Las nieblas de Avalón (42 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Taliesin se volvió a medias, sonriente.

—Aun así, Viviana sabe que es la verdad. Igraine, creo que aún no conocéis a nuestro más importante bardo. Lo he traído para que cante y toque en la boda de Arturo. Os presento a Kevin.

El hombre se inclinó profundamente Igraine notó que caminaba apoyándose en un bastón tallado; un niño de doce o trece años cargaba con su arpa. Rara vez se ofrecían las enseñanzas druídicas a quienes presentaban alguna deformidad, pues se pensaba que los dioses señalaban así los defectos internos Pero decirlo habría sido una grosería imperdonable; su don tenía que de ser muy grande para que se lo aceptara a pesar de todo.

La había distraído de su objetivo, pero al pensarlo mejor llegó a la conclusión que Taliesin estaba en lo cierto. No había manera de impedir la boda sin un escándalo y, probablemente, una guerra. Dentro de la iglesia las luces estaban encendidas y comenzaba a tañer la campana. Igraine entró. Taliesin se arrodilló con dificultad. El niño que cargaba el arpa de Kevin lo imitó, pero no el bardo, aunque ella no supo si fue por rechazo al cristianismo o porque no podía flexionar la rodilla. El obispo también lo miró, ceñudo.

—Escuchad las palabras de nuestro Señor Jesucristo —comenzó—. «Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estaré, y todo aquello que pidáis en mi nombre os será concedido…»

Igraine, aunque estaba de rodillas y con la cara cubierta por el velo, percibió la entrada de Arturo, acompañado por Cay, Lanzarote y Gawaine; vestía una fina túnica blanca y una capa azul, sin más ornamento que la delgada diadema de oro de su coronación y las piedras preciosas que adornaban la vaina de la gran espada. Ginebra, con un delicado vestido blanco, estaba de rodillas entre Balin y Balan. Lot, encanecido y delgado, entre Morgause y uno de sus hijos menores; detrás de él…

Fue como si una lira hubiera tocado algún acorde agudo, prohibido, destacando sobre lo que entonaba el sacerdote. Levantó la cabeza con cautela, tratando de ver a la persona arrodillada allí. Detrás de Morgause entrevió la cara y la silueta de Morgana, como una nota discordante en la armonía del oficio sagrado. Había cambiado; estaba más delgada y más bella, y vestía una sencilla túnica de lana oscura, con una decorosa cofia blanca en la cabeza. No hacía nada, mantenía la cabeza gacha y los ojos bajos, como la viva imagen de la atención respetuosa. Pero hasta el mismo sacerdote parecía captar la impaciencia que emanaba de ella, pues se interrumpió dos veces para mirarla. Como no podía acusarla de hacer nada que no fuera completamente decoroso y decente, al cabo de un momento prosiguió con el servicio.

Pero Igraine también estaba distraída. Aunque trataba de concentrarse en el oficio y murmuraba las respuestas debidas, no podía pensar en las palabras del cura, ni en su hijo, ni en Ginebra, que parecía estar observando a Lanzarote al amparo del velo. Ahora sólo podía pensar en su hija. Terminada la boda podría preguntarle adonde había ido y qué le había pasado.

Mientras el cura leía en voz alta el relato de las bodas de Cana, alzó los ojos por un instante para observar a Arturo Entonces vio que él también tenía los ojos clavados en Morgana.

