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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (44 page)

—Os he dicho que necesito hombres —insistió el contratista—. Si no queréis trabajar, bueno, eso es asunto vuestro.

El ayudante sonrió.

—Si no quieren trabajar, no hay lugar para ellos en esta región. Nos libraremos de ellos rápidamente.

Floyd permaneció rígido junto al ayudante del sheriff, con los pulgares enganchados en el cinturón. Tom le echó una mirada furtiva y luego miró al suelo fijamente.

—Eso es todo —dijo el contratista—. Hacen falta hombres en el condado de Tulare; hay trabajo en abundancia.

Tom levantó la vista poco a poco hasta encontrar las manos de Floyd y vio los nervios en las muñecas, marcándose bajo la piel. Tom subió sus manos y enganchó los pulgares en el cinturón.

—Sí, eso es todo. No quiero que mañana por la mañana quede ni uno solo de vosotros.

El contratista subió al Chevrolet.

—Tú —el ayudante se dirigió a Floyd—, sube al coche —alargó una mano grande y agarró el brazo izquierdo de Floyd. Este se retorció y asestó el golpe en un solo movimiento. Su puño se aplastó contra el rostro ancho del otro y sin detenerse ni un segundo echó a correr esquivando las tiendas en fila. El ayudante se tambaleó y Tom adelantó el pie y le puso la zancadilla. El otro cayó pesadamente y rodó intentando sacar el revólver. Floyd aparecía y desaparecía continuamente mientras seguía la hilera de tiendas. El ayudante disparó desde el suelo. Una mujer que estaba delante de una tienda gritó y luego se miró una mano que ya no tenía nudillos. Los dedos colgaban de los nervios contra la palma de la mano y la carne estaba blanca y sin sangre. Bastante más abajo Floyd se hizo visible, corriendo a toda velocidad hacia los sauces. El ayudante, sentado en el suelo, levantó de nuevo el revólver y entonces el reverendo Casy se adelantó súbitamente saliendo del grupo de hombres. Le dio una patada en el cuello al ayudante y luego se retiró hacia detrás mientras el pesado hombre se derrumbaba inconsciente.

El motor del Chevrolet rugió y partió como un rayo revolviendo el polvo. Llegó a la carretera y siguió a toda velocidad. Delante de la tienda la mujer continuaba mirando su mano destrozada. Pequeñas gotas de sangre comenzaron a manar de la herida. Y una risa histérica empezó a formarse en su garganta, una risa como un lamento que crecía en intensidad y altura con cada inspiración.

El ayudante yacía de lado, con la boca abierta encima del polvo.

Tom recogió la automática, sacó el cargador y lo arrojó a los arbustos, y sacó los cartuchos cargados de la recámara.

—Semejante tipejo no tiene derecho a llevar un revólver —dijo; y dejó caer la automática al suelo.

Una multitud se había congregado alrededor de la mujer de la mano rota, y su histeria se agudizó, y la risa adquirió un timbre de chillido.

Casy se aproximó a Tom.

—Tienes que irte —dijo—. Vete a los sauces y espera. No me vio pegarle la patada, pero a ti sí te ha visto ponerle la zancadilla.

—No quiero irme —dijo Tom.

Casy juntó la cabeza y susurró:

—Te van a tomar las huellas digitales. Has violado la libertad bajo palabra. Te meterán de nuevo en la prisión.

Tom aspiró aire lentamente.

—¡Dios mío! Lo había olvidado.

—Lárgate deprisa —aconsejó Casy—. Antes de que vuelva en sí.

—Me gustaría llevarme su revólver —dijo Tom.

—No. Si puedes regresar sin peligro, te llamaré con cuatro silbidos agudos.

Tom se fue alejando como si tal cosa, pero en cuanto estuvo fuera del grupo apresuró sus pasos y desapareció entre los sauces que flanqueaban el río.

Al se acercó al ayudante caído.

