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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (95 page)

El mundo había cambiado sutilmente en torno a ellos. Morgana siempre había creído que aquel país vetusto y extraño se encontraba en las fronteras de Avalón; ahora lo encontraba allí, en las remotas colinas de Gales del norte. Sin embargo, una voz dijo en su mente: «Estoy en todas partes; allí donde el avellano se refleja en el estanque sagrado, allí estoy.» Oyó que Accolon ahogaba una exclamación de sobrecogida maravilla: con ellos estaba la señora del reino de las hadas, erguida y silente, con su vestido brillante y su corona de mimbre sobre la frente.

¿Era ella quien hablaba o la Dama?

«Hay otras pruebas que no son la carrera de los ciervos…» Y de pronto resonó un cuerno, lejano y espectral, por el bosquecillo de avellanos. ¿O ya no era el bosquecillo? Las hojas se movieron, agitadas por vientos súbitos que sacudieron las ramas, haciéndolas crujir, y un estremecimiento de miedo recorrió todo el cuerpo de Morgana.

«Aquí viene…»

Se volvió lentamente, contra su voluntad. No estaban solos en el bosquecillo. Allí, entre los mundos, se encontraba él.

Jamás preguntó a Accolon qué había visto. Por su parte, sólo distinguió la sombra de la cornamenta, las hojas doradas y carmesíes en medio de un bosque glauco de yemas primaverales los ojos oscuros… Una vez había yacido con él en un bosque corno ese. Pero esta vez no iba a buscarla. Su paso, leve sobre las hojas, de algún modo levantaba el viento que seguía azotando los árboles y hacía flamear su cabello y su manto. Era alto y moreno; parecía estar vestido a la vez con ricas prendas y con hojas, pero Morgana habría jurado que su piel relucía suave Y desnuda ante ellos. Le vio levantar una mano esbelta; Accolon, como hechizado, avanzó lentamente, paso a paso. Y al mismo tiempo era a Accolon a quien veía coronado y ataviado con hojas y cuernos.

Morgana se sintió sacudida y castigada por el viento. En el bosque había caras y siluetas que no podía ver con claridad. La prueba no era para ella, sino para el hombre que la acompañaba. Creyó oír gritos y la llamada del cuerno; ¿había jinetes en el aire? Accolon ya no estaba a su lado. Se encontró aferrada a la corteza del avellano, con la cara escondida; no sabría nunca qué forma adoptaría la consagración de Accolon como rey; no estaba en su poder conocerlo. Había invocado los poderes del Astado por intermedio de la Dama. Accolon iba hacia donde ella no podía seguirlo.

Nunca supo cuánto tiempo pasó allí, agarrada del tronco, con la frente dolorosamente apretada a la corteza. Por fin el viento cesó y Accolon apareció a su lado. Estaban juntos, solos en el bosquecillo, y sólo se oía el clamor del trueno en un cielo oscuro y sin nubes, donde el borde del sol parecía metal fundido tras el disco tenebroso de la luna que lo eclipsaba; las estrellas ardían en una noche inexistente. Accolon la rodeó con un brazo, preguntando:

—¿Qué es, qué pasa?

—Es el eclipse —respondió Morgana, con voz más firme de lo que esperaba. Su corazón volvía a la normalidad ante el contacto de esos brazos tibios y vivos. El suelo volvía a estar firme bajo los pies; cuando bajó la vista al estanque vio fragmentos de ramas quebradas por el misterioso viento que había asolado el bosque. En algún lugar un ave se quejó de la súbita oscuridad; a sus pies, un lechoncillo rosado hozaba entre las hojas muertas. Luego la luz empezó a refulgir otra vez. Vio que Accolon observaba la sombra contra la cara del sol y dijo ásperamente:

—¡Aparta los ojos! Ahora que la oscuridad ha pasado puedes quedarte ciego.

Accolon tragó saliva y bajó los ojos hacia ella. En el pelo, revuelto por un viento que no era de este mundo, se le enredaba una hoja carmesí; Morgana se estremeció entre las yemas sin abrir del avellano.

