Las pruebas (26 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Los primeros trazos púrpuras del alba despertaron a Thomas la segunda vez. No recordaba haberse despertado desde la conversación en mitad de la noche con Brenda, ni siquiera después del sueño.

El sueño. Había sido el más extraño, se habían dicho muchas cosas que ahora se desvanecían, demasiado difíciles de comprender y encajar en las piezas de su pasado que, poco a poco, muy poco a poco, empezaban a unirse de nuevo. Se permitió sentir una pizca de esperanza porque tal vez no tenía tanto que ver con las Pruebas como había empezado a pensar. Aunque no entendía mucho del sueño, el hecho de que Teresa y él estuvieran espiando significaba que no estaban involucrados en todos los aspectos de las Pruebas. Pero ¿cuál era el propósito de todo aquello? ¿Por qué el futuro se lo agradecería a aquella gente?

Se restregó los ojos, se estiró y miró a Brenda. Tenía los ojos todavía cerrados, la boca ligeramente abierta y el pecho se le movía por la respiración lenta, pero regular. Aunque tenía el cuerpo más entumecido que el día anterior, el sueño reparador había obrado maravillas con sus ánimos. Se sentía renovado, lleno de energía. Un tanto perplejo e idiotizado por su sueño-recuerdo y todas las cosas que Brenda le había contado, pero con vitalidad.

Volvió a estirarse, y estaba en mitad de un largo bostezo cuando vio algo en la pared del callejón. Una gran placa de metal clavada en el muro. Un letrero que le resultaba muy familiar.

Abrió la puerta y salió a trompicones a la calle, hacia la pared. Era idéntico al cartel del Laberinto que decía Catástrofe Radical: Unidad de Experimentos Letales. El mismo metal sin brillo, las mismas letras. Excepto porque en este ponía algo distinto. Y se quedó mirándolo al menos cinco minutos seguidos antes de moverse un ápice.

Ponía:

THOMAS, ERES EL AUTÉNTICO LÍDER

Capítulo 36

Thomas podría haberse quedado mirando la placa todo el día si Brenda no hubiera salido del camión.

—Estaba esperando a decírtelo en el momento adecuado —habló al final, sacándole totalmente de su aturdimiento.

Sacudió la cabeza para mirarla.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Ella no le devolvió la mirada, sino que siguió con los ojos clavados en el cartel.

—Desde que me enteré de cuál era tu nombre. A Jorge le pasó lo mismo; probablemente por eso decidió arriesgarse y atravesar contigo la ciudad para llegar a ese refugio seguro tuyo.

—Brenda, ¿de qué estás hablando? —repitió Thomas.

Al final le miró a los ojos.

—Esos carteles están por toda la ciudad. Todos dicen lo mismo. Exactamente lo mismo.

Thomas sintió que le fallaban las rodillas. Se dio la vuelta y se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared.

—¿Cómo… cómo es posible? Bueno, parece que lleve ahí un tiempo… —no sabía qué otra cosa decir.

—No sé —respondió Brenda, y se sentó con él en el suelo—. Ninguno de nosotros sabía lo que significaba; pero cuando aparecisteis y nos dijiste tu nombre… bueno, supusimos que no era una coincidencia.

Thomas la miró con dureza mientras la ira luchaba por salir de su interior.

—¿Por qué no me lo habías contado? Me coges de la mano y me dices que asesinaron a tu padre, pero ¿no esto?

—No te lo conté porque me preocupaba tu reacción. Me imaginé que echarías a correr en busca de los carteles y te olvidarías de mí.

Thomas suspiró. Estaba harto de todo aquello. Se deshizo del enfado y respiró hondo.

—Supongo que forma parte de toda esta pesadilla sin sentido.

Brenda se dio la vuelta para mirar el letrero.

—¿Cómo podrías no saber lo que significa? ¿Acaso no podría ser más simple? Se supone que eres el líder, asúmelo. Te ayudaré, pero tengo que entrar, ganarme un lugar en el refugio seguro.

Thomas se rió.

—Aquí estoy, en una ciudad llena de raros chalados, hay un grupo de chicas que quiere matarme y ¿tengo que preocuparme de quién es el auténtico líder de mi grupo? Es ridículo.

Brenda frunció el ceño por la confusión.

—¿Hay unas chicas que quieren matarte? ¿De qué estás hablando?

Thomas no respondió mientras se preguntaba si debería contarle toda la historia de cabo a rabo. Mientras se preguntaba si le quedaban fuerzas para repasarla de nuevo.

—¿Y bien? —insistió.

Decidió que estaría bien sacársela del pecho y, como se había ganado su confianza, cedió y le contó todo. Le había insinuado cosas y ella conocía algunas partes, pero ahora se tomó tiempo para los detalles. Sobre el Laberinto, el rescate y el hecho de que al despertar se dieron cuenta de que todo volvía a ser un asco. Sobre Aris y el Grupo B. No se entretuvo con Teresa, pero supo que ella había notado algo cuando la mencionó. Quizás en sus ojos.

