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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (99 page)

Algunos años atrás un artesano había escrito, en oro y carmesí, el nombre de cada compañero encima de su asiento acostumbrado. Esta vez el asiento más próximo al del rey, reservado durante todo ese tiempo para su heredero, llevaba el nombre de Galahad. Pero Morgause apenas reparó en eso. Pues en los grandes tronos que tenían que ocupar Arturo y Ginebra se habían colgado dos estandartes blancos con feas caricaturas una, de un caballero encima de dos testas coronadas, que se parecían endiabladamente a Arturo y Ginebra; la otra era una pintura lasciva que hizo enrojecer a la misma Morgause, que no era precisamente mojigata. Representaba a una mujer menuda y morena, completamente desnuda, abrazada por un enorme diablo cornudo; en torno a ella, un grupo de hombres desnudos aceptaba extrañas y repugnantes atenciones sexuales.

Ginebra lanzó un grito agudo.

—¡Dios y la Virgen nos protejan!

Arturo se detuvo en seco y tronó hacia los sirvientes:

—¿Cómo sucedió este… esta…? —A falta de palabras, señaló con la mano los dibujos—. ¿Esto?

—Señor… —tartamudeó el chambelán—, no estaban aquí cuando terminamos de decorar el salón; todo estaba en orden, hasta las flores ante el asiento de la reina.

—¿Quién fue el último en entrar aquí?

Cay se adelantó cojeando.

—Yo, hermano y señor. Vine a asegurarme de que todo estuviera en orden. Y juro por Dios que encontré todo listo para homenajear a mi rey y a su señora. Si descubro al sucio perro que puso esto aquí le retorceré el pescuezo. —Y movió las manos como si estuviera sacrificando a un pollo.

—¡Atiende a tu señora! —ordenó Arturo, bruscamente.

Entre el parloteo de las mujeres, Ginebra empezaba a derrumbarse, desvanecida. Morgana la mantuvo en pie, diciéndole en voz baja:

—¡No les des esta satisfacción, Ginebra! Eres la reina. ¿Qué te importa lo que algún idiota pueda haber garabateado en un estandarte? ¡Domínate!

Ginebra lloraba.

—¿Cómo pueden…, cómo pudieron…, quién puede odiarme tanto?

—Nadie puede vivir sin ofender a algún estúpido —dijo Morgana.

Y la ayudó a llegar a su asiento. Pero allí estaba todavía el más lascivo de los estandartes; la reina retrocedió como si hubiera tocado algo repugnante. Morgana lo arrojó al suelo y ordenó a una de las criadas que llenara una copa.

—No permitas que te altere, Ginebra. Supongo que ése esta destinado a mí. Se dice que me acuesto con demonios. ¿Y que me importa?

Arturo ordenó:

—Sacad esta basura de aquí, quemadla y traed incienso para quitar el hedor del mal.

Los lacayos corrieron a obedecer, mientras Cay prometía:

—Ya averiguaremos quién lo hizo. Debió de ser algún sirviente que despedí. Traed el vino, hombres, y brindaremos por el castigo del cerdo que trató de hacer fracasar nuestro festín. ¡Bebed por el rey Arturo y su señora!

Se elevaron tenues vítores, que se convirtieron en un auténtico grito de aprecio cuando la real pareja se inclinó ante los presentes. Luego los invitados tomaron asiento y Arturo dijo:

—Ahora haced pasar a los peticionarios.

Después de atender cuatro o cinco peticiones menores se llevaron las carnes, mientras tanto acróbatas y malabaristas entretenían a los comensales: un hombre hizo magia, sacando pájaros y huevos de los lugares más inesperados. Morgause, viendo ya serena a Ginebra, se preguntó si atraparían alguna vez al autor de los dibujos. Que uno retratara a Morgana como ramera era malo, pero el otro era peor: representaba a Lanzarote pisoteando al rey y a su consorte. La humillación recibida por el campeón de la reina podría haber sido borrada por su galante actitud hacia el joven Gwydion… No, Mordret. Pero alguien, sin duda, detestaba la obvia inclinación de Ginebra hacia su caballero.