—Se ha ido —susurró Accolon—. Y también ella… ¿O eras tú? ¿Sucedió de verdad, Morgana? ¿Algo de todo lo que pasó fue real?

Morgana vio algo en sus ojos desconcertados, algo que no tenía antes: el toque de lo no humano. Alargó la mano para quitarle del pelo la hoja de otoño y se la enseñó.

—Tú, que luces las serpientes…, ¿necesitas preguntar?

—Ah…

Vio que lo recorría un estremecimiento. Le arrebató la hoja con un gesto salvaje.

—Me pareció que volaba muy por encima del mundo, viendo cosas que nunca ha visto ningún mortal.

Luego la empujó hacia el suelo con salvaje urgencia, desgarrándole el vestido. Morgana le permitió hacer a su antojo, inmóvil y aturdida en la tierra húmeda, y lo dejó mientras él se estremecía, impulsado por una fuerza que apenas comprendía. No tenía parte en aquello; era sólo la tierra pasiva bajo la lluvia y el viento.

Luego la penumbra se alejó; las extrañas estrellas desaparecieron. Las manos de Accolon, tiernas y arrepentidas, la ayudaron a levantarse y a arreglarse el vestido. Se inclinó para besarla, tartamudeando alguna explicación, alguna excusa, pero Morgana sonrió y le cruzó los labios con los dedos.

—No, no…, basta. —El bosquecillo estaba otra vez en calma—. Tenemos que regresar, amor mío. Notarán nuestra ausencia y todo el mundo estará gritando por el eclipse, como si fuera algún extraño augurio.

Sonrió débilmente; había visto algo mucho más extraño que el eclipse. Sintió la mano de Accolon en la suya, fría y sólida.

—No sabía que tú… —susurró mientras caminaban—. Te pareces a ella, Morgana.

«Es que soy ella.» Pero no lo dijo en voz alta. Se volvió a mirar su rostro amado y sonriente. Y de pronto el frío golpeó su corazón. Accolon había sido aceptado, pero eso no le aseguraba el triunfo. Sólo significaba que podía intentar la prueba final, de la cual era tan sólo el comienzo. «Ah, Diosa…, ¿cómo tendré el valor de enviarlo a enfrentarse a la muerte?»

4

L
a víspera de Pentecostés Arturo y su reina pidieron a los huéspedes con quienes tenían lazos familiares que cenaran en privado con ellos. Al día siguiente se celebraría el habitual gran banquete para los caballeros y reyes menores, pero Ginebra se dijo, mientras se vestía con esmero, que aquélla era la peor prueba. Tiempo atrás había aceptado lo inevitable; mientras Galahad fue sólo un rubio niño que se criaba en las tierras del rey Pelinor, le resultaba casi placentero pensar que un hijo de Lanzarote y su prima Elaine (ahora muerta de parto) era un buen heredero del trono. Pero ahora lo veía como reproche viviente para la reina envejecida que había vivido sin fructificar.

—Estás inquieta —observó Arturo, mientras ella se ponía la corona—. Lo siento, Ginebra; me pareció que ésta era una buena manera de conocer al muchacho que va a heredar mi trono. ¿Quieres que les diga que estás enferma? Puedes conocerlo en otro momento.

Ginebra apretó los labios.

—Tanto da ahora como más tarde.

Arturo le estrechó la mano.

—Lanzarote ya no viene a menudo. Será grato volver a verlo.

—Eso me extraña. ¿No le odias?

Arturo sonrió con intranquilidad.

—Entonces éramos mucho más jóvenes. Es como si hubiera sucedido en otro mundo. Lanzarote no es más que mi más querido y viejo amigo, casi un hermano.

—También Cay —observó Ginebra—, y su hijo Arturo es uno de tus caballeros más leales. Se me ocurre que sería mejor heredero que Galahad.

