Las uvas de la ira (37 page)

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Authors: John Steinbeck

Al exclamó:

—¡Dios, menudo sitio! ¿Y si tuvieras que cruzarlo a pie?

—Hay gente que lo ha hecho —replicó Tom—. Mucha gente lo ha hecho; y si ellos pudieron, nosotros también.

—Han debido morir muchos —dijo Al.

—Bueno, nosotros no hemos salido precisamente indemnes.

Al permaneció en silencio un rato y el desierto iba enrojeciendo mientras avanzaban.

—¿Crees que volveremos a ver a los Wilson? —preguntó Al.

Tom bajó los ojos y miró el indicador del aceite.

—Tengo la corazonada de que dentro de nada a la señora Wilson no la va a volver a ver nadie. Es solo una corazonada que tengo.

Winfield dijo:

—Padre, quiero salir.

Tom dirigió la vista hacia él.

—Es un buen momento para que salgan todos antes de que nos acomodemos para viajar toda la noche —fue frenando hasta detener el camión. Winfield salió a toda prisa y orinó al borde de la carretera. Tom se asomó—. ¿Alguien más?

—Aquí arriba aguantamos bien —gritó el tío John.

Padre dijo:

—Winfield, súbete a la carga. Se me duermen las piernas si te llevo encima.

El chiquillo se abrochó el mono y trepó obedientemente por la parte trasera, pasó a cuatro patas por el colchón de la abuela y avanzó hacia Ruthie.

El camión siguió adelante en el atardecer, y el filo del sol hirió el árido horizonte y tiñó de rojo el desierto.

—No te han dejado ir delante, ¿eh? —dijo Ruthie.

—No he querido. No se está tan bien como aquí. No podía tumbarme.

—Bueno, pues no me molestes, chillando y hablando —dijo Ruthie—, porque yo pienso dormirme, y cuando despierte, habremos llegado. ¡Porque lo ha dicho Tom! Va a resultar extraño ver una tierra bonita.

El sol desapareció y dejó un gran halo en el cielo. Bajo la lona la oscuridad creció, una larga cueva con luz en ambos extremos… un triángulo plano de luz. Connie y Rose of Sharon iban apoyados contra la cabina y el aire caliente que rodaba por la tienda les golpeaba en la nuca, y la lona encerada se agitaba y tamborileaba encima de ellos. Hablaban juntos en tonos bajos, afinados con la lona tamborileante de manera que nadie pudiera oírles. Cuando Connie hablaba, torcía la cabeza para hablarle al oído, y ella hacía lo mismo. Rose of Sharon dijo:

—Parece que no vamos a hacer en la vida otra cosa que movernos. Estoy tan cansada…

Él volvió la cabeza hacia su oído.

—Tal vez por la mañana. ¿Te gustaría que estuviéramos solos ahora? —en la penumbra, su mano se separó y le acarició la cadera.

Ella dijo:

—No hagas eso. Me volverás loca. No lo hagas —y volvió la cabeza para oír su respuesta.

—Tal vez… cuando todos estén dormidos.

—Quizá —dijo ella—. Pero espera a que se duerman. Me vas a poner loca y a lo mejor ni siquiera se duermen.

—Apenas puedo contenerme —dijo Connie.

—Ya lo sé. Tampoco yo. Hablemos de cuando lleguemos; y apártate antes de que me vuelva loca.

Él se apartó un poco.

—Bien. Empezaré a estudiar por las noches inmediatamente —dijo. Ella suspiró profundamente—. Voy a comprar uno de los libros donde lo anuncian y a mandar el cupón de inmediato.

—¿Cuánto tiempo crees que será necesario? —preguntó ella.

—¿Necesario para qué?

—Para que empieces a ganar mucho dinero y podamos tener hielo.

—No te sabría decir —dijo él, dándose importancia—. Realmente no sabría decirte. Seguro que antes de Navidad ya he estudiado un montón.

