Las nieblas de Avalón (38 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Abajo, los caballos galopaban, pero Ginebra mantenía los ojos clavados en el esbelto caballero que se movía entre ellos, vestido de rojo, con rizos oscuros sombreando la frente bronceada. Era tan veloz como los caballos; «Lanza elfo», le llamaban los sajones. Alguien le había dicho que era de la sangre del pueblo de las hadas. Lanzarote del Lago, así se hacía llamar, y ella lo vio, aquel horrible día en que se perdió en el lago mágico, en compañía de aquella horrible hada.

Lanzarote acababa de atrapar al caballo deseado: algunos hombres le gritaron una advertencia y la misma Ginebra ahogó una exclamación aterrorizada: ni el mismo rey montaba aquel animal. Riendo, hizo un gesto desdeñoso y permitió que el domador se lo sujetara mientras él le ajustaba la silla.

—¿De qué sirve montar un palafrén que podría dominar cualquiera con una brida de paja trenzada? —dijo con voz alegre—. Quiero demostraros que con estas correas de cuero puedo controlar al más fiero de vuestros caballos, convirtiéndolo en corcel de batalla. Veamos…

Tiró de una hebilla que pendía bajo el animal y montó sin ayuda. El caballo se alzó de manos; Ginebra, boquiabierta, vio que Lanzarote se inclinaba hacia delante, obligándolo a descender y a avanzar pausadamente. El vigoroso animal se movió nervioso, caminando de lado: Lanzarote ordenó por señas a un soldado de infantería que le alcanzara una larga pica.

—Observad —gritó—. Supongamos que ese fardo de paja es un sajón que viene hacia mí con una de esas grandes espadas embotadas.

Lanzó el caballo al galope a través del cercado, y al llegar al fardo de paja, lo atravesó con la larga pica; luego, desenvainó la espada y, sofrenando al caballo en pleno galope, lo hizo girar. Incluso el rey dio un paso atrás al verlo arremeter como un rayo. Lanzarote detuvo al animal frente a él y bajó de la silla, haciéndole una reverencia.

—¡Señor! Os pido autorización para adiestrar caballos y hombres, a fin de que podáis conducirlos a la batalla cuando vuelvan los sajones. Hemos tenido victorias, pero llegará el día en que una gran batalla decidirá para siempre quiénes han de gobernar este suelo: si sajones o romanos. Estamos adiestrando todos los caballos que podemos conseguir, pero los vuestros son los mejores.

—No he jurado fidelidad a Arturo —dijo Leodegranz—. Uther era otra cosa: un militar probado y hombre de Ambrosio Arturo es casi un niño.

—¿Aún pensáis así después de tantas batallas como ha ganado? —se extrañó Lanzarote—. Ya hace más de un año que está en el trono y es vuestro gran rey, señor. Aunque no le hayáis jurado fidelidad, cada batalla que libra contra los sajones os protege a vos también. Caballos y hombres: es poco pedir.

El rey asintió.

—Éste no es buen lugar para analizar la estrategia de un reino, señor Lanzarote. Ya he visto lo que podéis hacer con el animal. Es vuestro, huésped.

El caballero le hizo una profunda reverencia de gratitud, pero Ginebra vio que le brillaban los ojos como a un niño encantado.

—Pasad a mi salón — invitó su padre—. Beberemos juntos y luego os haré una propuesta.

Ginebra bajó del muro para correr a las cocinas, donde la esposa de su padre supervisaba a las cocineras.

—Señora, mi padre va a entrar con Lanzarote, el emisario del gran rey; querrán comer y beber.

Alienor la miró perpleja.

—Gracias, Ginebra. Ve a acicalarte y sirve tú misma el vino. Estoy demasiado atareada.

Ginebra corrió a su cuarto, se puso su mejor vestido y prendió de su cuello un collar de cuentas de coral. Luego se soltó el pelo, encrespado por el trenzado, y se ajustó la pequeña diadema de oro. Bajó con paso grácil y ligero; sabía que el vestido azul le sentaba como ningún otro.