—El joven Arturo es buen hombre y caballero de confianza, pero Cay no tiene sangre real. —Vaciló un momento; no habían tocado el tema desde aquel Pentecostés tan horrible—. He sabido que el otro muchacho, el hijo de Morgana, está en Avalón.

Ginebra levantó una mano como para evitar un golpe.

—¡No!

—Lo dispondré todo de manera que no lo veas nunca —prometió Arturo, sin mirarla—. Pero lleva sangre real: es preciso hacer algo por él.

—Oh, sí los sacerdotes lo permitieran, supongo que le proclamarías heredero.

—Hay quienes se extrañarán de que no lo haga. ¿Prefieres que trate de dar explicaciones?

—Entonces tendrías que mantenerlo lejos de la corte —señaló Ginebra, mientras pensaba: «¡Qué dura suena mi voz cuando me enfado!»—. ¿Qué lugar tiene en esta corte alguien educado en Avalón para druida?

Arturo apuntó, seco:

—Los que se guían por Avalón también son súbditos míos, Ginebra. Antes de Pentecostés siempre se festejó el solsticio de verano, aunque ahora las fogatas sólo se encienden en Avalón.

Ginebra iba a decir algo, pero calló. El tiempo de los druidas parecía ya tan remoto como el de los romanos. Incluso el mismo Kevin era más conocido en la corte como arpista que como Merlín de Britania; los curas no le respetaban como a Taliesin, aunque Arturo lo consultaba sobre las cuestiones de leyes y costumbres antiguas que no se podían eludir.

—Si ésta no fuera una reunión estrictamente familiar, ordenaría al Merlín que tocara para nosotros.

Arturo sonrió.

—Si quieres puedo rogarle que nos haga el honor, pero música como la suya no se ordena.

Ginebra le devolvió la sonrisa, diciendo:

—Conque el rey ruega al súbdito, en vez de ser a la inversa.

—En todo tiene que haber equilibrio. Es una de las cosas que he aprendido durante mi reinado… Bien, mi señora, los huéspedes nos esperan.

Cuando iban hacia la puerta, el chambelán se acercó para hablar en voz baja con Arturo. Éste se volvió hacia Ginebra.

—Tendremos más huéspedes a la mesa. Gawaine manda decir que ha venido su madre con Lamorak, su consorte. Y el rey Uriens con Morgana y sus hijos.

—Entonces será realmente una fiesta familiar.

—Bueno, querida, los invitados se han reunido en el salón pequeño. ¿Bajamos?

El gran salón de la mesa redonda era dominio de Arturo: un lugar masculino, donde se reunían guerreros y reyes. Pero era en el salón pequeño donde Ginebra se sentía más reina. Cada vez veía menos; al principio, aunque aún había mucha luz, sólo vio colores: los vestidos de las señoras y las alegres túnicas que usaban los hombres bajo techo. La silueta inmensa, con melena pajiza, era Gawaine, que se acercaba para hacer una reverencia al rey y estrecharlo luego en un abrazo de oso. Lo seguía Gareth, más modesto. Cay se acercó para palmear al joven en el hombro y le preguntó por su prole; señora Leonor acababa de tener al octavo o noveno hijo y aún guardaba cama en el castillo del norte. Gareth seguía siendo apuesto; con los años se acentuaba su parecido con Arturo y Gawaine. Otro hombre fue a abrazarlo: esbelto, de oscuro pelo rizado, ya con vetas grises. Ginebra se mordió los labios: Lanzarote no cambiaba con los años, salvo para tornarse más gallardo.

Uriens, en cambio, no tenía esa mágica inmunidad al tiempo. Por fin parecía realmente viejo; tenía el pelo completamente blanco, aunque se mantenía erguido y fuerte. Le oyó explicar que se acababa de reponer de una fiebre pulmonar y que en primavera había enterrado a su primogénito, atacado por un cerdo salvaje. Arturo comentó:

—¿Conque algún día serás rey de Gales del norte, Accolon? Bueno, así sea.

Uriens iba a inclinarse hacia la mano de Ginebra, pero ella le dio un beso en la mejilla. El anciano llevaba un bonito manto verde y pardo.

