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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (20 page)

De alambrados invisibles también aprendimos. Pero nos seguía faltando aprender de cimarrones. En un boletín del mes de mayo, la Comisión de Medio Ambiente fue aún más explícita. Otra vez titularon la advertencia «Perros cimarrones», pero esta vez lo escribieron con imprenta mayúsculas. «A pesar de los esfuerzos del personal de seguridad, los perros cimarrones son prácticamente imposibles de atrapar. Se movilizan en grupo, y ante la presencia del agente se escapan a gran velocidad. No se pudo determinar aún cómo se introducen dentro del tejido del barrio. Dado que no se ha encontrado pozo alguno ni alambrado averiado a lo largo del perímetro, se estima que los perros han entrado por la puerta de acceso al público general, por debajo de las barreras. Si bien sólo buscan comida y no han atacado todavía a ningún vecino, se recomienda mantenerse alejados de ellos. Por el momento, la única solución al problema es mantener la basura adecuadamente protegida, porque por ella vienen. Entran a buscar la comida que ya no encuentran en su habitat natural fuera de Los Altos. Por eso se ruega a todos los vecinos que no dejen bolsas con residuos domiciliarios al alcance de estos animales. Se recomienda el uso de canastos de hierro con tapa, en donde introducir las mencionadas bolsas. Si el tramado del canasto permite que un animal rasgue la basura y la desparrame o introduzca su hocico a tal fin, se recomienda forrarlo con una malla de menor calado o poner una media sombra del lado interno, en lo posible del mismo color que el canasto. Cuidemos nuestra basura y alejemos a los cimarrones. De nosotros depende.»

Y a esa tarea nos abocamos. Si los cimarrones entraban a buscar la comida que no encontraban afuera, pues tampoco la encontrarían adentro. Los que no tenían canasto adecuado lo colocaron. Cuadrados, cilíndricos. Más chicos o más grandes. Empotrados en la misma columna que el medidor del gas. Escondidos detrás de arbustos. Verdes, negros o grises. Casi todos de malla metálica, algunos de madera, otros como urnas funerarias. Altos para que un animal no los alcance, o bajos para no tener que elevar las pesadas bolsas. La casa de los Llambías tenía dos: uno de malla calada para las bolsas comunes, y otro de chapa lisa para la basura que no querían que nadie viera. En la proveeduría del barrio ofrecían distintas variedades de modelos y tamaños. A fines de junio salió un instructivo sobre «Lugares adecuados para instalar el canasto de residuos domiciliarios, y características del mismo».

Y teniendo tacho con tapa para nuestra basura, nos quedamos tranquilos.

34

Gustavo se levantó a las nueve y media, como todos los sábados. A las diez tenía partido de tenis con el Tano. Miró por la ventana y vio que la camioneta de Carla ya no estaba. Buscó la ropa de tenis en su vestidor. Estaba lavada y planchada, doblada prolijamente en el estante correspondiente. Donde Carla la dejaba todos los sábados, para que él no tuviera que ponerse a buscarla y se enojara porque llegaba tarde al partido. Se vistió. Se ató las zapatillas más ajustadas que de costumbre. Por qué se fue tan temprano si la inmobiliaria abre a la diez. Bajó a desayunar. Sobre la mesa lo esperaban el individual, la taza limpia, el termo con café, el diario, la azucarera, el dulce de durazno que comía todas las mañanas, y las tostadas en la panera de ratán, envueltas en una servilleta blanca. Abrió la servilleta, todavía estaban tibias. Con la mano apoyada sobre el pan caliente, calculó que Carla debía haberse ido no más de diez minutos antes. Lamentó no haberla oído. Ojeó el diario sin prestarle atención. Miró el reloj. Las diez menos cuarto. La llamó al celular. Estaba apagado.