—¿Y esa Teresa y tú tenéis algo? —preguntó cuando hubo acabado.

Thomas no sabía qué responder. ¿Tenían algo? Eran amigos íntimos, eso sí lo sabía. Aunque tan sólo había recuperado parte de sus recuerdos, percibía que él y ella tal vez habían sido algo más que amigos antes del Laberinto. Durante aquel horrible periodo en el que ayudó a diseñar aquella estúpida cosa.

Y entonces se habían besado…

—¿Tom? —preguntó Brenda.

Él la miró con dureza.

—No me llames así.

—¿Eh? —preguntó, sin duda sobresaltada, tal vez incluso herida—. ¿Por qué?

—Es que… no sé.

Se sintió fatal al decirlo, pero no podía retirarlo. Así era como le llamaba Teresa.

—Muy bien, ¿debo llamarte señor Thomas? ¿O rey Thomas, quizá? ¿O mejor aún, tan sólo Su Majestad?

Thomas suspiró.

—Lo siento. Llámame como quieras.

Brenda soltó una carcajada sarcástica y ambos se quedaron callados.

• • •

Thomas y Brenda se hallaban sentados con la espalda apoyada en la pared; los minutos pasaban. Casi estaba todo tranquilo hasta que Thomas oyó un golpeteo extraño que le alarmó.

—¿Oyes eso? —preguntó, ahora centrando su atención.

Brenda estaba callada, con la cabeza inclinada a un lado, esforzándose por escuchar.

—Sí. Suena como si alguien estuviera tocando un tambor.

—Supongo que se han terminado los juegos y la diversión —se puso de pie y ayudó a Brenda a levantarse—. ¿Tú qué crees que es?

—No hay muchas opciones.

—Pero ¿y si son nuestros amigos?

El bajo
pom-pom-pom.
de pronto pareció llegar de todas las direcciones a la vez y retumbaba entre las paredes del callejón. Pero, tras unos largos segundos, Thomas estuvo seguro de que el sonido provenía de un rincón del callejón sin salida. A pesar del riesgo, corrió en esa dirección para echar un vistazo.

—¡Qué haces! —le soltó Brenda, pero cuando la ignoró, fue detrás de él.

Al final del callejón, Thomas llegó a una pared de ladrillos agrietados, desvaídos, donde cuatro escalones daban a una puerta de madera arañada y desgastada. Justo encima de la puerta, había una diminuta ventana rectangular a la que le faltaba el cristal. Un fragmento roto aún colgaba de la parte superior, como un diente irregular.

Thomas oía cómo tocaban música, ahora más fuerte. Era intenso y rápido: el bajo potente, el estallido de la batería y los gritos de las guitarras. Mezclado con eso, se oían risas, gritos y gente cantando. Y ninguno sonaba muy… cuerdo. Había algo escalofriante en todo aquello.

Era como si los raros no buscaran tan sólo morder las narices de otras personas, y aquello le daba a Thomas muy mala espina; aquel sonido no tenía nada que ver con sus amigos.

—Será mejor que nos marchemos de aquí —murmuró Thomas.

—¿Tú crees? —respondió Brenda, que estaba a la altura de su hombro.

—Vamos.

Thomas se volvió para marcharse a la vez que ella, pero ambos se quedaron petrificados. Tres personas habían aparecido en el callejón mientras se habían distraído. Dos hombres y una mujer, y ahora estaban a tan sólo unos pasos de ellos.

A Thomas le dio un vuelco el corazón cuando observó a los recién llegados. Tenían la ropa hecha jirones, el pelo enmarañado y la cara sucia. Pero cuando los miró con más detenimiento, comprobó que no tenían heridas perceptibles y sus ojos revelaban un brillo de inteligencia. Eran raros, pero no estaban idos del todo.

—Hola —dijo la mujer. Tenía el pelo largo y rojo, recogido en una coleta. Su falda era tan corta que Thomas tuvo que esforzarse por mantener los ojos fijos en los suyos—. ¿Venís a nuestra fiesta? Hay mucho baile. Mucho amor. Muchas bebidas.

Su voz tenía un tono que puso nervioso a Thomas. No sabía lo que significaba, pero aquella mujer no estaba siendo agradable. Se estaba burlando de ellos.

—Mmm, no, gracias —contestó Thomas—. Nosotros, eh…, sólo estábamos…

Brenda le interrumpió:

—Sólo intentamos encontrar a nuestros amigos. Somos nuevos aquí y nos estamos adaptando.

—Bienvenidos a la Tierra de los Raros de CRUEL —aquello lo dijo uno de los hombres, un tipo alto y feo, con el pelo graso—. No os preocupéis, la mayoría de los que están ahí abajo —señaló con la cabeza las escaleras— están como mucho medio idos. Puede que te den un codazo en la cara o una patada en los huevos, pero nadie intentará comerte.