La reina sonrió al oír los cuernos fuera del salón, como si algo la complaciera. Las puertas se abrieron de par en par; resonaron otra vez los toscos cuernos. Luego tres corpulentos sajones, vestidos de pieles y cueros, con grandes espadas, cascos con cuernos y coronas de oro en la cabeza, entraron a grandes pasos, cada uno seguido por su cortejo.

—Mi señor Arturo —anunció uno de ellos—: soy Adelric, señor de Kent y Anglia, y éstos son reyes hermanos. Venimos a pedir que nos permitáis rendiros tributo, cristianísimo rey, y firmar con vos y vuestra corte un tratado definitivo.

—Lot debe de estar revolviéndose en la tumba —comentó Morgause—, pero Viviana estaría complacida.

Morgana no respondió.

El obispo Patricio se levantó para acercarse a los reyes sajones y les dio la bienvenida. Luego dijo a Arturo:

—Esto me da un gran júbilo, mi señor, después de tan largas guerras. Os insto a recibir a estos hombres como reyes vasallos y a tomarles juramento, en señal de que todos los monarcas cristianos deberían ser hermanos.

Morgana, mortalmente pálida, quiso levantarse para hablar, pero Uriens le clavó una mirada ceñuda y ella volvió a sentarse a su lado. Morgause comentó con naturalidad:

—Recuerdo un tiempo en que los obispos se negaban a cristianizar a estos bárbaros por no encontrárselos en el Paraíso Claro que han pasado treinta años.

—Desde que asumí el trono —dijo Arturo—, he deseado poner fin a las guerras que han asolado esta tierra. Llevamos muchos años cohabitando en paz, señor obispo. Y ahora os doy la bienvenida a mi corte, buenos señores.

Otro de los sajones dijo:

—Tenemos por costumbre jurar sobre un acero. ¿Podemos pronunciar nuestro juramento sobre la cruz de vuestra espada, señor Arturo, como señal de que nos reunimos como reyes cristianos bajo el Dios único que impera sobre todos?

—Sea —otorgó Arturo en voz baja.

Y descendió del estrado para acercarse a ellos. A la luz de las antorchas y los candiles,
Escalibur
centelleó como un relámpago al salir de la vaina. Cuando Arturo la sostuvo verticalmente ante sí, una gran sombra ondulante, la sombra de una cruz, cayó a lo largo del salón. Los reyes se arrodillaron.

Ginebra parecía complacida; Galahad estaba arrebolado de gozo. Morgana, en cambio, se había puesto pálida de ira. Su tía la oyó susurrar a Uriens:

—¡Cómo osa dar tales usos a la sagrada espada de los druidas! ¡Como sacerdotisa de Avalón no pudo presenciar esto en silencio!

Quiso levantarse, pero su esposo la sujetó por la muñeca. Aunque anciano, era un guerrero y ella, una mujer menuda. Por un momento Morgause temió que sus huesos frágiles se quebraran, pero Morgana no lanzó un solo gemido. Con los dientes apretados, logró liberar su muñeca y dijo, en voz lo bastante alta para que llegara a Ginebra:

—Viviana murió sin completar su obra. Y yo he permanecido ociosa mientras Arturo caía en manos de los curas.

—Señora —dijo Accolon, inclinándose hacia ella—, ni siquiera vos podéis perturbar este santo día. Harían con vos lo que los romanos hicieron con los druidas. Discutid en privado con Arturo y hacedle esos reproches, si es preciso: no dudo que Merlín os ayudará.

Morgana bajó la vista y se mordió los labios.

Arturo estaba abrazando a los reyes sajones, uno a uno, luego los sentó cerca del trono y les hizo llevar presentes. Morgana se cogió una torta pegajosa de miel para ponerla entre los labios apretados de su sobrina.

