Las nieblas de Avalón (107 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

—Si Avalón ha sido violada y víctima de traición. ¿Qué ha sido de la Regalía Sagrada?

Silencio. Sólo unos gorjeos en los árboles y el sonido del agua al caer del canal que formaba ese estanque. Más abajo, en la pendiente, se veían los parches blancos de los huertos malogrados; muy arriba, las siluetas pálidas de las piedras que circundaban el Tozal.

Silencio. Por fin Nimue se removió, susurrando:

—No puedo verle la cara.

Y el estanque onduló, y Morgana creyó ver una forma encorvada que se movía lentamente y con dificultad… el cuarto a donde ella había acompañado a Viviana y a Taliesin, el día en que pusieron a
Escalibur
en manos de Arturo. Oyó la voz imponente de Merlín: «No… tocar la Regalía Sagrada sin preparación equivale a la muerte…» Pero el tenía derecho: era Merlín de Britania. Retiró de su escondrijo la lanza, el cáliz y el plato y los ocultó bajo su manto; luego salió para cruzar el lago hacia el lugar donde
Escalibur
relumbraba en la oscuridad. La Regalía Sagrada ya estaba reunida.

—¡Merlín! —susurró Niniana—. Pero ¿porqué?

Morgana sintió la cara rígida.

—Una vez me habló de esto. Dijo que Avalón estaba ya fuera del mundo y que los objetos sagrados tenían que estar dentro del mundo, al servicio del hombre y de los dioses, comoquiera que se les llamara.

—Va a profanarlos —se acaloró la Dama—. Pero ¿por qué?

En el silencio Morgana oyó el cántico de los monjes. Luego la luz del sol tocó el espejo, y al fulgor del sol naciente fue como si el mundo ardiera a la luz de una cruz en llamas. Cerró los ojos, cubriéndose la cara con las manos.

—Déjalos ir, Morgana —susurró Cuervo—. La diosa cuidará de lo suyo.

Una vez más Morgana oyó el cántico de los monjes:
Kirie eleison, Christe eleison
… «Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad…» La Regalía Sagrada sólo era un conjunto de símbolos. Si la Diosa había permitido que sucediera aquello era una señal de que Avalón ya no los necesitaba, de que tenían que pasar al mundo para estar al servicio de la humanidad.

La cruz en llamas seguía ardiendo ante sus ojos; se los cubrió, apartando la cara.

—Ni siquiera yo puedo abrogar el voto de Merlín. Pronunció un solemne juramento y celebró el gran matrimonio con la tierra en nombre del rey; ahora es perjuro y su vida está condenada. Pero antes de ajustar cuentas con el traidor tengo que ocuparme de la traición. La Regalía tiene que regresar a Avalón, aunque deba traerla con mis manos. Al amanecer partiré hacia Camelot.

Y de pronto un susurro de Nimue le reveló su plan completo:

—¿Tengo que ir yo también? ¿Me corresponde vengar a la Diosa?

Ella, Morgana, tenía que ocuparse de la Regalía Sagrada, que había sido puesta bajo su cuidado. Pero Nimue sería el instrumento del castigo para el traidor.

Kevin no conocía a Nimue, pues vivía recluida. Y como sucede siempre cuando la Diosa descarga su furia, serían las propias fortalezas mal defendidas de Merlín las que lo llevarían a su castigo.

Con los puños apretados, dijo lentamente:

—Irás a Camelot, Nimue. Eres prima de Ginebra e hija de Lanzarote. Rogarás a la reina que te permita vivir entre sus damas, sin decir a nadie, ni siquiera al rey Arturo, que has morado en Avalón. Si es preciso, finge que te has convertido al cristianismo. Allí conocerás al Merlín. Tiene una gran debilidad: cree que las mujeres lo desdeñan por ser feo y cojo. Por la mujer que no le tenga miedo ni repugnancia, por la que le devuelva la virilidad que quiere y teme, hará cualquier cosa, hasta dar la vida. —Miró directamente a los ojos asustados de la muchacha—. Lo seducirás para llevarlo a tu lecho, Nimue. Lo atarás a ti con un hechizo tal que será tu esclavo en cuerpo y alma.