—En cuanto hayas estudiado todo, supongo que podremos comprar hielo y otras cosas.

Él rió entre dientes.

—Es este calor —dijo—. ¿Para qué quieres hielo en Navidad?

Ella soltó unas risitas.

—Es verdad. Pero yo quiero tener hielo en cualquier época. Estáte quieto. ¡Me volverás loca!

El crepúsculo se transformó en oscuridad y las estrellas del desierto aparecieron en el cielo suave, estrellas penetrantes y luminosas, con pocos puntos y rayos, en un cielo aterciopelado. Y el calor cambió. Mientras el sol estuvo fuera, fue un calor que golpeaba y azotaba, pero ahora el calor surgía de debajo, de la tierra misma, y era denso y asfixiante. Los faros del camión se encendieron, e iluminaron una pequeña mancha en la carretera y una franja de desierto a cada lado. Algunas veces unos ojos relucían en las luces, delante y a lo lejos, pero ningún animal se dejó ver a las luces. Bajo la lona la oscuridad era ya intensa, el tio John y el predicador estaban encogidos en el centro del camión, con los codos apoyados y mirando por el triángulo trasero. Podían ver los dos bultos que eran Madre y la abuela recortados contra el exterior. Podían ver a Madre moviéndose de vez en cuando y el movimiento de su brazo era visible perfilado ante el exterior.

El tío John hablaba con el predicador.

—Casy —dijo—, usted debería saber qué hacer.

—¿Qué hacer con respecto a qué?

—No lo sé —respondió el tío John.

—Bueno, eso me facilita mucho las cosas —dijo Casy.

—Pero usted ha sido predicador.

—Mire, John, todo el mundo se ríe de mí porque he sido predicador. Un predicador no es más que un hombre.

—Sí, pero… es… de una clase de hombres, o si no, no sería un predicador. Quiero preguntarle… bueno, ¿usted cree que alguien puede traer mala suerte?

—No lo sé —contestó Casy—. No lo sé.

—Es que mire… yo estuve casado con una buena chica. Una noche le dio un dolor en el estómago. Y dijo: «Es mejor que me traigas un médico.» Y yo le contesté: «Qué dices, es que has comido demasiado» —el tío John puso una mano en la rodilla de Casy y le miró en la oscuridad—. Me miró de una manera… Estuvo gimiendo toda la noche y murió a la tarde siguiente —el predicador musitó algo—. Entiende —continuó John—, yo la maté. Desde entonces intento compensarlo, con los niños más que nada. Y he intentado portarme bien, pero no puedo. Me emborracho y me descontrolo.

—Todo el mundo se descontrola —dijo Casy—. Yo también lo hago.

—Sí, pero usted no lleva un pecado en su alma como yo.

Casy replicó afablemente:

—Claro que llevo pecados. Todo el mundo los lleva. Un pecado es algo de lo que no estás seguro. Esas personas que están seguras de todo y no tienen ningún pecado… vaya, con esos hijos de puta, si yo fuera Dios los echaba del cielo de una patada en el culo. No los aguantaría.

El tío John dijo:

—Tengo el presentimiento de que estoy trayendo mala suerte a mi propia familia. Tengo el presentimiento que debería largarme y dejarlos tranquilos. No estoy cómodo en esta situación.

Casy dijo rápidamente:

—Yo sé que un hombre debe hacer lo que tenga que hacer. Yo no le puedo responder, no puedo. No creo que haya buena suerte o mala suerte. De lo único que estoy seguro en este mundo es de que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida de otro. Cada uno tiene que decidir por sí mismo. Se le puede ayudar, quizá, pero no decirle lo que debe hacer.

—Entonces, ¿no lo sabe? —preguntó el tío John decepcionado.

—No lo sé.

—¿Cree que fue un pecado dejar morir de aquella forma a mi mujer?

—Bueno —consideró Casy—, para los demás fue un error, pero si usted piensa que fue un pecado… entonces es un pecado. Cada uno levanta sus propios pecados desde la misma tierra.