—¡Dios! —dijo admirativamente—, lo ha dejado usted bien tieso.

Los hombres habían seguido mirando al hombre inconsciente. De muy lejos llegaba ahora el sonido de una sirena recorriendo la escala de arriba abajo, cada vez más cercana. Al momento los hombres se pusieron nerviosos, se balancearon sobre los pies un instante y luego se fueron apartando, cada uno hacia su propia tienda. Sólo se quedaron Al y el predicador.

Casy se volvió hacia Al.

—Fuera —dijo—. Vamos, vete a la tienda. Tú no sabes nada.

—¿Sí? ¿Y qué pasa con usted?

Casy le hizo una mueca.

—Alguien tiene que cargar con la culpa. Yo no tengo hijos. Se limitarán a meterme en la cárcel, y de todas formas no hago nada más que estar sentado por ahí…

—Esa no es ninguna razón —dijo Al.

—Vete ya —dijo Casy ásperamente—. No te metas en esto.

Al se encrespó.

—A mí nadie me da órdenes.

Casy dijo suavemente:

—Si te metes en esto toda tu familia va a estar metida en el lío. Tú no me preocupas, pero tu madre y tu padre van a tener problemas. Y quizá manden a Tom de nuevo a McAlester.

Al lo pensó durante un momento.

—De acuerdo —dijo—. Sin embargo, creo que es usted un estúpido.

—Bueno —replicó Casy—, ¿por qué no?

La sirena chilló una vez más, y otra, cada vez más cerca. Casy se arrodilló junto al ayudante del sheriff y le dio la vuelta. El hombre gruñó y parpadeó y trató de enfocar la vista. Casy le limpió el polvo de los labios. Las familias se habían recogido en las tiendas y las solapas de la lona estaban bajadas; el sol poniente tiñó el aire de rojo y las tiendas grises parecieron de bronce.

Unos neumáticos chirriaron en la carretera y un coche descubierto llegó veloz al campamento. Cuatro hombres salieron presurosos, armados con rifles. Casy se puso en pie y caminó hacia ellos.

—¿Qué diablos pasa aquí?

—Dejé k.o. a ese hombre —explicó Casy.

Uno de los hombres armados fue hasta el ayudante del sheriff, que ya estaba consciente e intentaba débilmente sentarse.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Mire —dijo Casy—, se puso chulo y le di un golpe y él empezó a disparar… le dio a una mujer un poco más allá. Así que le volví a atizar.

—Bueno, y ¿qué había hecho usted en primer lugar?

—Le contesté —dijo Casy.

—Suba al coche.

—No faltaba más —replicó Casy, y se sentó en el asiento trasero. Dos hombres ayudaron al herido a ponerse en pie. Él se palpó con prevención.

Casy dijo:

—Un poco más allá hay una mujer que puede desangrarse por culpa de su mala puntería.

—Ya nos ocuparemos luego. Mike, ¿es este el que te pegó?

El aludido, aturdido y con cara de encontrarse mal, miró a Casy con fijeza.

—No me parece que sea él.

—Pues claro que fui yo —le contradijo Casy—. A mí no se me pone chulo nadie.

Mike movió despacio la cabeza.

—No me parece que seas el mismo. ¡Dios!, creo que voy a vomitar.

—No voy a resistirme —dijo Casy—. Deberían ir a ver si es grave la herida de la mujer.

—¿Dónde está?

—En aquella tienda de allí.

El jefe de los ayudantes caminó hacia la tienda rifle en mano. Habló desde fuera y luego entró. Al cabo de un momento salió y regresó. Y aseguró, con un deje de orgullo:

—¡Menudas carnicerías hace un 45! Le han puesto un torniquete. Mandaremos a un médico.

