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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (17 page)

27

El día en que apareció Carla Masotta en la inmobiliaria coincidió con uno de los peores días de mi vida. Acababa de venir de una escritura, lo cual debería haberme puesto contenta ya que hacía meses que no concretaba una operación y esa comisión sería una tabla en medio de una tormenta que recién empezábamos a ver. Era el otoño del 2001. Paco Pérez Ayerra había vendido su casa, y alquilado otra a través de mi inmobiliaria. Estaba con problemas financieros, o mejor dicho su empresa estaba con problemas financieros. Había renunciado el ministro de Economía y el presidente había puesto otro que duró sólo quince días. Dio un discurso, pidió más ajuste, viajó a Chile y cuando volvió ya no tenía trabajo. El presidente lo había reemplazado por el pelado que había sido ministro de Economía del presidente anterior. Presidente de partido antagónico, ministro ya no se sabía de qué partido. Si vuelve el pelado a lo mejor las cosas cambian, porque afuera le tienen mucha confianza, me acuerdo que me dijo Paco, pero por las dudas prefirió no tener bienes registrables contra los que alguien pudiera accionar llegado el caso. Con ese argumento, «caso de fuerza mayor», insistió en que no correspondía que pagara comisión él sino sólo el comprador de su casa, cosa que por supuesto no acepté. «Yo trabajo de esto, Paco.» «Y yo qué culpa tengo», me contestó. Finalmente, de mala gana, los dos aceptamos una rebaja de mi comisión a la mitad. Pero lo que terminó de minar mi humor no fue esa quita sino que mientras contaba los billetes y anotaba la numeración de los dólares que iba recibiendo, Paco separaba a un costado los más viejos, los rotos, los sucios, hasta completar el importe de lo que me debía. Y con esos billetes me pagó. «Bueno, ¿todo aclarado, entonces?», dijo Nane, «no podemos permitirnos malos entendidos entre nosotros por cosa de dinero, ¿no?». Y yo le contesté: «Todo aclarado, Nane», mientras guardaba los billetes sucios de su marido en la cartera.