—He de pensar despacio en eso —replicó el tío John, y rodó para ponerse de espaldas con las rodillas encogidas.

El camión siguió avanzando sobre la tierra caliente y las horas pasaron. Ruthie y Winfield se durmieron. Connie desató una manta de la carpa y él y Rose of Sharon se taparon con ella, y lucharon juntos en el calor conteniendo el aliento. Después de un rato Connie apartó la manta y sintieron el cálido viento que corría por el túnel formado por la lona, como un aire fresco sobre sus cuerpos húmedos.

Al fondo del camión, Madre yacía en el colchón al lado de la abuela, y no podía ver con los ojos, pero sentía la pugna del cuerpo y del corazón; y la respiración sollozante pegada a su oído. Y Madre repetía una y otra vez: Tranquila. Te pondrás bien. Y decía con voz ronca: Sabes que es necesario… la familia tiene que cruzar el desierto. Lo sabes.

El tío John preguntó:

—¿Estás bien?

Ella tardó un poco en contestar.

—Sí. He debido quedarme dormida —un poco después la abuela se quedó inmóvil y Madre permaneció tumbada, rígida, junto a ella.

Las horas nocturnas fueron pasando, con la oscuridad pegada al camión. A veces algún coche que iba hacia el oeste les adelantaba; y otras veces se cruzaban con camiones que venían del oeste y se alejaban rugiendo en dirección contraria. Las estrellas fluían como una lenta cascada sobre el horizonte, por el oeste. Era cerca de medianoche cuando se aproximaron a Dagget, donde estaba la estación de inspección. La carretera estaba anegada de luz y un letrero iluminado decía: deténgase a la derecha. Los oficiales ganduleaban en la oficina, pero salieron y esperaron bajo el largo cobertizo cubierto cuando Tom paró allí. Un oficial anotó la matrícula y levantó el capó.

—¿Qué es eso? —preguntó Tom.

—Inspección agrícola. Tenemos que registrar el equipaje. ¿Llevan verduras o semillas?

—No —respondió Tom.

—Bueno, hay que registrar el equipaje. Tienen que descargar.

Entonces Madre bajó pesadamente del camión. Tenía el rostro hinchado y una expresión de dureza en los ojos.

—Oiga, tenemos una anciana enferma. Hay que llevarla al médico. No podemos esperar —pareció luchar contra la histeria—. No pueden hacernos esperar.

—Ah ¿sí? Pues hay que hacer el registro.

—Le juro que no llevamos nada —gritó Madre—. Se lo juro. Y la abuela está muy enferma.

—Usted tampoco tiene muy buen aspecto —dijo el oficial.

Madre se encaramó por la trasera del camión, alzándose con una fuerza tremenda.

—Mire —dijo.

El oficial enfocó la luz de la linterna en el viejo rostro consumido.

—Sí que está enferma —dijo—. ¿Jura que no llevan semillas, fruta, verduras, maíz ni naranjas?

—No, no ¡Se lo juro!

—Entonces continúen. Pueden encontrar un médico en Barstow. Está solo a ocho millas. Sigan adelante.

Tom montó y siguió conduciendo.

El oficial se volvió a su compañero.

—No podía retenerlos.

—Quizá se hayan tirado un farol —dijo el otro.

—De eso nada. Deberías haber visto la cara de esa anciana. Aquello no era ningún farol.

Tom aceleró hasta Barstow y una vez en el pueblo, se detuvo, bajó y fue hacia la parte trasera del camión. Madre se asomó.

—No pasa nada —dijo ella—. No quería parar allí por si no podiamos cruzar.

—Ya. Pero, ¿cómo está la abuela?

—Está bien… bien. Sigue adelante. Tenemos que acabar de cruzar —Tom meneó la cabeza y regresó a la cabina.