Dos ayudantes flanquearon a Casy en el asiento. El jefe tocó el claxon. No había en el campamento la menor actividad. Las tiendas estaban bien cerradas y la gente permanecía en su interior. El motor encendió y el coche dio la vuelta y salió del campamento. Casy se sentaba orgulloso entre sus guardianes, con la cabeza alta, y los músculos del cuello se marcaban visiblemente. En sus labios había una vaga sonrisa y en su rostro un curioso aire de victoria.

Cuando los ayudantes del sheriff se hubieron ido, la gente fue saliendo de las tiendas. El sol estaba bajo y la suave luz azul del atardecer cubría el campamento. Hacia el este las montañas seguían aún bañadas por la luz amarilla. Las mujeres volvieron a las fogatas que habían dejado morir. Los hombres se reunieron a hablar en voz baja.

Al salió reptando de la tienda y se dirigió hacia los sauces para avisar a Tom. Madre dejó también la tienda y encendió la hoguera de ramitas.

—Padre —dijo—, no vamos a comer gran cosa. Ya comimos bastante tarde.

Padre y el tío John se quedaron cerca viendo cómo Madre pelaba patatas, las cortaba y las metía en la sartén llena de grasa. Padre dijo:

—¿Para qué diablos habrá hecho eso el predicador?

Ruthie y Winfield se acercaron y se agacharon a oír la conversación.

El tío John escarbó en la tierra con un largo clavo oxidado.

—Él sabía lo que es el pecado. Yo se lo pregunté y me lo explicó: pero no sé si está en lo cierto. Dice que uno ha pecado si él cree que ha pecado —los ojos del tío John mostraban cansancio y tristeza—. Toda la vida he tenido secretos —dijo—. He hecho cosas que nunca he contado.

Madre se volvió desde el fuego.

—Pues no empieces ahora, John —pidió Madre—. Díselas a Dios. No abrumes a los demás con tus pecados. No es decente.

—Me están corroyendo —dijo John.

—Bueno, no nos los digas. Vete al río, mete la cabeza bajo el agua y murmúraselos a la corriente.

Padre asintió tras las palabras de Madre.

—Tiene razón —dijo—. A uno le alivia hablar, pero eso simplemente es esparcir los propios pecados.

El tío John contempló las montañas doradas, que se reflejaron en sus ojos.

—Me gustaría poder expulsarlos —dijo—, pero no puedo. Me están mordiendo las entrañas.

A su espalda Rose of Sharon salió de la tienda con aspecto de estar mareada.

—¿Dónde está Connie? —preguntó irritada—. Hace mucho rato que no le veo. ¿Dónde ha ido?

—Yo no le he visto —dijo Madre—. Si le veo le diré que le andas buscando.

—No me encuentro bien —se quejó Rose of Sharon—. Connie no debería haberme dejado sola.

Madre observó el rostro hinchado de la joven.

—Has estado llorando —dijo.

Las lágrimas surgieron de nuevo de los ojos de Rose of Sharon.

Madre continuó hablando con firmeza:

—Haz el favor de controlarte. Aquí estamos muchos. Contrólate. Ven acá a pelar patatas. Sientes lástima de ti misma.

La muchacha empezó a volver a la tienda. Trató de evitar los ojos severos de Madre, pero se sintió atrapada por ellos y fue lentamente hacia la hoguera.

—No debería haberse ido —dijo, pero ya sin llanto.

—Debes trabajar —opinó Madre—. Sentada todo el día en la tienda te da por compadecerte de ti misma. No he tenido tiempo de cogerte por mi cuenta, pero ahora voy a empezar. Toma este cuchillo y ponte con las patatas.

La muchacha se puso de rodillas y obedeció. Dijo amenazadora:

—Espera a que le eche la vista encima. Se va a enterar.

Madre sonrió despacio.

—Quizá te zurre. Te lo estás buscando, gimoteando todo el día y mimándote a ti misma. Si te mete algo de cordura a base de cachetes, le voy a dar mi bendición —los ojos de Rose of Sharon brillaron de resentimiento, pero permaneció en silencio.

