Las nieblas de Avalón (39 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Aunque se inclinó resueltamente sobre el bordado, la cara de Morgana se presentó de nuevo ante ella: en su imaginación creyó oír el grito desesperado, como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo. Tal corno ella misma había clamado por su madre al nacer su hija. La asaltó el terror: Morgana, dando a luz Dios sabía dónde, en aquel invierno desesperante… En la coronación de Arturo, Morgause había hecho algún comentario sobre los ascos que le hacía a la comida, como las mujeres embarazadas. Contra su voluntad. Igraine se descubrió contando con los dedos. Sí, de ser así Morgana habría tenido a su hijo en pleno invierno… Y ahora, ya en plena templada primavera, creyó oír otra vez aquel grito. Deseaba acudir, pero ¿adonde, adonde?

Detrás de ella se oyó una pisada y una tos leve. Era una de las niñas que se educaban en el convento.

—Señora —dijo—, os esperan visitantes en el salón exterior. Uno de ellos es el arzobispo en persona.

Igraine apartó su bordado. No se había manchado, al fin y al cabo. «Las lágrimas que derraman las mujeres no dejan ninguna señal en el mundo», pensó con amargura.

—¿Para qué me busca nada menos que el arzobispo?

—No me lo dijo, señora, y creo que tampoco a la madre superiora —dijo la niña, bien dispuesta a chismorrear un rato.

—¿Y quiénes son los otros?

—No lo sé, señora, pero la madre superiora le quería prohibir la entrada a uno… —Abrió mucho los ojos—. ¡Dijo que era mago, hechicero y druida!

Igraine se levantó.

—Es Merlín de Britania, mi padre. Y no es hechicero, hija, sino un erudito que ha estudiado las artes de los sabios. Hasta los padres de la Iglesia dicen que los druidas son buenos y nobles.

La niña le hizo una pequeña reverencia, aceptando la corrección, mientras ella se cubría el rostro con el velo.

En el salón exterior no sólo esperaban Merlín y un hombre extraño y austero, con la sotana oscura que comenzaban a adoptar los eclesiásticos, sino un tercero al que apenas reconoció. Por un momento fue como ver el rostro de Uther.

—¡Gwydion! —exclamó, para corregirse de inmediato—: Arturo. Perdona el olvido.

Iba a arrodillarse ante el gran rey, pero él alargó una mano para impedírselo.

—Jamás te arrodilles en mi presencia, madre. Lo prohíbo.

Igraine se inclinó ante Merlín y el agrio arzobispo.

—Os presento a mi madre, la reina de Uther —dijo Arturo.

Y el prelado respondió, tensando los labios en algo que tenía que pasar por sonrisa:

—Pero ahora tiene un honor más alto que la realeza: ser esposa de Cristo.

«Esposa, difícilmente —pensó ella—: simplemente una viuda que ha buscado refugio en su casa.» Pero inclinó la cabeza sin decir nada. Arturo continuó:

—Señora, os presento a Patricio, arzobispo de la isla de los Sacerdotes, ahora llamada Glastonbury, a la que acaba de llegar.

—Sí, por voluntad de Dios —dijo el sacerdote—. Tras haber expulsado a todos los pecaminosos magos de Irlanda, he venido a liberar de ellos todas las tierras cristianas. En Glastonbury encontré a muchos curas corruptos, que toleran incluso el culto en común con los druidas. ¡Nuestro Señor, que murió por nosotros, habría derramado lágrimas de sangre!

Taliesin, el Merlín, dijo con voz suave:

—¿Pretendéis ser más riguroso que el mismo Cristo, hermano? Creo recordar que a él se lo criticó mucho por confraternizar con descastados, pecadores, cobradores de impuestos y hasta con mujeres como la Magdalena.

—Creo que demasiada gente presume de leer las divinas Escrituras y comete este tipo de errores —dijo Patricio, severo—. Confío en que aquellos que se ufanen de su sabiduría aprenderán de sus sacerdotes las interpretaciones correctas.