6

M
organa, sentada entre las damas de su tía, oía en silencio el oficio, con la cabeza inclinada en una cortés máscara de respeto. Interiormente era toda impaciencia y su mente corría en desorden. Estaba harta de la corte de Morgause; ahora que volvía a la corriente principal de los acontecimientos, se sentía viva otra vez. Aun en Avalón había tenido la sensación de estar en contacto con el torrente de la vida; en la corte de Lot, en cambio, se sentía ociosa e inútil: desde el nacimiento de su hijo permanecía estancada. Pensó por un momento en su pequeño Gwydion, que apenas la reconocía; cuando quería alzarlo en brazos o acariciarlo, el niño forcejeaba para volver con su ama. Aun en aquel momento, el recuerdo de aquellos bracitos la hacía sentir débil y pesarosa, pero apartó el pensamiento. El niño no sabía siquiera que era su hijo; crecería convencido de que formaba parte de la prole de Morgause. Morgana lo aceptaba así (incluso Viviana e Igraine habían renunciado a sus hijos), pero no podía sofocar su pena.

Arturo era apuesto y viril, había crecido y se había ensanchado de hombros; ya no era el muchacho esbelto que llegara a ella con sangre de ciervo en el rostro. Aquella ceremonia sí que tenía poder, no como los balbuceos del cura sobre la transformación del agua en vino. Desde su sitio sólo veía de la novia una mata de pelo dorado, coronado por el oro más pálido de la diadema, y la magnífica tela blanca del vestido. Arturo levantó los ojos y su mirada cayó sobre Morgana. «Me ha reconocido pensó ésta al ver que se le alteraba la expresión—. No puedo haber cambiado tanto como él, que ha pasado de mozo a hombre, pues yo era ya una mujer.» Era de esperar que él y su novia se amaran. Arturo tenía que olvidar lo pasado, ver a la Diosa sólo en la esposa que había escogido.

Vio a Lanzarote junto a él. ¿Cómo era posible que los años lo hubieran dejado intacto, sin cambios? No, él también había cambiado; parecía triste. Le cruzaba la cara una larga cicatriz que se le perdía en el pelo. Cay estaba más delgado y más encorvado, con la cojera acentuada; contemplaba a Arturo como un perro devoto mira a su amo.

Entre la esperanza y el miedo. Morgana miró a su alrededor para ver si Viviana había acudido a la boda de Arturo. Pero la Dama del Lago no estaba allí. Merlín sí, con la cabeza gris inclinada, como en oración. Detrás de él Kevin, el bardo, era una sombra alta, que había tenido el buen tino de no doblar la rodilla para aquella estúpida ceremonia. ¡Bien por él!

Terminó la misa y el obispo, hombre alto, de aspecto ascético y agrio, pronunció las palabras de despedida. La única testa erguida de la iglesia era la de Kevin. Morgana lamentó no haber tenido el valor de ponerse de pie junto a él. Y Arturo, ¿por qué era tan reverente? ¿Es que no había jurado respetar Avalón tanto como a los sacerdotes? Sin duda, el ángel blanco y pío con el que se casaba no haría nada por recordárselo. Tendrían que haberlo desposado con una mujer de Avalón.

La gente empezó a caminar hacia las puertas. Arturo y sus compañeros permanecieron donde estaban. A un gesto de Cay, Lot y Morgause se acercaron, y Morgana los siguió. También se habían quedado Igraine, Merlín y el silencioso arpista. Al levantar los ojos se encontró con la mirada anhelante de Igraine. Algo ruborizada, apartó la mirada.

Pensaba en ella lo menos posible, consciente sólo de que tenía que ocultarle quién había engendrado a su hijo. Y en aquella lucha larga y desesperada, que ya apenas recordaba, la había llamado a gritos, como una criatura. Pero aun ahora temía cualquier contacto con su madre, que en otros tiempos había tenido el don de la videncia y conocía las costumbres de Avalón.

Lot dobló la rodilla frente a Arturo, quien lo hizo levantar para besarle en ambas mejillas, serio y bondadoso.

—Me complace verte en mi boda, tío. Me alegra tener un amigo tan fiel custodiando las costas del norte. Y tu hijo Gawaine es mi más íntimo camarada. Tía, tengo contigo una deuda de gratitud, por darme en tu hijo un compañero tan leal.

Morgause sonrió. Aún era hermosa, mucho más que Igraine.