El tio John hundió el clavo oxidado en la tierra empujándolo con su ancho pulgar.

—Necesito hablar —dijo.

—Bueno, pues habla ya, maldita sea —estalló Padre—. ¿A quién has matado?

El tío John rebuscó con el pulgar en el bolsillo pequeño de los vaqueros y sacó un sucio billete doblado. Lo extendió y se lo mostró.

—Cinco dólares —dijo.

—¿Lo has robado? —preguntó Padre.

—No, era mío. Lo tenía guardado.

—Era tu dinero, ¿no es eso?

—Sí, pero no tenía ningún derecho a guardármelo.

—No veo que sea un pecado —dijo Madre—. Es tuyo.

—No es solo que me lo guardara —siguió John hablando lentamente—. Me lo guardé para emborracharme. Sabía que llegaría un momento en que necesitaría pillar una curda para calmar el dolor de mis entrañas. Necesito emborracharme. Pensaba que aún no había llegado el momento y entonces… va el predicador y se entrega para salvar a Tom.

Padre asintió y ladeó la cabeza para oír mejor. Ruthie se aproximó como un cachorrillo, arrastrándose con los codos y Winfield la siguió. Rose of Sharon sacó un ojo profundo de una patata con la punta del cuchillo. La luz del atardecer se oscureció y tomó una tonalidad más azul.

Madre dijo en un tono que no admitía discusión:

—No veo que porque él le haya salvado, tú tengas que emborracharte.

—No puedo explicarlo —dijo John con tristeza—. Me siento fatal. Lo ha hecho con esa tranquilidad; da un paso adelante y dice: «He sido yo.» Y se lo han llevado. Y yo voy a emborracharme.

Padre volvió a asentir.

—No veo por qué lo tienes que pregonar —dijo—. Si yo fuera tú, simplemente me iría a emborracharme si lo necesitara.

—Llega el momento en que yo podría haber hecho algo y librar a mi alma del gran pecado —dijo el tío John apesadumbrado—. Y se me escapó. No estuve vivo y pasó. ¡Oye! —exclamó—. Tú tienes el dinero. Dame dos dólares.

Padre rebuscó reacio en su bolsillo y sacó el monedero de cuero.

—No vas a necesitar siete dólares para emborracharte. No hay necesidad de que bebas champán.

El tío John le ofreció su billete.

—Coge esto y dame dos dólares. Puedo cogerme una buena curda con dos dólares. No quiero añadir el pecado de derroche. Me gastaré lo que tenga. Como siempre.

Padre cogió el sucio billete y le dio al tío John dos dólares de plata.

—Aquí tienes —dijo—. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Nadie sabe lo suficiente para decirle lo que debe hacer a otro.

El tío John se guardó las monedas.

—¿No te vas a enfadar? Sabes que he de hacerlo, ¿verdad?

—Sí, por Dios —dijo Padre—. Tú sabrás lo que tienes que hacer.

—No podría pasar esta noche de ninguna otra forma —dijo. Se volvió hacia Madre—. ¿No me vas a recriminar?

Madre no levantó la mirada.

—No —respondió quedamente—. No… vete tranquilo.

Él se puso en pie y se alejó con aire desamparado en el atardecer. Llegó a la carretera de asfalto y cruzó el piso hasta la tienda de comestibles. Delante de la puerta de tela metálica se quitó el sombrero, lo dejó caer en el polvo y lo pisoteó con el tacón en señal de autodegradación. Dejó allí el sombrero negro, roto y manchado. Entró en la tienda y se dirigió a los estantes donde estaban las botellas de whisky colocadas tras un enrejado de alambre.

Padre, Madre y los niños contemplaron al tío John mientras se alejaba. Los ojos llenos de resentimiento de Rose of Sharon permanecieron fijos en las patatas.

—Pobre John —dijo Madre—. Me pregunto si hubiera servido de algo… no… supongo que no. Nunca he visto un hombre tan empeñado.

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