Read Las nieblas de Avalón Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (96 page)

—Está en un convento, sire.

—¿Eso es lo que Elaine os dijo? —preguntó Morgana, con otro destello malicioso en la mirada—. Está en Avalón, en la Casa de vuestra madre, Lanzarote. ¿No lo sabíais?

—Es lo mismo —replicó él, pacíficamente—. En la Casa de las doncellas, las sacerdotisas viven en castidad y oración, como las monjas de la Santa Iglesia, y sirven a Dios a su modo. —Se volvió rápidamente hacia la reina Morgause, que se acercaba—. Caramba, tía, no puedo decir que el tiempo no nos haya cambiado, pero en verdad a vos os trata con bondad.

Morgause era una mujer alta y corpulenta; conservaba el pelo rojo y abundante sobre la vasta extensión de seda verde. Ginebra le abrió los brazos, diciendo:

—¡Cuánto te pareces a Igraine, reina Morgause! Yo la amaba mucho y aún pienso en ella con frecuencia.

—En mi juventud eso me habría enloquecido de celos, Ginebra; me enfurecía que mi hermana fuera más hermosa y amable que yo. Ahora me alegra parecerme a ella.

Y abrazó a Morgana, quien se perdió entre sus brazos. «¿Cómo he podido tenerle miedo?», se dijo Ginebra, al verlo. «Morgana es insignificante, reina de un país sin importancia.» Su cuñada vestía de lana oscura, sin más adorno que un collar de plata al cuello y un brazalete del mismo metal en los brazos. Una trenza de pelo oscuro y denso le rodeaba la cabeza.

Arturo se acercó para abrazar a su hermana y a su tía. Ginebra cogió de la mano al joven Galahad.

—Te sentarás a mi lado, sobrino. —«Ah, sí, éste es el hijo que yo tendría que haber tenido con Lanzarote… o con Arturo.» Y mientras se sentaban añadió—: Ahora que conoces mejor a tu padre, ¿has descubierto que no es un santo, como decía tu madre, sino un hombre muy digno de amor?

—¿Y qué otra cosa es un santo? —observó Galahad, con ojos refulgentes—. Dichoso el hombre que tiene a su padre por héroe.

—Espero, pues, que lo consideres siempre un héroe sin mácula.

Ginebra lo había sentado entre ella y su esposo, como corresponde al heredero del reino. Arturo instaló en el otro lado a Morgause; después, a Gawaine, con su amigo y protegido Uwaine.

En la mesa vecina estaban Morgana y su esposo con otros invitados, pero Ginebra no llegaba a verlos con claridad; alargó el cuello, entornando los ojos para ver mejor, y de pronto se preguntó si su antiguo miedo a los espacios abiertos no era consecuencia de su miopía. ¿Acaso sentía miedo del mundo porque no llegaba a verlo?

—¿Invitaste a Kevin? —preguntó a su esposo.

—Sí, pero mandó decir que no podría estar presente. Invité también al obispo Patricio, pero guarda la vigilia de Pentecostés en la iglesia; te espera allí a medianoche, Galahad. No exijo de mis caballeros que sean religiosos, pero sí que sean buenas personas.

Lanzarote comentó:

—Ojalá estos jóvenes puedan vivir en un mundo donde resulte más fácil ser bueno. —Y Ginebra tuvo la sensación de que lo decía con tristeza—. En ninguna parte se come tan bien como en vuestra mesa, mi reina.

—Demasiado bien —dijo alegremente Arturo, palpándose el vientre—. Y mañana, en Pentecostés, otro festín. ¡No sé cómo se las compone!

Ginebra se encendió de orgullo.

—Ya están asándose los terneros. Mi señor Uriens, no te veo comer carne.

El anciano negó con la cabeza.

—Uno de esos alones, quizá. Desde que murió mi hijo he jurado no volver a probar la carne de cerdo.

—¿Y tu reina comparte ese voto? —observó Arturo—. Parece que Morgana esté ayunando. ¡No me extraña que estés tan delgada, hermana!

—No comer carnes rojas no es privación para mí.