Llegó a la cancha unos minutos tarde. El Tano se lo reprochó. Qué necesidad tenía ella de trabajar también los fines de semana. Qué necesidad tenía de trabajar. Si él aportaba lo que necesitaban para vivir como vivían y más. Empezó jugando de compañero con el Tano, como todos los sábados. Pero erró demasiadas pelotas. El Tano se fastidió, después del primer set pidió cambiar las parejas. Empezaron otro set. Sí, él entendía que una inmobiliaria, sobre todo de country, trabaja más el fin de semana que durante la semana. Cómo no lo iba a entender él, que tuvo que inventar todo ese cuento del celular perdido de Virginia para conseguir que ella lo atendiera un día de semana. Era urgente conseguir una casa donde mudarse cuanto antes, y las urgencias no entienden de días hábiles o feriados. No quería seguir viendo a los que lo criticaban o lo compadecían porque no podía controlarse. Le llenaban la cabeza a Carla, y así no iban a solucionar nada. Ellos lo iban a solucionar juntos, sin que nadie se metiera. Se lo había jurado a ella. Se lo había jurado a él. ¿Pero estaba mal querer que sábado y domingo la mujer de uno esté en su casa?, se preguntaba en medio de un saque que no pudo contestar. Ella tenía que entenderlo. Sonó un teléfono en medio de un tanto. Era el celular de Gustavo. Corrió al banco a atender. No era Carla. Cortó enseguida. Iba a entrar otra vez a la cancha pero volvió y chequeó los mensajes. El Tano se puso a practicar saques para sacarse el veneno por la interrupción. Gustavo perdió el siguiente set, y el siguiente. Los perdió él solo, aunque fueran dobles. El Tano casi no le habló. No se quedó a tomar una coca después del partido. «Estoy muy preocupado, hay algunos problemas en el trabajo.» «Se nota», dijo el Tano, de mal humor.

Entró en la casa. Fue a la cocina. Se sirvió agua helada. Dos vasos. Tomó uno detrás del otro, casi sin respirar. Volvió a llamar a Carla. El celular seguía apagado. Llamó a la oficina de Virginia. «Carla salió a mostrarle una casa a un cliente.» Carla en el auto de un cliente. Un hombre. «Sí, le digo que llamaste.»

Se duchó. El agua más caliente que lo aconsejable le dolió sobre la espalda. Almorzó. Solo. Sin vestirse, con la toalla anudada en la cintura, descalzo. Puso los platos en la pileta. Subió a vestirse. Dejó otro mensaje. «Llámame.» Abrió la puerta del vestidor de Carla, pero no entró. Se vistió. Prendió el televisor. Lo apagó. Bajó. Regó las plantas. Limpió la pileta. A más tardar a las cinco Carla estaría de vuelta. Habían quedado en que sólo trabajaría hasta esa hora. Cinco y media llamó otra vez al celular. Seguía apagado. Esta vez no dejó mensaje. Subió al cuarto. Otra vez prendió el televisor. Miró una película empezada. Le parecía que ya la había visto. Ya la había visto. Se metió en el vestidor de Carla. Recorrió su ropa, percha a percha. La olió. La acarició. Se quedó detenido en la pollera de seda marrón que se había puesto para su último cumpleaños. El de Gustavo. Era suave, olía a ella, hundió la cara en la tela. Con qué otro cliente estaría ahora. Suspiró sobre la seda marrón. La dejó. Jugó a deducir qué se habría puesto esa mañana. Faltaban los zapatos negros de taco que le había regalado para el último aniversario. Unos zapatos demasiado arreglados para subir y bajar de un auto mostrando casas. Y la camisa de liencillo blanca, la que le dejaba traslucir el corpiño. Revisó otra vez las perchas. No podía ser que se hubiera puesto esa camisa. Corrió las perchas con violencia. Otra camisa se deslizó por la madera y cayó al piso. La pisó y siguió buscando la de liencillo blanca. No la encontró. En el último estante, cerca de la ventana, el celular de Carla se cargaba en un enchufe.