Fue en busca de una jofaina de bronce con agua caliente y pétalos de rosa y la llevó al salón. Cuando su padre entró con Lanzarote, se hizo cargo de las capas y, después de colgarlas, les ofreció el agua para lavarse las manos. Al ver la sonrisa del visitante comprendió que la había reconocido.

—¿No nos conocimos en la isla de los Sacerdotes, señora?

—¿Conocéis a mi hija, señor?

Lanzarote asintió con la cabeza, mientras Ginebra decía, con su voz más tímida (a su padre le disgustaba oírla hablar con descaro):

—Me enseñó el camino del convento cuando me perdí, padre.

Leodegranz le sonrió con comprensión.

—¡Pequeña cabeza de chorlito! Se pierde con sólo alejarse tres pasos de la puerta. Y bien, señor Lanzarote, ¿qué pensáis de mis caballos?

—Ya os lo he dicho: son mejores que cuantos podamos comprar o criar —respondió—. Tenemos algunos de los reinos moros de Hispania y los hemos cruzado con nuestros ponis de las tierras altas, pero necesitamos más. Vos los tenéis en buen número: podría enseñaros a adiestrarlos para la batalla…

—No —lo interrumpió el rey—. Ya soy viejo y no tengo deseos de aprender nuevos métodos de combate. Tengo hijas de mis tres matrimonios anteriores; cuando se case la mayor, será su esposo quien conduzca a mis hombres a la batalla. Que él los adiestre como le parezca. Decid a vuestro rey que venga para que discutamos el asunto.

Lanzarote contestó algo envarado:

—Soy primo y capitán de mi señor Arturo, pero no puedo decirle que vaya a lugar alguno.

—Rogadle, pues, que venga, pues este anciano no desea apartarse de su hogar —dijo el rey, con cierta ironía—. Si no lo hace por mí, tal vez lo haga por saber cómo dispondré de mis animales y de sus jinetes armados.

Lanzarote le hizo una reverencia, diciendo:

—Lo hará, sin duda.

—Es suficiente, pues; sírvenos un poco de vino, hija mía —ordenó el rey. Ginebra se acercó tímidamente para escanciar el vino en las tazas—. Ahora vete, muchacha, para que el invitado y yo podamos charlar.

Ginebra esperó en el jardín hasta que vio partir a Lanzarote; entonces salió al camino y lo aguardó con el corazón palpitante. ¿La creería demasiado audaz? Pero él sonrió al verla y, con esa sonrisa, se adueñó de su corazón.

—¿No tenéis miedo de ese caballo tan fiero?

Lanzarote negó con la cabeza.

—Creo, mi señora, que no ha nacido el caballo que yo no pueda montar.

Ella dijo, casi en un susurro:

—¿Es cierto que domináis a los animales con vuestra magia?

Él echó la cabeza atrás en una resonante carcajada.

—De ningún modo, señora. No hay magia. Me gustan los caballos, los comprendo y sé cómo funciona su mente. Eso es todo. ¿Tengo aspecto de hechicero?

—Pero… dicen que sois de la sangre del pueblo de las hadas —adujo ella.

La risa de Lanzarote se tornó grave.

—Es verdad, mi madre es de la antigua raza que gobernó esta tierra al principio. Es una mujer muy sabia, sacerdotisa de la isla de Avalón.

—Veo que no queréis hablar mal de vuestra madre —decidió Ginebra—, pero las hermanas de Ynis Witrin decían que las mujeres de Avalón eran brujas malvadas y adoratrices del diablo.

Él negó con la cabeza, todavía muy serio.

—No es así. No conozco bien a mi madre, porque me crié en otro lugar. Pero puedo deciros que no es mala. Puso en el trono a mi señor Arturo y le dio la espada con la que se enfrenta a los sajones. ¿Os parece que eso es malvado? En cuanto a su magia, sólo los ignorantes pueden decir que es hechicera. Me parece bien que una mujer sea sabia.