—Pues bien, señor, pronto tendréis motivos para volver a darme las gracias, pues mis hijos menores sólo hablan de servir al gran rey.

—Serán bienvenidos —dijo Arturo cortésmente Luego se volvió hacia Morgana, que estaba arrodillada—. Bienvenida, hermana. En mi coronación te hice una promesa que ahora voy a cumplir. Ven.

Le ofrecía la mano. Ella se levantó, sintiendo la tensión de aquellos dedos. Sin mirarla a los ojos la condujo hacia la mujer vestida de blanco, bajo la nube de pelo dorado.

—Mi señora —dijo con suavidad.

Ginebra se puso de pie: sus ojos se encontraron con los de Morgana y la reconocieron con sorpresa.

—Ginebra, te presento a mi hermana Morgana, duquesa de Cornualles. Es mi deseo que sea la primera entre tus damas, puesto que tiene el rango más alto.

La joven se humedeció los labios con una lengua pequeña y rosada, como una gata.

—Ya conozco a la señora Morgana, rey y señor mío.

—¿De verdad'? ¿Dónde? —inquirió Arturo sonriente.

—Fue mientras ella estaba en el convento de Glastonbury, señor —contestó Morgana—. Se perdió en la bruma y llegó a las orillas de Avalón.

Como aquel día lejano, volvía a sentirse tosca, enana y terrenal al lado de aquella etérea blancura. Sólo duró un momento. Luego Ginebra se adelantó para abrazarla y le dio un beso en la mejilla. Morgana, al devolverle el gesto, la sintió frágil como un cristal precioso y se apartó, tímida y rígida, temiendo que la niña la rechazara.

—Doy la bienvenida a la hermana de mi esposo, mi señora de Cornualles. ¿Puedo llamaros Morgana, hermana?

Ella aspiró largamente antes de murmurar:

—Como os plazca, mi señora.

Sonó mal, pero no sabía qué decir. Gawaine le echó una mirada de desaprobación que la instó a erguirse con dignidad. ¡Qué divertido sería ver a los pacatos compañeros de Arturo perder su decoro entre los fuegos de Beltane!

Ginebra dijo:

—Espero que seamos amigas, señora. No olvido que vos y el señor Lanzarote me enseñasteis el camino cuando me perdí en aquel horrible lugar.

Y elevó la mirada hacia el caballero que estaba tras Arturo. Morgana siguió la dirección de sus ojos y comprendió que Ginebra no podía evitar dirigirse a él, como si estuviera atada con una cuerda a los ojos de Lanzarote: y éste, a su vez, la miraba corno un perro hambriento mira un hueso fresco. Luego sintió la mano de Arturo todavía en la suya y eso también la atribuló; era otro vínculo que tenía que quebrarse cuando la boda se hubiera consumado. No era su amante ni la madre de su hijo, sino su hermana.

«Pero yo tampoco he roto el vínculo. Es cierto que estuve enferma después del parto y que, por no caer en el lecho de Lot, actué como la encarnación de la castidad.» Y ahora miraba a Lanzarote, con la esperanza de interceptar una mirada suya.

Ginebra cogió de la mano a Morgana y a Igraine.

—Pronto seréis como la hermana y la madre que no tengo —dijo—. Acompañadme mientras nos unen en matrimonio.

Por mucho que endureciera el corazón contra el encanto de la joven, aquellas palabras reconfortaron a Morgana. Igraine le toco la mano.

—Aún no he tenido tiempo de saludarte como es debido, madre —dijo soltando la mano a la novia para darle un beso. Por un momento las tres se unieron en un fugaz abrazo. «En verdad, todas las mujeres somos hermanas ante la Diosa.»

—Bien, venid —invitó Merlín con júbilo—. Vamos a firmar el contrato matrimonial. Luego daremos comienzo al festín y a las diversiones.

