar?

Sólo le respondió un leve ronquido. El caballero Haw respondió:

—Id, señora Morgana. Yo lo cuidaré si despierta por la noche.

Mientras salían, Accolon preguntó:

—¿Qué aqueja a mi padre?

—Este invierno tuvo fiebre pulmonar. Y ya no es joven.

—Y vos habéis cargado con todo el peso de atenderlo. Pobre Morgana…

Le tocó la mano. Ella se mordió los labios ante la ternura de su voz. Algo duro y frío se fundía en su interior. Temiendo disolverse en llanto, inclinó la cabeza para no mirarlo.

—Y vos, Morgana…, ¿ni una palabra, ni una mirada para mí?

—Espera —respondió entre dientes.

Llamó a un criado para que llevara almohadas limpias y una o dos mantas.

—De haber sabido que vendrías habría hecho poner las mejores sábanas y paja fresca en la cama.

—No es paja fresca lo que quiero en mi lecho —susurró Accolon.

Pero Morgana rehusó mirarlo. Las criadas prepararon la cama, llevaron luz y agua caliente y colgaron la armadura y las prendas exteriores. Cuando todas habían salido, preguntó en voz muy baja:

—¿Puedo ir más tarde a vuestro cuarto, Morgana?

Ella negó con la cabeza.

—Yo vendré al tuyo. Desde la enfermedad de tu padre vienen a buscarme a menudo. No tienen que encontrarte allí. —Y le estrechó rápidamente los dedos. Fue como si la mano de Accolon la quemara. Luego recorrió el castillo con el chambelán para asegurarse de que todas las puertas estuvieran cerradas.

—Dios os conceda una buena noche, señora —le dijo antes de alejarse.

Morgana cruzó de puntillas el salón donde dormían los soldados y subió la escalera. Dejó atrás la habitación donde dormía Avalloch, con Maline y las niñas menores, y el cuarto que había ocupado Conn con su preceptor y sus hermanos adoptivos, antes de sucumbir a la fiebre pulmonar. En el ala opuesta estaba la alcoba de Uriens, la que ella ocupaba ahora, y otro cuarto reservado para huéspedes importantes. En el extremo más alejado, el dormitorio que había asignado a Accolon. Hacia allí fue, con la boca seca, esperando que hubiera tenido la precaución de dejar su puerta entornada; con aquellos muros tan gruesos, no había modo de que pudiera oírla cuando llegara.

Se encerró en su habitación y desordenó apresuradamente la ropa de cama. Su criada, la anciana Ruach. era sorda y estúpida, pero no tenía que ver el lecho intacto por la mañana. Ningún escándalo tenía que caer sobre su nombre; de lo contrario no lograría nada allí. Pero detestaba la necesidad de actuar en secreto, furtivamente.

Other books

La Romana by Alberto Moravia
Role of a Lifetime by Wilhelm, Amanda
Vermilion Drift by William Kent Krueger
Second Nature by Alice Hoffman
La cantante calva by Eugène Ionesco
Seduction's Dance (McKingley Series) by Aliyah Burke, McKenna Jeffries
Crooked River by Shelley Pearsall
To Conquer Chaos by John Brunner