Ginebra dejó caer la cabeza.

—Yo no soy sabia; soy muy estúpida. Cuando estaba con las hermanas sólo aprendí a leer el misal, pues con eso bastaba, y luego las cosas que aprendemos las mujeres: a cocinar, a preparar ungüentos y a curar heridas.

—Para mí todo eso es un misterio aún mayor que el adiestramiento de los caballos, que vos creéis arte de magia —comentó Lanzarote con su amplia sonrisa. Luego se inclinó desde el caballo para tocarle la mejilla—. Si Dios es bondadoso y los sajones esperan algunas lunas más, volveré a veros cuando regrese con el cortejo del gran rey. Rezad por mí, señora.

Y partió. Ginebra lo siguió con la mirada, palpitante el corazón, pero esta vez la sensación era casi placentera. Él regresaría, deseaba regresar. Y su padre quería casarla con alguien que supiera conducir jinetes a la batalla; ¿quién mejor que el primo del gran rey y capitán de su caballería? ¿Estaría pensando en casarla con Lanzarote? Sintió que enrojecía de placer y felicidad. Por primera vez se sentía hermosa y audaz.

Pero dentro del salón, su padre dijo:

—Lanzarote es un hombre gallardo. Y sabe de caballos. Pero es demasiado apuesto para que puedan reconocérsele otras cualidades…

Ginebra dijo, sorprendida de su osadía:

—Si el gran rey lo ha nombrado capitán, ha de ser su mejor combatiente.

Leodegranz se encogió de hombros.

—Siendo primo del gran rey era difícil que lo dejaran sin un puesto en sus ejércitos. ¿Ha tratado de conquistar tu corazón… o —añadió, con un gesto intimidatorio— tu doncellez?

Ella sintió que enrojecía otra vez y se enfureció consigo misma.

—No. Es un hombre honorable y no me ha dicho nada que no pueda repetir en vuestra presencia, padre.

—Bueno, que no se te pasen ideas raras por esa cabeza de chorlito —refunfuñó Leodegranz—. Puedes aspirar a más que eso el mozo no es sino uno de los bastardos del rey Ban con sabe Dios quién. ¡Una damisela de Avalón!

—Su madre es la Dama de Avalón, suma sacerdotisa del pueblo antiguo… y él mismo es hijo de un rey.

—¡Ban de Benwick, que tiene seis o siete hijos varones ilegítimos! —aclaró su padre—. ¿Por qué casarte con un capitán del rey? Si todo marcha como lo he planeado, te casarás con el gran rey en persona.

Ginebra se echó atrás, musitando:

—¡Me daría miedo ser la gran reina!

—Todo te da miedo —apuntó el padre, brutal—. Por eso necesitas a un hombre que cuide de ti. Y mejor el rey que su capitán. —Viendo que a su hija le temblaban los labios añadió, otra vez cordial—: Bueno, bueno, no llores, niña. Confía en mí sé lo que te conviene. Para eso estoy aquí, para cuidarte y buscar un buen marido para mi hermosa cabeza de chorlito.

Si se hubiera enfurecido, Ginebra habría podido aferrarse a su rebeldía. «Pero ¿cómo puedo quejarme de tan buen padre que sólo piensa en mi bienestar?», pensó angustiosamente.

3

A
principios de primavera, en el año siguiente a la coronación de Arturo, la señora Igraine, sentada en su claustro, bordaba un juego de manteles de altar. Siempre le había encantado ese tipo de labores y allí, en el convento, podía hacer buen uso de su habilidad. Sólo dos o tres de las hermanas sabían tejer la seda o hacer bordados finos; de ellas, Igraine era la más diestra.