Bajó y se preparó un café. Negro, muy cargado. Lo llenó de azúcar. El café se enfrió en la taza. No se puede haber puesto esa camisa y esos zapatos para mostrar casas y terrenos. Llamó a la inmobiliaria. Cortó. Si Virginia sabía y la estaba encubriendo lo único que faltaba era que lo tomara por pelotudo. Sonó el teléfono. Corrió a atender. Estaba cerca, pero corrió. Era el Tano. «¿Querés jugar mañana? Me quedé caliente con el partido de hoy.» «Bueno, dale.» «¿Te pasa algo?» «No…» «¿Seguro?» «Seguro. Mañana nos vemos a las diez.» «Esta noche nos vemos en lo de Ernesto Andrade, ¿no te acordabas?» «Sí, me acordaba.»

Cortó y subió otra vez. Entró en el vestidor. Encendió el teléfono de Carla, verificó las llamadas que había hecho ese día y el anterior. La inmobiliaria. Su propio celular. La casilla de mensajes. La guardia de Altos de la Cascada. La inmobiliaria otra vez. Un número desconocido. Lo marcó, esperó que atendieran. «Cines Village, buenos días…» Cortó. Otro número desconocido. Marcó, atendió una voz de hombre. Lo dejó decir hola varias veces, pero no la reconoció. Podía ser un cliente de la inmobiliaria, o no. Sólo sabía que era un hombre. Tal vez alguno de aquellos con los que chateaba Carla a la madrugada cuando se levantaba con insomnio, aunque ella negara que chateaba, aunque él le agarrara la mano sobre el mouse, la retorciera, y doblara su brazo sobre su espalda hasta que se quejara de dolor. Salió al jardín. Regó el pasto. Otra vez limpió la pileta; el viento había desparramado algunas hojas. Nunca le había gustado Virginia Guevara. Ronie sí, pero ella le daba desconfianza. Preguntó demasiadas cosas aquel día que le alquiló la casa. Hizo comentarios estúpidos. Mintió, no se acordaba en qué, pero sí que mintió. Como podría estar mintiendo ahora. «Le avisé que llamaste, ¿no te llamó? Es que sorprendentemente estamos con mucho trabajo hoy. Salió el sol y todo el mundo se quiere venir al country.» Salió con el auto a dar vueltas por La Cascada. Barrió todas las calles en forma horizontal y vertical, los
cul de sac
, otra vez las calles horizontales. No la encontró. Cualquiera de esos autos estacionados frente a cualquiera de esas casas podría ser el del señor al que su mujer sonriente con los zapatos de taco negro y la camisa de liencillo transparente le estaba mostrando un dormitorio. Volvió a su casa. En una esquina casi choca con Martín Urovich, pero levantó la mano y siguió. Las siete. Entró en la cocina. Fue al bar. Se sirvió un whisky. ¿Y si en lugar de estar en La Cascada mostrando casas fue al cine con alguien? Salió al jardín otra vez. Pateó una rama caída junto al camino de quebracho. Primero al cine, ¿y después? Volvió a entrar. Subió al cuarto. Revisó las llamadas entrantes del celular de Carla. Las había borrado. ¿Por qué las borró? Se sirvió otro whisky. Salió con el vaso al jardín y se tiró en la reposera. Lo bajó de un trago. Entró a buscar la botella. Todavía quedaba para tres o cuatro whiskies más. La dejó en el piso, junto a él. ¿Y después qué? Eran las siete y media, y no lo había llamado en todo el día. Ni siquiera le importa cómo estoy, pensó. Sacudió la botella sobre el vaso, cayeron dos gotas y ya no salió más. Entró en la casa y buscó otra. La abrió. Le costó abrirla. Sintió el ruido de un motor en la entrada de la casa. Se asomó por la ventana. Alguien que usaba su entrada para hacer una maniobra. Alguien. No Carla. Recordó que Carla estaba linda ese último tiempo. Más linda que de costumbre, bronceada, dura de hacer gimnasia. Con la camisa de liencillo transparente. Salió otra vez al jardín. Caminó hacia la pileta. El agua se movía con el viento, pero no habían caído más hojas. Se tiró otra vez en la reposera. Sonó el teléfono. Se levantó a atender y en el apuro tiró la botella. Corrió a la casa. «¿Los pasamos a buscar para ir a lo de Ernesto?», dijo el Tano del otro lado. «No, deja… » «¿Vos estás bien en serio?» «Sí, quédate tranquilo.» «¿Van más tarde?» «No sé.» «¿Cómo que no sabes?» «No sé, Tano, todavía no sé.»