—¿En los huevos? —repitió Brenda—. ¿Perdona?

El hombre señaló a Thomas.

—Estaba hablando con el chico. Las cosas pueden ponerse peor para ti si no te pegas a nosotros. Al ser una chica y todo eso.

Aquella conversación estaba poniendo enfermo a Thomas.

—Parece divertido, pero tenemos que irnos para encontrar a nuestros amigos. A lo mejor volvemos luego.

El otro hombre dio un paso adelante. Era bajo, pero guapo; tenía el pelo rubio, rapado.

—Vosotros dos no sois más que unos chavales. Ha llegado la hora de que aprendáis de la vida. De que os divirtáis. Os estamos invitando oficialmente a la fiesta —pronunció cada palabra de la última frase con cuidado y sin la menor amabilidad.

—Gracias, pero no, gracias —repuso Brenda.

Rubiales sacó un arma del bolsillo de su chaquetón. Era una pistola, plateada, pero sucia y sin brillo. Aun así, parecía más amenazadora y mortífera que cualquier cosa que hubiera visto Thomas.

—Creo que no me habéis entendido —dijo el hombre—. Estáis invitados a nuestra fiesta. No es algo que podáis rechazar.

Alto y Feo sacó un cuchillo. Coleta tenía un destornillador con la punta manchada de negro; tenía que tratarse de sangre seca.

—¿Qué decís? —preguntó Rubiales—. ¿Queréis venir a nuestra fiesta?

Thomas observó a Brenda, pero ella no le devolvió la mirada. Tenía los ojos clavados en el rubio y su rostro revelaba que estaba a punto de cometer una estupidez muy grande.

—Vale —respondió Thomas enseguida—. Iremos. Vamos.

Brenda giró de repente la cabeza.

—¿Qué?

—Tiene una pistola. El otro, un cuchillo. ¡Y ella tiene un fuco destornillador! No me apetece que me chafen un ojo en el cráneo.

—Por lo visto, tu novio no es imbécil —dijo Rubiales—. Ahora vamos a divertirnos un poco —señaló las escaleras con la pistola y sonrió—. Podéis ir en cabeza.

Era evidente que Brenda estaba enfadada, pero sus ojos reflejaban también que sabía que no les quedaba más remedio.

—Muy bien.

Rubiales sonrió de nuevo, una expresión que habría parecido natural en una serpiente.

—Así me gusta. Estupendo, no hay nada por qué preocuparse.

—Nadie os va a hacer daño —añadió Alto y Feo—. A menos que nos lo pongáis difícil. A menos que actuéis como unos mocosos. Al final de la fiesta, os uniréis a nuestro grupo. Fiaos de mí.

Thomas tuvo que contener el pánico que inundaba todo su ser.

—Vamos —le dijo a Rubiales.

—Te estamos esperando.

El hombre volvió a señalar hacia las escaleras. Thomas extendió el brazo y le cogió la mano a Brenda para acercarla a él.

—Vamos a la fiesta, cariño —puso tanto sarcasmo como pudo—. ¡Esto va a ser genial!

—¡Qué bonito! —dijo Coleta—. Me entran ganas de llorar cuando veo a dos enamorados —fingió secarse las lágrimas de las mejillas.

Con Brenda a su lado, Thomas se volvió hacia las escaleras, consciente todo el tiempo de la pistola que le apuntaba a la espalda. Bajaron los peldaños hacia la vieja tabla que hacía de puerta; el espacio era lo bastante amplio para que pudieran ir el uno junto al otro. Cuando llegaron al fondo, Thomas no vio un pomo. Enarcó las cejas y miró a Rubiales, que estaba dos escalones detrás de ellos.

—Tienes que llamar de un modo especial —explicó el hombre—. Tres golpes de puño lentos, tres rápidos y dos toques de nudillos.

Thomas odiaba a aquella gente. No soportaba su manera de hablar tan calmada, con esas palabras tan amables, todas ellas llenas de burla. En cierto modo, aquellos raros eran peores que el tipo sin nariz al que había apuñalado el día anterior. Al menos, con él sabía a lo que se estaban enfrentando.

—Hazlo —susurró Brenda.

Thomas cerró la mano en un puño y asestó los golpes lentos y luego los rápidos. Después, dio dos veces a la madera con los nudillos. La puerta se abrió al instante y la música atronadora se escapó como una ráfaga de viento.

El tío que les dio la bienvenida era enorme, llevaba las orejas y el rostro agujereados en varios lugares y tenía tatuajes por todas partes. Su pelo, largo y blanco, le llegaba por debajo de los hombros. Pero a Thomas apenas le dio tiempo a darse cuenta de todo ello antes de que el hombre hablara:

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