Estaba algo preocupada. Aquella mañana, al sentarse con su bastidor, había creído oír una vez más el grito; le parecía que Morgana, en algún lugar, clamaba: «¡Madre!», y el grito era de tormento y desesperación. Pero el claustro estaba silencioso y desierto a su alrededor. Pasado un momento, Igraine se santiguó y continuó con su labor.

«Aun así…» Desechó resueltamente la tentación. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la videncia, pues era obra del demonio. No quería ningún trato con la hechicería: los dioses antiguos de Avalón debían de estar aliados con el Diablo para haber podido conservar su fuerza en un país cristiano. Y ella había entregado a su hija a esos Dioses.

A finales del verano anterior, Viviana le había enviado un mensaje que decía: «Si Morgana está contigo, dile que todo va bien.» Igraine, preocupada, respondió que no la veía desde la coronación de Arturo; en todo aquel tiempo la había creído sana y salva en Avalón. La madre superiora del convento se escandalizó al saber que se había recibido un mensaje de aquel impío lugar y prohibió todo intercambio.

Igraine quedó muy atribulada. Que Morgana hubiera abandonado la isla sin conocimiento ni permiso de la Dama era algo tan inaudito que le congelaba la sangre. ¿Dónde podía estar? ¿Habría huido con algún amante? ¿Estaría conviviendo ilegalmente, sin cumplir con los ritos de Avalón ni de la Iglesia? ¿Habría ido a casa de Morgause? ¿O acaso estaba muerta? Pero Igraine resistía con firmeza la tentación constante de utilizar la videncia.

Aun así, durante gran parte del invierno, fue como si Morgana caminara a su lado; no ya la pálida y sombría sacerdotisa que había visto durante la coronación, sino la niña de sus años solitarios en Cornualles, la pequeña solemne de los ojos oscuros, con su hermano en brazos. ¿Cuántas veces había descuidado a Morgana después de casarse con su amado Uther y darle un hijo varón? La niña no era feliz en la corte, y tampoco amaba a Uther. Y por ese motivo, tanto como por las súplicas de Viviana, había permitido que Morgana se educara en Avalón.

Sólo ahora se sentía culpable; ¿acaso se había apresurado al desprenderse de su hija, a fin de dedicarse por entero a Uther y a los hijos que tuviera de él? Contra su voluntad resonaba en su mente un viejo dicho de Avalón: «La Diosa no ofrece sus dones a quienes los rechazan.» Al separarse de sus hijos (uno de ellos, por su seguridad), ¿no habría sembrado ella misma la semilla de la pérdida? Tal vez la Diosa no estaba dispuesta a dar otro hijo a quien se había desprendido con tanta facilidad de la primogénita. Lo había discutido más de una vez con su confesor; éste le aseguraba que, en cuanto a Arturo, todo varón tiene que ser puesto bajo tutela tarde o temprano, pero que había hecho mal en permitir que Morgana fuera a Avalón. Si la niña era desdichada en la corte de Uther, habría tenido que estudiar en algún convento.

Al enterarse de que su hija no estaba en Avalón, Igraine pensó enviar un mensajero a la corte del rey Lot, para averiguar si estaba allí, pero aquel invierno fue terrible; cada día era una batalla contra el frío, los sabañones y la cruel humedad; incluso las hermanas pasaron hambre por compartir sus alimentos con mendigos y campesinos.

Morgana, sola y aterrorizada. ¿Morgana agonizando? ¿Dónde, Dios santo? Apretó entre los dedos la cruz que le pendía del cinturón, como a todas las hermanas del convento. «Madre Santa, guárdala, aunque sea una pecadora y una hechicera. Jesús, compadécete de ella, tal como te compadeciste de la mujer de Magdala, que era peor…»

Le consternó ver que había dejado caer una lágrima en la fina labor. Como temía manchar el bordado, se enjugó los ojos con el velo de hilo y apartó el bastidor, tratando de aclararse la vista. Ah, estaba envejeciendo. ¿O acaso eran las lágrimas las Que le empañaban la visión?

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