—Sois demasiado afecta al ayuno, Morgana —dijo—. ¡Comed! Estáis pálida. Vais a desmayaros en vuestro asiento.

—No es el hambre lo que me demuda —replicó.

Pero comió la torta y bebió un poco de vino. Morgause notó que le temblaban las manos. En una muñeca se veían oscuras moraduras dejadas por los dedos de Uriens.

Luego se levantó y dijo en voz baja a su marido:

—No te preocupes, amadísimo esposo. No diré nada que pueda ofenderte, ni tampoco a nuestro rey. —Y se volvió hacia Arturo para añadir en voz alta—: ¡Hermano y señor mío! ¿Puedo solicitaros un favor?

—Mi hermana, la esposa de mi leal súbdito, el rey Uriens, puede pedir lo que desee —respondió Arturo con simpatía.

—Hasta el último de vuestros súbditos puede solicitar audiencia, señor. Eso os pido.

Arturo enarcó las cejas, pero adoptó su mismo tono formal.

—Esta noche, antes de acostarme, os recibiré en mi alcoba; podéis venir con vuestro esposo, si queréis.

«Me gustaría ser mosca para presenciar esa audiencia», pensó Morgause.

7

C
uando estuvieron solos en su alcoba, Uriens dijo:

—Ignoraba que tus derechos sobre Tintagel estuvieran nuevamente en disputa.

—Las cosas que ignoras, esposo mío, son tantas como las bellotas en una pradera —dijo, impaciente. Quería estar sola para analizar sus planes, para discutirlos con Accolon, y tenía que aplacar a ese anciano idiota.

—Tendría que saber lo que estás planeando. Me ofende que no me consultaras sobre lo que está pasando en Tintagel en vez de apelar a Arturo.

El tono mohíno de Uriens encerraba también un deje de celos. Morgana recordó entonces que había salido a relucir lo que tantos años había ocultado: la paternidad de su hijo. Todavía impaciente, dijo:

—Arturo está disgustado conmigo porque no le parece correcto que una mujer se le enfrente así. Por eso le pedí ayuda: para que no crea que me rebelo contra él.

No dijo nada más. Como sacerdotisa de Avalón no podía mentir, pero no había necesidad de revelar demasiado.

—¡Qué sagaz eres, Morgana! —ponderó Uriens, dándole unas palmaditas en la muñeca que él mismo había lesionado.

«Necesito a Accolon —pensó Morgana, sintiendo que le temblaban los labios—. Quiero estar en sus brazos, que me cuide y me consuele. Pero en este lugar ¿cómo haremos para reunimos en secreto?» Parpadeó para ahuyentar las lágrimas de ira. Ahora la fortaleza era su única garantía: fortaleza y disimulo.

Uriens, que había salido a orinar, volvió bostezando.

—Oí que el sereno anunciaba la medianoche. Tenemos que acostarnos, señora. —Y empezó a quitarse la ropa festiva—. ¿Estás muy cansada, querida?

Morgana no respondió, temiendo echarse a llorar. Uriens tomó su silencio por consentimiento y la atrajo hacia la cama Morgana lo toleró, tratando de recordar alguna hierba, algún encantamiento que pusiera fin a la virilidad del anciano, demasiado prolongada. Después quedó pensativa: ¿Por qué no se entregaba con indiferencia, sin pensar, como lo había hecho tan a menudo en aquellos largos años? ¿Por qué tenía que prestarle más atención que a un animal vagabundo que le olfateara las faldas?

Durmió sin sosiego; soñó con una criatura que había encontrado en algún sitio y que tenía que amamantar, aunque tenía los pechos secos y terriblemente doloridos. Al despertar aún le dolían. Uriens había salido de caza con algunos hombres de Arturo, tal como estaba acordado. Morgana se encontraba descompuesta y con náuseas. «No me extraña: comí lo que habitualmente ingiero en tres días.» Pero cuando fue a ponerse la túnica descubrió que tenía los pezones, no pardos y pequeños, sino rojizos e hinchados.