Carla entró decidida, pero se la notaba nerviosa. Se sentó delante de mí mientras yo terminaba una conversación telefónica, sin sacarse los anteojos negros. Yo hablaba con Teresa Scaglia, todavía no sabía para qué me había llamado porque daba vueltas sin decir nada. «Sí, acaba de entrar alguien, pero decime, no hay problema.» Teresa prefirió cortar. «Te hablo cuando estés más tranquila», dijo. Carla, mientras se movía en la silla, hamacaba una pierna cruzada sobre la otra y movía el escritorio involuntariamente. «Como prefieras», dije y corté. Miré a Carla, le sonreí. «Soy casi arquitecta», me dijo. Y yo tontamente dije: «Mira qué bien», porque no sabía a qué venía ella ni su comentario y no quería incomodarla más de lo que estaba. «Necesito trabajar, necesito salir de mi casa, tener un proyecto.» No dije nada. «Necesito que me des una mano», completó antes de que se le quebrara la voz. Sonó el teléfono. Atendí, era otra vez Teresa. «No, no se fue la… clienta… pero decime si es importante.» No quiso, otra vez prefirió llamar más tarde. Volví a Carla, le pedí disculpas. «¿Y yo cómo te puedo ayudar?» «Pensé que podría colaborar con vos en la inmobiliaria.» Que me planteara eso en un año en que el mercado inmobiliario estaba prácticamente parado, si no fuera por operaciones como las de Pérez Ayerra, me hizo pensar que Carla estaba más desconectada del mundo exterior de lo que ella misma sospechaba. «Mira, la cosa está muy dura, no sé si estás al tanto de cómo viene este mercado.» «No tengo mucho para ofrecer, por eso es que no ofrezco, pido…», lloraba detrás de los anteojos, «estoy pidiendo, y me cuesta, pero alguien me tiene que ayudar». No sabía qué decir, de verdad que no tenía resto para tomar a nadie. «Sin sueldo, no me importa cuándo me pagues, cuánto me pagues, ni siquiera me importa que me pagues. Podemos llegar al arreglo que quieras. Pero necesito trabajar.» Carla se sacó los anteojos y me mostró su ojo negro. «Gustavo…», no terminó la frase porque otra vez se le quebró la voz. No supe qué decir, y antes que lo supiera sonó el teléfono. Otra vez era Teresa y otra vez el día se fue para otro lado. «Sí, sí, decime, decime, Teresa», mentí que estaba sola, era mejor escucharla y terminar de una vez a que sonara el teléfono cada cinco minutos. «Yo sé que no es un tema para hablar por teléfono, pero tengo un nudo en el estómago desde que me enteré de esto…» «¿De qué?», dije pero no me escuchó. «…y yo hoy no estoy por Los Altos en todo el día, y mañana…, ¿viste que mañana se juega la Copa Challenger en…». «Está bien Teresa, no te preocupes, decime.» «Júrame que te lo vas a tomar con calma.» «Habla.» «Juani figura en la lista de Chicos en Riesgo.» «¿Qué lista?» «De Chicos en Riesgo.» «No entiendo.» «Una lista que hace la Comisión de no sé qué con la información que le pasan los vigiladores.» «¿Los vigiladores le pasan información a quién?» «A ellos, y ellos al Consejo, por eso lo sé, porque alguien del Consejo, que no me preguntes por favor quién es, se lo dijo al Tano confidencialmente y yo te lo tengo que decir, Vir, porque con qué cara te miro yo si no te lo digo.» Cada vez entendía menos. Carla frente a mí se sonaba los mocos con un pañuelo de papel. «Si hubiera sido al revés yo habría querido que vos me lo dijeras.» «¿Que te dijera qué?» «Que alguno de mis chicos está en la lista.» «Teresa, me decís de una vez por todas qué es esa lista, y qué son esos chicos en riesgo.» «Drogadictos, Vir, Juani está en una lista de drogadictos.» Me quedé dura. «Hola, hola… ¿estás? Yo sabía que tenía que esperar y decírtelo en persona. Contéstame, Vir, no me dejes así que estoy a kilómetros de La Cascada… Vir…» Le corté. Me quedé frente a Carla Masotta en silencio, sin hacer un solo movimiento, petrificada. Sonó el teléfono. Levanté el tubo y lo estampé con violencia sobre la base. Volvió a sonar. Lo dejé que sonara hasta que se calló. Otra vez sonó. Carla se levantó y lo desenchufó. «¿Qué pasa?» «Mi hijo… está en una lista…» «¿Lista de qué?» «Una lista», repetí. Ella me esperó hasta que pude articular una oración completa. «Una Comisión hace una lista con todos los chicos que se drogan», me encontré diciéndole sin saber por qué se lo decía. A ella, con quien casi no tenía trato, una mujer que no era mi amiga, a la que su marido le pegaba hasta dejarle un ojo negro. Alguien que casualmente había entrado en mi oficina el día en que Teresa me decía por teléfono que mi hijo figuraba en una lista que yo no conocía. «¿Y tu hijo se droga?», me preguntó. «No sé.» «Pregúntaselo.» «¿Qué me va a decir?» «¿No le crees?» «Estoy confundida.» Nos quedamos un rato en silencio. «¿Y es legal?», me preguntó. «¿Qué cosa? ¿Drogarse?» «No, hacer ese tipo de listas», dijo y se paró a servirme un vaso de agua. «¿La Comisión tendrá Lista de Maridos que les Pegan a sus Mujeres?», preguntó. «No creo», le contesté, y las dos nos reímos en medio de nuestras propias lágrimas.

28

Finalmente los Insúa se separaron. Carmen Insúa fue una de las pocas mujeres que luego de separarse siguió viviendo en Altos de la Cascada. No era fácil quedarse. La primera incomodidad que apareció después de la separación fue sentirse desubicada en reuniones y salidas adonde todos íbamos en pareja. Pero la incomodidad más profunda apareció más tarde. Porque al mudarse a Altos de la Cascada, Carmen, como otras, se había alejado de un mundo que siguió transcurriendo en otra parte, y al que sólo la unía el relato que su marido tejía al volver a casa. No es que nunca más hubiera ido a la ciudad, pero lo hacía como turista, visitando un lugar que no le pertenecía, como espiando detrás de una cortina. Cuando no hay marido que regrese trayendo a casa victorias o derrotas de aquel otro lugar, se acaba la ilusión de que la mujer también es ciudadana de ese territorio. Entonces se presentan dos opciones: salir otra vez a completar el mundo sesgado, o renunciar a él. Y Carmen Insúa, todos creíamos, había optado por la renuncia.