—¿Conservas tu dulce voz, hermana? Puesto que Kevin no ha podido venir, quizá quieras cantar o tocar.

—Si me lo hubierais dicho antes no habría comido tanto. Ahora no puedo cantar. Tal vez más tarde.

—¿Y tú, Lanzarote? —preguntó Arturo.

El caballero, con un encogimiento de hombros, pidió por señas la lira.

—Siempre dije que no me gustaba la música sajona, pero el año pasado, mientras vivía entre ellos, oí esta canción y lloré al escucharla. A mi manera, he tratado de traducirla a nuestra lengua. Es para vos, mi rey —añadió, abandonando el asiento para coger la pequeña arpa—, pues habla de la pena que sentía al morar lejos de la corte y de mi señor.

Empezó a tocar una melodía suave y plañidera; aunque sus dedos no eran tan hábiles como los de Merlín, la triste canción tenía un poder que los acalló gradualmente a todos.

¿Qué dolor se compara al dolor del que solo está?

Antes moraba junto al rey que tanto amo,

pero hoy tengo el corazón vacío.

Ginebra inclinó la cabeza para disimular las lágrimas. Arturo se había cubierto los ojos con las manos. Morgana tenía la mirada perdida en el vacío y la cara surcada de lágrimas. El rey rodeó la mesa para abrazar a Lanzarote, diciendo con voz vacilante:

—Pero ya estás otra vez con tu amigo y señor, Galahad.

Un antiguo rencor apuñaló el corazón de Ginebra. «Su amor por mí nunca fue sino parte de su amor por Arturo», pensó, cerrando los ojos para no verlos abrazados.

—Ha sido muy bello —comentó Morgause delicadamente—. ¿Quién habría pensado que los brutales sajones podían componer así?

Una voz, muy parecida a la de Lanzarote, dijo delicadamente:

—Entre los sajones no hay sólo guerreros, sino también músicos y poetas, mi señora.

Ginebra se volvió. Quien hablaba era un joven esbelto, de pelo negro y ropa oscura, apenas un borrón ante sus ojos. Arturo le pidió por señas que se adelantara.

—Hay en esta reunión familiar alguien a quien no conozco; eso no está bien. ¿Reina Morgause…?

Ella se levantó.

—Quería presentároslo antes de pasar a la mesa, rey mío. Pero estabais hablando con viejos amigos. He aquí al hijo de Morgana, que se crió en mi corte: Gwydion.

El joven se adelantó con una reverencia.

—Rey Arturo —dijo, con voz cálida, que era como un eco de la de Lanzarote. Por un momento Ginebra sintió un júbilo embriagador: no podía ser hijo de Arturo, sino de Lanzarote, sin duda. Luego recordó que su campeón era hijo de Viviana, la tía de Morgana.

El rey lo abrazó y dijo, con voz tan trémula que no se oyó a tres pasos de distancia:

—El hijo de mi amada hermana será recibido en mi corte como si fuera mío. Ven a mi lado. Gwydion.

Ginebra miró a Morgana. Tenía manchas carmesíes en la mejilla y se mordisqueaba el labio inferior. Obviamente, Morgause no la había preparado para ver la presentación del muchacho a su padre… No: al rey. Probablemente no tenía idea de quién era su padre, aunque si se había mirado al espejo, sin duda se creía hijo de Lanzarote.

En realidad, no era un muchacho, sino un hombre: ya debía de tener casi veinticinco años.

—Tu primo, Galahad —presentó Arturo.

El joven le tendió impulsivamente la mano.

—Vuestro parentesco con el rey es más estrecho que el mío, primo; tenéis más derecho que yo a ocupar mi puesto —dijo, con juvenil espontaneidad—. Me maravilla que no me odiéis.

Gwydion sonrió.

—¿Cómo sabéis que no os odio, primo?

Ginebra dio un respingo; luego lo vio sonreír. Era hijo de Morgana, sin duda; tenía la misma sonrisa felina. Galahad parpadeó, pero acabó por llegar a la conclusión que la pregunta era una broma. La reina podía seguir sus transparentes pensamientos: «¿Será hijo de mi padre, un bastardo habido de la reina Morgana?» Parecía apenado como el cachorro a quien se ha rechazado un juguetón ofrecimiento de amistad.