El obispo, pese a su expresión adusta, también se mostró amistoso:

—Ahora que nos sentimos enaltecidos y caritativos, regocijémonos corno corresponde a gentes cristianas en un día de tan buenos presagios.

Durante la ceremonia, Morgana notó que Ginebra temblaba. Su mente volvió a la cacería de ciervos. Aun estimulada y exaltada por los ritos, ella también había tenido miedo. De pronto, impulsada por la bondad, deseó poder dar a la novia algunas de las sabias instrucciones que se daban a las sacerdotisas más jóvenes. Así sabría cómo hacer que las corrientes vitales del sol y la tierra fluyeran por ella y el matrimonio no sería una formalidad hueca, sino un verdadero vínculo interior en todos los aspectos de la vida. Estaba por buscar las palabras adecuadas cuando recordó que la niña, por ser cristiana, no le agradecería esas enseñanzas.

Por un momento su mirada se cruzó con la de Lanzarote. Cuando se dio cuenta estaba recordando aquel momento, al sol del Tozal, en que habrían tenido que unirse como marido y mujer. Adivinó que él también lo estaba recordando, pero el caballero apartó la mirada y se persignó.

Terminada la sencilla ceremonia. Morgana puso su firma de testigo en el contrato matrimonial. Lanzarote también firmó y Gawaine, y el rey Boores, y Lot. y Héctor, y el rey Pelinor, cuya hermana había sido la madre de Ginebra. Este último le presentó solemnemente a una muchacha.

—Mi hija Elaine, prima vuestra, reina y señora mía. Os ruego que la aceptéis a vuestro servicio.

—Será un placer contarla entre mis damas —sonrió Ginebra.

Las dos se parecían mucho, aunque Elaine no tenía el fulgor de su prima; vestía sencillamente de hilo teñido con azafrán, que opacaba el oro cobrizo de su cabello.

—¿Qué edad tienes, prima?

—Tengo trece años, mi señora.

Hizo una reverencia tan profunda que se tambaleó y Lanzarote tuvo que sujetarla. Intensamente ruborizada, escondió la cara tras el velo. Él sonrió con indulgencia. Viendo que sólo tenía ojos para aquellos pálidos ángeles dorados. Morgana sintió una horrible punzada de celos; sin duda. Lanzarote también la consideraba pequeña y fea. En aquel momento, toda su ternura por Ginebra se esfumó en cólera y tuvo que desviar el rostro…

En las horas siguientes Ginebra tuvo que saludar a todos los reyes de Britania y a sus esposas, hermanas e hijas. Cuando llegó el momento de iniciar el festín, susurró a Morgana:

—No sé cómo voy a recordar tantos nombres. ¿No podría llamar a todas «señora»?

Morgana le respondió en un susurro, compartiendo por un momento su tono jocoso.

—Eso es lo bueno de ser gran reina, señora: podéis hacer lo que os plazca y a ellas les parecerá bien. Y si no, tampoco se atreverán a decíroslo.

Ginebra dejó escapar una risita aniñada.

—Pero tenemos que tutearnos, Morgana. Cuando me llamas «señora» creo que te diriges a alguna gran señora entrada en años, como Flavila o la esposa del rey Pelinor.

Por fin se inició el festín. Morgana, sentada entre la novia Y su madre, comió con buen apetito; las costumbres frugales de Avalón habían quedado muy atrás. Incluso comió un poco de carne y, como no había agua en la mesa, bebió algo de vino. En realidad no le gustaba y le causaba mareos, aunque no era tan fuerte como el detestable licor de cebada que se consumía en la corte de Orkney.

Pasado un rato, Kevin se levantó para tocar y las conversaciones se apagaron. Morgana, que no oía a un buen arpista desde su huida de Avalón, sintió súbita nostalgia por Viviana. « Mi verdadera madre no es Igraine, sino Viviana. Fue a ella a quien llamé a gritos.» Y parpadeó para contener las lágrimas que no quería derramar.

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