—Y luego qué? —preguntó trémula—. ¿Tengo que matarlo?

Morgana iba a responder, pero Niniana se le adelantó.

—La muerte que pudieras darle sería demasiado rápida para un traidor como él. Tienes que traerlo a Avalón bajo un encantamiento, Nimue. Aquí recibirá la muerte maldita de los traidores, en el robledal.

Morgana recordó, estremecida, cuál era ese destino: lo despellejarían vivo y lo encerrarían en el hueco del roble, luego se cerraría la abertura con adobe de zarzas, dejando el espacio mínimo para que no le faltara aliento, a fin de que no muriera muy pronto. Inclinó la cabeza, tratando de disimular su temor. El reflejo cegador había desaparecido del agua; el cielo goteaba nubes pálidas. Niniana dijo:

—Aquí hemos terminado. Venid, madre…

Pero Morgana se desprendió.

—No, no hemos terminado. Yo también tengo que ir a Camelot. Tengo que saber qué uso ha dado el traidor a la Regalía Sagrada. —Y suspiró; había albergado la esperanza de no abandonar jamás las costas de Avalón, pero no había quien pudiera hacer su parte.

Cuervo alargó la mano. Temblaba tanto que parecía a punto de caer. Su voz malograda era sólo un murmullo lejano y cascado, como el viento entre las ramas secas.

—Yo también debo ir. Es mi sino: no podré descansar con los que me han precedido en el territorio encantado. Iré contigo, Morgana.

—No, no, Cuervo —protestó Morgana—. ¡Tú no! —En cincuenta años su compañera no había puesto un pie fuera de Avalón; ¡no podría sobrevivir al viaje! Pero nada pudo quebrar su decisión; aunque trémula de terror, fue inflexible: había visto su destino y tenía que acompañar a Morgana a cualquier precio.

—Pero no iré a Camelot como lo haría Niniana, con la pompa de las sacerdotisas —argumentó—. Iré disfrazada de anciana campesina, como solía hacerlo Viviana.

Cuervo negó con la cabeza, diciendo:

—Cualquier camino que tú puedas recorrer, también yo lo recorreré.

Morgana aún sentía un miedo mortal, no por sí misma, sino por su amiga. Pero aceptó y ambas se dispusieron a partir. Más tarde salieron de Avalón por las sendas secretas: Nimue, con la pompa correspondiente a una prima de la reina, por las carreteras principales; Morgana y Cuervo, a pie, envueltas en sombríos harapos de mendigas, por caminos secundarios.

Cuervo era más fuerte de lo que Morgana pensaba; a veces parecía ser la más fuerte de las dos. Mendigaban restos de comida a la puerta de las granjas o robaban algún trozo de pan arrojado a los perros. Una vez durmieron en una aldea desierta; otra, bajo un almiar. Y en esa última noche Cuervo habló por primera vez en todo el viaje.

—Morgana —dijo. Estaban acostadas codo a codo, envueltas en sus capas, bajo la sombra de la paja—. Mañana es Pascua en Camelot; tenemos que estar allí al amanecer.

Habría querido preguntarle por qué, pero sabía que Cuervo sólo podría darle una respuesta: que lo había visto en su sino.

—Entonces partiremos antes del alba. Estamos apenas a una hora de marcha. Si me lo hubieras dicho antes, habríamos continuado caminando y ahora dormiríamos a la sombra de Camelot.

—No pude —murmuró Cuervo. Y sollozó en la oscuridad—. ¡Tengo tanto miedo!

Morgana replicó bruscamente:

—¡Te dije que tenías que quedarte en Avalón!

—Pero tenía que trabajar para la Diosa —susurró su compañera—. He pasado todos estos años al amparo de Avalón; ahora nuestra Madre me lo exige todo a cambio de la seguridad que me dio. Pero tengo miedo, mucho miedo. Abrázame.