Merlín sonrió con gentileza.

—No puedo compartir vuestro deseo, hermano. Me he consagrado a la creencia de que es la voluntad de Dios que todos los hombres busquen la sabiduría por sí mismos, en vez de esperarla de otros.

—¡Bueno, bueno! —interrumpió Arturo sonriente—. No quiero controversias entre mis dos consejeros más queridos. La sabiduría del señor Merlín me es indispensable: él me puso en el trono.

—¡Señor! —adujo el arzobispo—. Fue Dios quien os puso allí.

—Con la ayuda de Merlín — insistió Arturo—. Y me comprometí a oír siempre sus consejos. ¿Querríais hacerme faltar a un juramento, padre Patricio? —Pronunciaba el nombre con el acento de las tierras norteñas en las que se había educado—. Ven a sentarte, madre. Tenemos que hablar.

—Antes permíteme mandar por vino para que os refresque de vuestro largo viaje.

—Gracias, madre. Y si es posible, envíales también a Cay y a Gawaine, que me han acompañado. Puedo componérmelas solo con uno o dos mozos de cuadra, pero insistieron.

—A tus compañeros se les servirá lo mejor —aseguró Igraine.

Llevaron el vino y ella lo escanció.

—¿Cómo estás, hijo mío?

Aparentaba diez años más que el mozo coronado el verano anterior. Se había ensanchado de hombros y había crecido medio palmo de estatura. Tenía una cicatriz, roja en la cara, ya limpiamente cerrada, por la gracia del Señor.

—Como ves, madre, he estado combatiendo, pero Dios me ha protegido —dijo—. Y ahora vengo con una misión pacífica. Pero ¿cómo están las cosas aquí?

Ella sonrió.

—Oh, aquí no sucede nada —dijo—. No obstante, recibí noticias de que Morgana había abandonado Avalón. ¿Está en tu corte?

Él negó con la cabeza.

—No, madre. Apenas tengo una corte que merezca ese nombre. Cay cuida de mi castillo, con dos o tres ancianos caballeros y sus familias. Morgana está en la corte de Lot, según he sabido por Gawaine, que fue para traer a su hermano Agravaín. Sólo la vio dos o tres veces, pero estaba bien y de buen ánimo. Toca la lira para Morgause y administra sus despensas. Creo que Agravaín estaba encantado con ella.

Por su cara pasó una expresión de dolor. Igraine, aunque extrañada, no hizo preguntas.

—Agradezco a Dios que esté a salvo y entre parientes. Estaba afligida por ella. —En presencia de los eclesiásticos no podía preguntar si Morgana había sido madre—. ¿Cuándo vino Agravaín al sur?

—A principios de otoño, ¿no fue así, señor Merlín?

—Creo que así fue.

En ese caso, Agravaín no podía saber nada.

—Bueno, madre, en realidad he venido por asuntos de mujeres. Al parecer, tengo que casarme. No tengo más heredero que Gawaine.

—Eso no me gusta —dijo Igraine—. Es lo que Lot espera desde hace muchos años. No confíes en su hijo.

Los ojos de Arturo centellearon de ira.

—Ni siquiera tú puedes hablar así de mi primo Gawaine, madre. Es un leal compañero y lo amo como al hermano que nunca tuve, tanto como a Lanzarote. Si deseara mi trono, le bastaría con distraerse un rato en su vigilancia; a estas horas yo ya estaría con el cuello roto y él sería gran rey. ¡Le confiaría mi vida y mi honor!

Esa vehemencia asombró a Igraine.

—Me alegra que cuentes con un seguidor tan leal y de confianza, hijo mío. —Y añadió en tono mordaz—: Ha de ser un verdadero pesar para Lot que sus hijos te amen tanto.

—No sé qué he hecho para que se me quiera tan bien, pero lo considero una bendición.