—No, primo —dijo Gwydion—: lo que estáis pensando no es cierto.

Y hasta tenía la sonrisa deslumbrante y repentina de Lanzarote; su cara, muy sombría, adquiría un fulgor apabullante, como transformada por un rayo de sol.

Galahad dijo, a la defensiva:

—Yo no estaba…, no dije…

—No —reconoció Gwydion, amablemente—: no dijisteis nada, pero lo que pensabais es muy obvio: lo mismo que han de estar pensando todos los presentes. —Alzó un poco la voz—. En Avalón, primo, la estirpe se hereda por vía materna. Yo pertenezco a la antigua realeza de Avalón; con eso me basta. Claro que, como casi todos, me gustaría saber quién fue mi padre. No podría contar cuántos han señalado mi parecido con el señor Lanzarote, pero de todos los hombres de este reino que pudieron haberme engendrado, sé que él no fue. Por eso tengo que informaros de que el nuestro es sólo un parecido de familia. No somos hermanos, Galahad, sino primos.

Galahad parecía confundido.

—No me habría molestado que fuéramos hermanos, Gwydion.

—Pero en ese caso el heredero del rey habría sido yo —apuntó el otro, sonriente. Y Ginebra tuvo la súbita impresión de que disfrutaba con la incomodidad de los presentes. En ese toque de maldad se parecía a Morgana.

Ésta dijo, con esa voz grave que se oía con claridad sin ser potente:

—Tampoco a mí me habría disgustado que Lanzarote fuera tu padre, Gwydion.

Uriens intervino:

—Creo que cualquiera estaría orgulloso de un hijo así, joven Gwydion. Es vuestro padre quien ha salido perdiendo al no reclamaros, quienquiera que sea.

—Oh, no lo creo —replicó el joven.

Y Ginebra, al percibir el fugaz desvío de su mirada hacia Arturo, pensó: «Aunque por algún motivo niegue saber quién es su padre, está mintiendo.» Sin saber por qué, eso la inquietó. Pero mucho peor habría sido que se enfrentara a Arturo para inquirir por qué, siendo su hijo, no era también su heredero. ¡Avalón, maldito lugar! ¿Por qué no se hundía en el mar de una vez para siempre?

—Pero esta noche el homenajeado es Galahad —advirtió Gwydion— y yo le estoy robando atención. ¿Vais a velar vuestras armas, primo?

El muchacho hizo un gesto afirmativo:

—Como es costumbre entre los caballeros de Arturo.

—¿Preferiríais que os armara vuestro padre, Galahad? —preguntó el rey.

Este inclinó la cabeza.

—Es mi señor quien tiene que decidirlo. Pero me parece que el título de caballero proviene de Dios y poco importa quién lo otorgue.

Arturo asintió lentamente.

—Comprendo lo que queréis decir, muchacho. Lo mismo sucede con el rey: cuando jura gobernar a su pueblo, no lo hace ante éste, sino ante Dios.

—O ante la Diosa —apuntó Morgana—, símbolo de la tierra sobre la que ha de reinar.

Miraba directamente a Arturo, que desvió los ojos. Ginebra se mordió los labios: así recordaba a Arturo que había jurad lealtad a Avalón… ¡Maldita mujer! Pero aquello había pasado, Arturo era un rey cristiano y sobre él no había más autoridad que la de Dios.

—Todos rezaremos por ti, Galahad —dijo—, para que seas un buen caballero y, algún día, un buen rey.

—Al pronunciar vuestros votos, Galahad —añadió Gwydion—, en cierto modo estaréis consumando el sagrado matrimonio con la tierra que celebraban los reyes de antaño aunque no seáis sometido a tan dura prueba.

El rubor subió a la cara del muchacho.

—Mi señor Arturo llegó al trono ya probado en la batalla primo; esa prueba ya no es posible.

—Yo podría buscar otra —musitó Morgana—. Y si vais a reinar tanto sobre Avalón como sobre las tierras cristianas, algún día tendréis que pasar también por eso, Galahad.