Morgana la estrechó con fuerza, meciéndola como a una criatura. Entraron juntas en un gran silencio, tocándose, juntos los cuerpos en una especie de frenesí. Morgana sintió que el mundo se estremecía en un extraño ritmo sacramental, en la tiniebla del lado oscuro de la luna: de mujer a mujer, afirmaban la vida a la sombra de la muerte, y la Diosa, en el silencio, les respondía.

Por fin se aquietaron los sollozos de Cuervo. Yacía inmóvil como un cadáver. Morgana pensó, mientras su corazón aminoraba el ritmo: «Tengo que dejarla ir, aun a las sombras de la muerte, si ésa es la voluntad de la Diosa.»

Y no pudo siquiera llorar.

En el tumulto que reinaba en las puertas de Camelot, esa mañana nadie prestó la menor atención a dos campesinas ya entradas en años Morgana estaba habituada a aquello; Cuervo, que hasta entonces había vivido recluida, se puso blanca como un hueso y trató de ocultarse bajo su chal harapiento. Morgana también se mantenía envuelta en el chal; alguien podía reconocerla, pese a los mechones blancos y el atuendo de aldeana.

Un boyero que cruzaba el patio con un ternero tropezó con Cuervo y, ante su expresión consternada, la maldijo. Morgana se apresuró a decir:

—Mi hermana es sordomuda.

El hombre mudó el semblante.

—Ah pobre Mirad, arriba están ofreciendo una buena comida a todos, en la parte baja del salón real. Podéis entrar por esa puerta para observarlos cuando entren. Para hoy el rey ha planeado algo grande con uno de sus curas. ¿Venís de lejos, que no conocéis la costumbre? Bueno, nunca se sienta al festín sin ofrecer alguna gran maravilla. Y hemos sabido que hoy habrá algo realmente portentoso.

«No lo dudo», pensó Morgana, desdeñosa. Pero se limito a darle las gracias, en el rudo dialecto campesino que estaba utilizando y se llevó a Cuervo hacia el salón, que se estaba llenando rápidamente. La generosidad del rey en días festivos era bien conocida; para muchos sería la mejor comida del ano. El que olía a carne asada, era el comentario goloso de quienes se empujaban a su alrededor. En Morgana solo despertaba nauseas, después de echar un vistazo a la cara demudada de Cuervo, decidió retirarse.

«No tendría que haberla traído. Cuando haya hecho lo que debo, ¿cómo haré para huir a Avalón con ella en estas condiciones.»

Encontró un rincón donde podrían verlo todo sin llamar atención En el extremo elevado del salón se veía la gran mesa redonda casi legendaria en los alrededores, con el estrado para la pareja real y los nombres de los caballeros pintados sobre los sitios de costumbre. En las paredes pendían coloridos estandartes. Después de pasar años en la austeridad de Avalón, todo aquello le pareció estridente y vulgar.

Después de un largo rato se produjo una conmoción; sonaron las trompetas y por la muchedumbre corrió un murmullo. Al ver que Cay abría las grandes puertas, Morgana se echó atrás: ¡él la reconocería con cualquier disfraz! Pero no tenía motivos para mirar en esa dirección.

¿Cuántos años había pasado en la serena deriva de Avalón? No tenía ni idea. Pero Arturo parecía aún más alto y majestuoso; su pelo era tan rubio que era imposible ver si tenía vetas plateadas en los rizos cuidadosamente peinados. También Ginebra, pese a los pechos caídos bajo el complejo vestido, se mantenía erguida y esbelta como siempre.

—Mirad qué joven parece la reina —murmuró una mujer—. Sin embargo, Arturo la desposó el año que tuve a mi primer hijo… y miradme. —Estaba encorvada y sin dientes, como un arco tensado—. Dicen que la hermana del rey, esa bruja a la que llaman Morgana de las Hadas, les dio hechizos para que se conservaran jóvenes.