—Al —dijo—, voy a llenarlo y después conduces tú un rato —llevó el camión hasta una gasolinera abierta toda la noche y llenó el depósito y el radiador y también el hueco de la manivela. Entonces Al se sentó al volante y Tom en la ventana, con Padre en el centro. Se alejaron en la oscuridad y dejaron atrás las pequeñas colinas cercanas a Barstow.

Tom comentó:

—No sé qué le pasa a Madre. Está tan desasosegada como un perro con una pulga en la oreja. Tampoco habrían tardado tanto en echarle un vistazo al equipaje. Primero dice que la abuela está enferma y ahora que está bien. No la entiendo. No está bien. ¿Se le habrá ablandado el cerebro en el viaje?

Padre dijo:

—Madre está casi igual que cuando era joven. Era una chica de lo más indómito. No le tenía miedo a nada. Pensé que los hijos y el trabajo la domarían, pero parece que no ha sido así. ¡Dios! Te aseguro que cuando agarró aquella barra de hierro, no me habría gustado ser el que se la tuviera que quitar.

—No sé qué mosca le ha picado —insistió Tom—. Quizá solo esté extenuada.

Al intervino:

—No me voy a poner a llorar y a gimotear para llegar al otro lado. Llevo este maldito coche sobre la conciencia.

—Bueno, hiciste bien eligiéndolo —dijo Tom—. Apenas nos ha dado ningún problema.

Avanzaron toda la noche en medio de la cálida oscuridad, y las liebres se escabullían entre las luces y se alejaban a toda prisa con brincos largos. La aurora surgió por detrás de ellos cuando tenían delante las luces de Mojave. Y la aurora mostró las altas montañas al oeste. En Mojave pusieron agua y aceite, y luego penetraron con esfuerzo en las montañas y el alba lo inundaba todo a su alrededor.

Tom exclamó:

—¡Dios, hemos cruzado el desierto! ¡Padre, Al, por el amor de Dios! El desierto ha quedado atrás.

—Me da igual. Estoy demasiado cansado —dijo Al.

—¿Quieres que conduzca yo?

—No, espera un rato más.

Pasaron por Techachapi a la luz viva de la mañana y el sol subió a sus espaldas, y luego… de pronto, vieron el gran valle a sus pies. Al pisó el freno y se detuvo en mitad de la carretera y —¡Cielo santo! ¡Mirad! —exclamó—. Los viñedos, las huertas, el extenso valle llano, verde y hermoso, los árboles dispuestos en hileras y las casas de las granjas.

—¡Dios Todopoderoso! —dijo Padre. Las ciudades distantes, los pueblos en la tierra de las huertas y el sol matutino, dorado sobre el valle. Tras ellos pitó un coche. Al llevó el camión hasta un lado de la carretera y aparcó—. Quiero contemplarlo —los campos de trigo, dorados en la mañana, y las filas de sauces, las hileras de eucaliptos.

Padre suspiró:

—Nunca imaginé que hubiera nada parecido —los melocotoneros y las nogueras y los parches verde oscuro de la naranja. Y entre los árboles, tejados rojos, y graneros… graneros ricos. Al se apeó y estiró las piernas. Llamó:

—Madre, ven a ver. Hemos llegado.

Ruthie y Winfield salieron deprisa del coche y luego se quedaron parados, en silencio y anonadados, avergonzados ante el gran valle. La distancia se adelgazaba en la calina y la tierra adquiría suavidad con la distancia. Un molino relució bajo el sol y sus aspas giratorias eran como un pequeño heliógrafo, a lo lejos. Ruthie y Winfield lo miraron y aquella musitó:

—Es California.

Winfield movía los labios silenciosamente formando las sílabas.

—Hay fruta —dijo en voz alta.

Casy y el tío John, Connie y Rose of Sharon fueron bajando y quedándose callados. Rose of Sharon había empezado a cepillarse el pelo cuando su vista cayó sobre el valle, y su mano descendió lentamente hasta quedar colgando junto a su costado.

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