—Sí —dijo Taliesin—. Gawaine será fiel e incondicional hasta la muerte, Arturo, y más allá, si Dios así lo quiere.

El arzobispo intervino adustamente:

—El hombre no puede conocer la voluntad de Dios.

Taliesin no le prestó atención.

—Es de más confianza aún que Lanzarote, Arturo, aunque me duela decirlo.

El joven sonrió. Igraine, con una punzada en el corazón, se dijo que tenía todo el encanto de su padre; él también era capaz de inspirar gran lealtad en sus seguidores.

—Vamos, señor Merlín, también habré de reprenderos a vos si habláis así de mi queridísimo amigo —dijo Arturo—. También a Lanzarote le confiaría mi vida y mi honor.

El anciano suspiró:

—Oh, sí, podéis confiarle la vida. No estoy seguro de que no se quiebre en la prueba final, pero os ama y guardará vuestra vida más que a la propia.

Patricio comentó:

—Gawaine es buen cristiano, por cierto, pero de Lanzarote no estoy tan seguro. Llegará el momento en que todas estas gentes, que se dicen cristianos sin serlo, sean descubiertos como los adoradores del demonio que en verdad son. En Tara me enfrenté a ellos cuando encendí los fuegos pascuales en una de sus impías colinas, sin que los druidas del rey pudieran oponérseme. No obstante, incluso en la bendita Glastonbury, que pisó el santo José de Arimatea, veo a los curas adorando un pozo. ¡Esto es paganismo! Lo voy a cegar, aunque tenga que apelar al mismo obispo de Roma.

—Padre Patricio —objetó Taliesin con suavidad—, mal servicio haríais al pueblo de esta tierra si cegarais el pozo sagrado, que es un don de Dios. Si las gentes sencillas adoran a Dios en las aguas que fluyen de su generosidad, ¿qué tiene eso de malo?.

—Dios no puede ser adorado en símbolos hechos por el hombre…

—En eso estamos completamente de acuerdo, hermano mío: es lo que afirma la sabiduría druídica. Sin embargo, vosotros construís iglesias y las cubrís de oro y plata. ¿Dónde está el mal en beber de los manantiales creados por Dios y bendecidos con poderes curativos y profetices?

Arturo interrumpió antes de que Patricio pudiera responder.

—¡Buenos padres! ¡No hemos venido aquí para discutir de teología!

—Cierto —aseveró Igraine con alivio—. Estábamos hablando de Gawaine. Y de tu casamiento.

—Si los hijos de Lot me aman y el padre desea que alguno de su familia sea su heredero, es una lástima que Morgause no tenga una hija. Así un nieto de Lot sería mi heredero.

—Sería conveniente —dijo Taliesin—, pues los dos lleváis la sangre real de Avalón.

Patricio frunció el entrecejo.

—¿No es Morgause hermana de vuestra madre, mi señor Arturo? Casaros con una hija suya no sería mucho mejor que yacer con vuestra hermana.

El joven pareció atribulado. Igraine concordó:

—Aunque Morgause tuviera una hija, no se puede pensar en eso.

Arturo dijo quejumbroso.

—Me resultaría fácil encariñarme con una hermana de Gawaine. No me atrae mucho la idea de casarme con una desconocida. ¡Y supongo que a ella tampoco!

—A todas nos pasa —aseguró Igraine, sorprendida de oírse decirlo—. Pero los casamientos tienen que ser acordados por quienes tienen más sabiduría que una doncella.

Él suspiró.

—El rey Leodegranz me ha ofrecido a su hija, con una dote de cien hombres bien armados y montados en los excelentes caballos que cría, para que Lanzarote pueda adiestrarlos. Con cuatrocientos soldados de caballería, madre, podría hacer que los sajones volvieran a sus costas aullando como perros.

Ella rió.

—No parece buen motivo para casarse, hijo mío. Se pueden comprar caballos y contratar soldados.