—Con hechizos o sin ellos —murmuró con acritud otra anciana desdentada—, si la reina Ginebra tuviera que limpiar una cuadra por la mañana y por la noche, y parir un hijo todos los años, y amamantarlo en los tiempos buenos y en los malos, poco le quedaría de esa belleza, bendita sea. Las cosas son como son, pero que me expliquen los curas por qué ella se llevó todo lo bueno de la vida y a mí me tocó la miseria.

—Deja de gruñir —dijo la primera—. Hoy te llenarás la panza y podrás ver a todos los grandes. Recuerda lo que decían los ancianos druidas: la reina Ginebra es reina porque fue buena en sus últimas existencias; tú y yo somos pobres y feas porque fuimos ignorantes. Algún día nos tocará mejor suerte, si nos portamos bien en esta vida.

—Oh, sí —gruñó la otra vieja—: curas y druidas son lo mismo. Digan lo que digan, unos nacemos en la miseria y morimos en la miseria, mientras que otros lo tienen todo al alcance de la mano.

—Pero me han dicho que no es muy feliz —comentó otra en el grupo—. Por muy reina que sea, no ha podido tener un solo hijo, mientras que yo tengo un buen muchacho para que me labre la tierra, una hija casada con el hombre de la granja vecina y otra que trabaja para las monjas en Glastonbury. En cambio ella ha tenido que adoptar al señor Galahad, el hijo de Lanzarote y su prima Elaine, como heredero de Arturo.

—Oh, sí, eso es lo que dicen —comentó una cuarta anciana—, pero nosotras sabemos que a los seis o siete años de reinado se ausentó de la corte. ¿No creéis que todos estaban contando con los dedos? La esposa de mi hijastro servía aquí, en las cocinas, y cuenta que en todas partes se comentaba que la reina pasaba las noches en cama ajena.

—Calla, anciana chismosa —dijo la primera—. Si un chambelán te oye decir eso acabarás en el estanque. Yo creo que Galahad será un buen rey, Dios dé larga vida a Arturo. ¿Y qué importa quién sea su madre? A mí me parece que es un bastardo de Arturo; los dos son rubios. Y mirad al señor Mordret: de él sí sabemos que el rey lo tuvo con no sé qué ramera.

—Yo he oído algo peor —apuntó una—: que Mordret es hijo de una bruja y que Arturo lo trajo a la corte a cambio de que le dieran cien años de vida. ¿No veis que no envejece? Debe de tener más de cincuenta años y parece de treinta.

Otra anciana profirió una palabra obscena:

—¿Qué sentido tiene todo eso? La madre de Arturo llevaba la sangre antigua de Avalón, como la señora Morgana, que era morena, y Lanzarote. Debe de ser como decían antes: que Mordret es hijo de Lanzarote y la señora Morgana. Basta con echarles una mirada. Y ella es hermosa, a su modo.

—No está entre las señoras —observó una de las mujeres.

La suegra de la fregona explicó con autoridad:

—¡Pero si riñó con Arturo y se fue al país de las hadas! Pero todo el mundo sabe que, la noche de Todos los Santos, vuela alrededor del castillo montada en una rama de avellano. Y quien la ve por casualidad queda ciego.

Morgana escondió la cara entre los harapos para sofocar la risa. Cuervo, que escuchaba, se volvió a mirarla con indignación.

Los caballeros se estaban sentando en los lugares de costumbre. Lanzarote, al hacerlo, levantó la cabeza y recorrió el salón con una mirada penetrante; por un momento, Morgana tuvo la sensación de que la estaba buscando y bajó la cabeza, estremecida. Los chambelanes comenzaron a recorrer el salón, escanciando vino a los señores y buena cerveza a los campesinos. Morgana alargó su copa y la de Cuervo.

—¡Bebe! —ordenó a su compañera—. Pareces un cadáver. Tienes que estar fuerte para lo que venga.

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