—Nuestra reina parece cada vez más joven —dijo, sonriendo de buen humor—. Cualquiera diría que moráis en el país de las hadas, señora.

Ella se echó a reír.

—Entonces tendría que pintarme arrugas en la cara, no vayan los sacerdotes a pensar que he aprendido cosas indignas de una cristiana. ¡Vaya, Morgana! —Por una vez podía saludar a su cuñada con una broma—. Pareces más joven que yo, aunque sé que eres mayor. ¿Qué magia es ésa?

—No hay magia —respondió Morgana, con voz grave y musical—. Sólo que en mi país, tan lejos del mundo, tengo poco en que ocupar la mente y siento que el tiempo no pasa.

Cuando Ginebra la miró mejor, vio en su cara los pequeños rastros de los años: su tez seguía siendo suave, pero había pequeñas arrugas en torno a los ojos y tenía pequeñas bolsas bajo los párpados.

Lanzarote saludó primero a Morgana. Ginebra no esperaba sentirse desgarrada por esa rabiosa pasión de celos. «Elaine ha muerto…, y Uriens es tan anciano que difícilmente vivirá hasta la próxima Navidad.» Oyó el cumplido risueño del caballero y la dulce risa de su cuñada. «Pero no mira a Lanzarote como enamorada… Sus ojos buscan al príncipe Accolon, que también es apuesto.» Y Ginebra sintió una punzada de escandalizada desaprobación.

—Tendríamos que sentarnos a la mesa —dijo, haciendo señas a Cay—. Galahad tendrá que retirarse a medianoche para velar sus armas; quizá quiera descansar antes un poco, para no adormilarse.

—No voy a adormilarme, señora —aseguró el joven.

Ginebra volvió a sentir aquel dolor. ¡Cuánto le habría gustado que el bello mozo fuera hijo suyo! Era alto y de anchas espaldas, a diferencia de Lanzarote; su cara limpia parecía relucir de serena felicidad.

—Esto es muy nuevo para mí. Camelot es tan bella que no parece real. —Galahad se inclinó cortésmente ante Morgana—. Os recuerdo, señora. Vinisteis para llevaros a Nimue y mi madre lloraba. ¿Está bien mi hermana, señora?

—Hace algunos años que no la veo —respondió—, pero si no estuviera bien me habrían informado.

—Sólo recuerdo que me enfadé con vos por decirme que estaba errado en todo.

—Sin duda tu madre os dijo que yo era una maligna hechicera. —Morgana sonrió. «Ufana como un gato», pensó Ginebra.

—¿Y lo sois, señora? —preguntó el muchacho sin rodeos.

—Bueno, vuestra madre tenía motivos para creerlo. Ahora que se ha ido puedo decirlo. ¿Sabíais, Lanzarote, que Elaine me imploró un ensalmo para atraer vuestras miradas?

Él la miró con la cara tensa de dolor.

—¿Por qué bromear sobre días tan lejanos, prima?

—Oh, pero si no bromeo. —Durante un momento Morgana alzó los ojos hacia los de Ginebra—. Me pareció que era hora de impedir que siguierais rompiendo corazones en Britania y la Galia. Por eso amañé esa boda. Y no lo lamento, pues ahora tenéis un hermoso hijo que heredará el reino de mi hermano. Si no me hubiera entrometido, a estas horas aún estaríais soltero y destrozándonos el corazón a todas. ¿Verdad, Ginebra? —Añadió con audacia.

«Lo sabía, pero no esperaba que lo confesara tan abiertamente.» Ginebra aprovechó el privilegio real de cambiar de tema.

—¿Cómo está mi pequeña tocaya? —preguntó.

—La hemos prometido en matrimonio al hijo de Lionel —respondió Lanzarote—. Algún día será reina de la baja Britania. Por ahora sólo tiene nueve años, de modo que la boda tendrá que esperar seis más.

—¿Y tu hija mayor? —preguntó Arturo.

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