Se derrumbó en la cama como si se le hubieran roto las rodillas. Estaba segura de que era estéril; tras el nacimiento de Gwydion le habían dicho que probablemente no volvería a tener hijos, y en todos aquellos años no había concebido de nadie. Más aún: ya se aproximaba a los cuarenta y nueve años; sus menstruaciones se habían vuelto irregulares y solían faltar durante varios meses. Y a pesar de todo, estaba embarazada. Su primera reacción fue de miedo: al nacer Gwydion había estado muy cerca de morir.

Uriens sin duda quedaría encantado ante esa supuesta prueba de su virilidad. Pero en el momento de la concepción estaba muy enfermo de fiebre pulmonar; había muy pocas probabilidades de que la criatura fuera suya. ¿Habría sido engendrada por Accolon el día del eclipse? En ese caso era del Dios que se les había presentado en el bosque de avellanos.

«¿Qué haría con un recién nacido, vieja como soy? Pero tal vez sea una sacerdotisa para Avalón, para que gobierne después de mí cuando el traidor haya sido derribado del trono en que Viviana lo puso.»

El día era gris y lóbrego: lloviznaba. El campo de los torneos estaba lodoso, con estandartes y cintas pisoteadas en el cieno; uno o dos de los reyes vasallos se preparaban para salir a caballo; algunas fregonas, con las faldas recogidas hasta los muslos, marchaban hacia las orillas del lago, llevando paletas y sacos de ropa sucia.

Se oyó un golpe en la puerta y la voz de un criado, suave y respetuosa:

—Reina Morgana, la gran reina solicita que vos y la señora de Lothian vayáis a desayunar con ella. Y Merlín de Britania os pide que lo recibáis aquí a mediodía.

—Iré a reunirme con la reina — confirmó—. Dile al Merlín que lo recibiré. —Ambas confrontaciones la acobardaban, pero no se atrevía a negarse, especialmente ahora. Ginebra jamás sería otra cosa que su enemiga; era culpa suya que Arturo hubiera traicionado a Avalón. «Tal vez estoy planeando la caída de quien no corresponde; si lograra que Ginebra abandonara la corte, si huyera con Lanzarote, ahora que ha enviudado y puede desposarla legalmente…» Pero desechó la idea. «Arturo debe de haberle pedido que se reconcilie conmigo. Si Morgause se pusiera de mi parte, perdería a Uriens y a los hijos de Lot.»

Encontró a Morgause en la habitación de la reina; el olor acomida le despertó las náuseas otra vez, pero las dominó con férrea voluntad. Era bien sabido que nunca comía mucho, de modo que su falta de apetito no llamaría la atención. Cuando Ginebra se acercó a besarla, por un momento Morgana volvió a sentir una sincera ternura por ella. No era a Ginebra a quien odiaba, sino a los curas que tanta influencia tenían sobre la reina.

Ya a la mesa, sólo aceptó un trozo de pan con miel que no probó. Las damas de Ginebra, estúpidas devotas, la recibieron con miradas curiosas y aparente cordialidad.

—Vuestro hijo, el señor Mordret…, ¡qué brillante joven! ¡Qué orgullosa estaréis de él! —comentó una de ellas.

Morgana desmigó el pan, comentando sin alterarse que apenas lo había visto desde el destete y que era Morgause quien se envanecía de él como de un hijo propio.

—Me enorgullezco más de Uwaine, mi hijastro, pues lo crié desde que era pequeño.

Una de las muchachas soltó una risita aguda, diciendo que, en su lugar, prestaría más atención a ese otro hijastro, el apuesto Accolon. Morgana apretó los dientes, con ganas de matarla, Pero las señoras de la corte no tenían otra cosa que los chismes Pata pasar el tiempo.

—¿Es cierto que no es hijo de Lanzarote? — insistió Alais, a quien conocía de sus tiempos en la corte.

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