—Pero Leodegranz no quiere vender —dijo Arturo—. Creo que quiere emparentar con el gran rey. No es el único, pero ha ofrecido mejor dote que ningún otro. Lo que deseo pediros, madre… No me gusta la idea de enviar a cualquier mensajero para informar al rey de mi aquiescencia y que me envíe a su hija corno a una mercancía. ¿Querrías ir a darle mi respuesta y acompañar a la muchacha a mi corte?

Ella iba a asentir, pero recordó que había hecho votos.

—¿No puedes enviar a uno de tus hombres de confianza?

—Gawaine es mujeriego; no me gustaría verlo cerca de mi prometida —dijo Arturo riendo—. Que sea Lanzarote.

Merlín aconsejó sombrío:

—Creo que tendríais que ir vos, Igraine.

—¡Vaya, abuelo! —exclamó el rey—. ¿Teméis acaso que mi novia se enamore de los encantos de Lanzarote?

Taliesin suspiró. Igraine intervino rápidamente:

—Iré, si la abadesa me lo permite.

La madre superiora no podía negarle la autorización para asistir a la boda de su hijo. Y ella acababa de comprender que, tras haber sido reina por muchos años, no era fácil quedarse cruzada de brazos tras los muros, esperando noticias de los grandes acontecimientos que se producían en el país. Bien podía ser ésa la suerte de todas las mujeres, pero ella la evitaría mientras pudiera.

4

G
inebra, sintiendo la familiar náusea en la boca del estómago, se preguntó si tendría que correr a la letrina aun antes de haberse puesto en marcha. ¿Qué haría si le atacaba la necesidad una vez que estuviera en camino? Miró a Igraine, alta y compuesta, como la madre superiora de su antiguo convento. Un año atrás, en aquella primera visita para concertar el casamiento, le había parecido amable y maternal. Ahora que llegaba para escoltarla a su boda, la encontraba severa y exigente. ¿Cómo podía mantener esa calma? Con voz débil, mirando subrepticiamente los caballos y la litera, preguntó:

—¿No tenéis miedo? Está tan lejos…

—¿Miedo? No, por supuesto —dijo Igraine—. Conozco bien Caerleon y no es probable que los sajones quieran guerrear en esta época del año. Viajar en invierno es molesto, pero mejor que caer en manos de los bárbaros.

Ginebra apretó los puños, dominada por el horror y la vergüenza, con la mirada fija en sus feos y resistentes zapatos de viaje. Igraine le cogió la mano.

—No recordaba que no habéis salido nunca de vuestra casa, salvo para ir al convento. Estuvisteis en Glastonbury, ¿verdad?

Ginebra asintió.

—Ojalá fuera ahora hacia allí.

Por un momento sintió la mirada penetrante de Igraine clavada en ella y se acobardó; si se percataba de que la boda con su hijo la hacía desdichada, tal vez llegara a cogerle antipatía. Pero Igraine se limitó a decir, estrechándole la mano con firmeza.

—Yo no era feliz cuando viajé para casarme con el duque de Cornualles; no fui feliz hasta que tuve a mi hija en mis brazos. Pero apenas había cumplido los quince años, mientras que vos tenéis casi dieciocho, ¿verdad?

Aferrada a su mano, Ginebra sentía menos pánico; a pesar de ello, al cruzar la puerta le pareció que el cielo era una vasta amenaza, encapotado por nubes de lluvia. El camino era un mar de barro pisoteado por los caballos; había allí más hombres de los que había visto en su vida, todos llamándose a gritos, entre el relincho de los animales y la confusión general. Pero la señora le retuvo la mano y ella la siguió, acobardada.

—Os agradezco que vinierais a acompañarme, señora.

Igraine sonrió.

—Soy demasiado mundana; aprovecho cualquier oportunidad para abandonar los muros del convento. —Dio un paso largo para esquivar un montón de estiércol humeante—. Cuidad donde pisáis, hija. Mirad, vuestro padre ha reservado para nosotras estos dos bonitos ponis. ¿Os gusta montar?

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