Subió otra vez al cuarto, se metió en el vestidor de Carla. Se sentó en el piso. Se quedó mirando sus ropas, sospechó que la combinación de colores y texturas colgando de las perchas escondía un mensaje a descifrar. Habló con ellas. Por qué me hace esto. Estrujó un vestido de flores amarillas. Vació el vaso en su garganta. Yo no me lo merezco. Desabrochó una camisa negra haciendo saltar todos los botones. Agarró las perchas, cualquiera, de a dos, de a tres, y las estampó contra la pared del fondo. Los caños y los estantes quedaron vacíos, y en el medio de ese vestidor angosto, él, solo, borracho, rodeado de telas de colores y perchas. Lloró. Se arrodilló y lloró abrazado al vestido floreado. Cuando no tuvo más lágrimas, se secó la cara con el mismo vestido. Abrió la puerta del vestidor de una patada que quedó marcada en la pared y salió. Al parque. Los grillos de la noche lo aturdieron. El cielo, más lleno de estrellas que nunca, le pesaba sobre la frente. Un motor sonaba en la entrada de la casa. Pero esta vez no fue a ver, intentó levantarse de la reposera pero le llevó demasiado tiempo. El motor se detuvo. Se oyó el golpe de la puerta del auto al cerrarse y enseguida apareció Carla por el camino de listones de quebracho. Apurada. Linda. Dura de tanta gimnasia. Despeinada. ¿Por qué está despeinada? Pisaba sobre la madera para que los tacos de los zapatos negros no se le hundieran en el pasto recién regado. Primero al cine, ¿y después? No llevaba la camisa de liencillo. Llevaba otra, de color fuerte, amarilla o naranja, que la oscuridad de la noche no dejaba ver bien. «Hola», dijo. La miró avanzar parado junto a la reposera. «Se me hizo un poco tarde.» La miró avanzar. «¿Hoy tenemos lo de Andrade, no?» Gustavo avanzó hacia ella. Lento, tambaleándose un poco. «Me olvidé el celular.» Se detuvo frente a ella. Linda. Bronceada. Despeinada. ¿Y después? Ella amagó darle un beso en la mejilla, pero un instante antes de hacerlo, Gustavo, con el puño cerrado, le acertó un golpe en la mandíbula. De abajo hacia arriba.

35

El Comité de Disciplina cita a Mavi y a Ronie. No por ellos. Por Juani. Nadie menciona la droga. Ni la lista. Ni los fumancheros. La carpeta está caratulada «Exhibicionismo en lugares de uso común». Con otros dos amigos se habían bajado los pantalones frente al mástil. El sábado a la madrugada, después de una fiesta. Y había chicas, aclara el informe. «Chicas que aplaudían», dice Juani más tarde, cuando Mavi y Ronie le piden explicaciones. «Ni se te ocurra contestar eso cuando te pregunten», advierte Ronie. El Comité les tomaría declaración, y si los encontraran culpables aplicarían la sanción correspondiente. «¿Culpables de bajarnos los pantalones? ¿Entre nosotros? ¿Es una joda, o me están hablando en serio?» «Parece que no sólo estaban ustedes, porque alguien los denunció.» «Hay que estar al pedo en la vida.» «Eso tampoco lo digas cuando declares.» «¿Y qué tengo que decir?»

En una semana los citan. Los escuchan. Evalúan el caso. Si el comité los declara culpables, tiene que definir una sanción y proponer dos opciones: opción uno, suspensión, el infractor no puede hacer deporte ni usar las instalaciones comunes por el tiempo determinado; opción dos, pagar una multa y mantener el libre acceso a las instalaciones sociales y deportivas «para que el sancionado y sus amigos no anden vagando por ahí con los problemas que el ocio trae». Si se elige la opción dos, entonces, el padre paga la multa y el hijo evita la suspensión.

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