Éste afirmó los labios.

—Esperemos que ese día esté muy lejos. Viviréis por muchos años, mi señor, y entonces los pueblos paganos habrán desaparecido.

—Confío en que no. —Accolon hablaba por primera vez—. Los bosques sagrados siguen en pie y en ellos se adora a la Diosa, como desde los comienzos del mundo.

Galahad dio un respingo.

—¡Pero vivimos en un país cristiano! El obispo Patricio me dijo que todos los bosques sagrados habían sido talados.

—No es así —afirmó Accolon—, ni lo será mientras vivamos mi padre y yo.

Morgana abrió la boca para hablar, pero Ginebra notó que Accolon le tocaba la muñeca. Ella le sonrió y no dijo nada. Fue Gwydion quien añadió:

—Ni en Avalón, mientras viva la Diosa. Los reyes pasan, pero la Diosa perdurará por siempre.

«¡Qué pena que este apuesto joven sea pagano! —pensó Ginebra—. Bueno, Galahad es un joven piadoso y será buen rey cristiano.» Pero mientras se consolaba con ese pensamiento la recorrió un vago escalofrío. Como si los pensamientos de su esposa lo hubieran perturbado, Arturo se inclinó hacia Gwydion con expresión preocupada

—¿Vienes a la corte para unirte a mis caballeros, Gwydion? No tengo que decirte que el hijo de mi hermana es bienvenido.

—Admito que para eso lo traje —intervino Morgause—, pero ignoraba que ésta fuera la gran ceremonia de Galahad. No quiero restar lustre a esta ocasión. Será en cualquier otro momento.

—No me molestaría compartir la vigilia y los votos con mi primo —aseguró el muchacho, ingenuamente.

Gwydion se echó a reír.

—Sois demasiado generoso, pariente, pero no conocéis el oficio de rey. Si Arturo nos armara a ambos al mismo tiempo, siendo yo mayor y más parecido a Lanzarote, vuestra ceremonia quedaría empañada. La mía no, ciertamente. Y otra cosa: no tengo la intención de velar mis armas en una iglesia cristiana. Soy de Avalón. Si Arturo quiere admitirme entre sus caballeros tal como soy, bien. Si no, lo mismo da.

Uriens levantó los brazos nudosos para enseñar las descoloridas serpientes.

—Yo me siento a la mesa redonda sin haber pronunciado los votos cristianos, hijastro.

—También yo —añadió Gawaine—. En aquellos tiempos ganábamos el título combatiendo, sin necesidad de ceremonias.

—Yo mismo tendría reparos en pronunciar esos votos —se sumó Lanzarote—, pecador como soy. Pero pertenezco a Arturo en la vida y en la muerte, y él lo sabe.

Arturo le sonrió con profundo afecto.

—Vos y Gawaine sois los pilares de mi reinado. Si os perdiera a alguno, creo que mi trono caería desde lo alto de Camelot.

Una puerta se abrió en el extremo del salón, dando paso a un sacerdote acompañado de dos hombres jóvenes, todos vestidos de blanco. Galahad se levantó deprisa.

—Con vuestra licencia, mi señor.

Arturo también se levantó para abrazarlo.

—Dios te bendiga. Ve a guardar tu vigilia.

El joven se volvió para abrazar a su padre. Ginebra le dio la mano a besar.

—Dadme vuestra bendición, señora.

—Siempre, Galahad.

Y Arturo añadió:

—Te acompañaremos un trecho.

—Me hacéis un gran honor, rey mío. ¿Hubo vigilia cuando fuisteis coronado?

Other books

The Road Back by Erich Maria Remarque
Dark Woods by Steve Voake
Overheated by Shoshanna Evers
Shakespeare's Kitchen by Lore Segal
Mr Cavell's Diamond by Kathleen McGurl
Still Point by Katie Kacvinsky
Airship Desire by Riley Owens
The Sweetest Things by Nikki Winter
Summer at Willow Lake by Susan Wiggs
The Rawhide Man by Diana Palmer