Lo primero que temimos cuando nos enteramos de que Alfredo la había dejado fue que su problema con el alcohol se agudizara, pero misteriosamente, ahora que encontrábamos justificativos para que se hubiera dejado llevar por la bebida y nos compadecíamos de ella, Carmen dejó de tomar. Dicen que lo primero que se llevó Alfredo de la casa fueron los vinos de su bodega, pero tal vez no para protegerla a ella sino a sus botellas, que podrían haber terminado estampadas contra una pared.

Al principio la mayoría de los habitantes de Altos de la Cascada nos solidarizamos con ella, la visitábamos, la invitábamos a nuestras casas e intentábamos, tal vez tercamente, incluirla en programas absurdos. Como la fiesta de disfraces en la casa de los Andrade, donde Carmen terminó llorando en un rincón detrás de su careta de Cleopatra mientras todos bailaban el «Aserejé». O el fin de semana largo que los Pérez Ayerra se empecinaron en que fuera con ellos en su barco a Colonia Suiza, sabiendo que ella vomitaba en cuanto abandonaba tierra firme.

Alfredo Insúa la había dejado después de veinte años de matrimonio y varios de infidelidades estoicamente soportadas por ella, sola, con dos hijos mellizos adolescentes que en cuanto terminaran el colegio también la abandonarían. La dejó por la secretaria de su socio, para no ser tan obvio. Todos empezamos diciendo «qué hijo de puta, Alfredo». Pero pasaron las primeras semanas y algunos maridos que se seguían encontrando con él por negocios, un día replicaron «hay que escuchar las dos campanas». «Hay que bancarse una borracha en la casa.» «A lo mejor se emborrachaba para soportar las cagadas de Alfredo.» «¿Qué cagadas?» Al poco tiempo Alfredo volvía a Los Altos a jugar al golf o al tenis con alguno de nosotros, o a eventos en alguna casa donde ese día nos cuidábamos de no invitar a Carmen. A los dos o tres meses de la separación sólo las mujeres decían «qué hijo de puta, Alfredo», mientras que los hombres callaban. Hasta que un día no lo dijo nadie. Y otro día, en ruedas de hombres, mientras fatigaban una pelotita de golf o tomaban algo después de un partido de tenis, se empezó a escuchar: «Qué bien la hizo Alfredo». Fue poco tiempo después de que presentó a su nueva mujer en sociedad, una chica de menos de treinta años, agradable, linda, simpática, «y con un par de tetas que rajan la tierra», bromeó alguno de nosotros. La llevó un fin de semana a Colonia, en el barco de los mismos amigos donde Carmen había vomitado unos meses atrás. Y la nueva no vomitó. A partir de ese viaje, Alfredo y su nueva pareja aparecieron cada vez más seguido en las reuniones de La Cascada, mientras Carmen se recluía en su casa. Hasta que casi no se la vio.

Fue entonces cuando todos empezamos a hablar de la depresión de Carmen. «No sé si no era mejor cuando tomaba.» Y Alfredo logró sin demasiado esfuerzo y con la excusa de la depresión que los chicos se fueran a vivir con él. Carmen quedó en esa casa sola. Una casa tan grande como siempre había sido, pero vacía de muebles, vacía de cosas en la heladera, vacía de voces y peleas. Regaló vajilla, cubiertos, varios muebles. Dicen los pocos que volvieron a entrar en su casa que en el living lo único que quedaba era un cuadro amarillo de una mujer desnuda en una canoa. Algunos temimos que si Carmen cometía una locura, recién nos enteraríamos cuando la casa despidiera olor a podrido. Porque las mucamas también la abandonaban. Más rápido que antes. Aunque Alfredo, que pasó a ser «pobre Alfredo», siempre mandaba a otra que le garantizara que no recibiría una noticia inoportuna.

Hasta que un día apareció Gabina. Gabina había trabajado con ellos en los primeros años de matrimonio, una paraguaya ancha, robusta y eficiente. Carmen no la habría despedido nunca, pero a Alfredo, cuando se mudaron a Altos de la Cascada, le empezó a fastidiar su aspecto. «No le pega a esta casa», decía. Y como Carmen se negó a despedirla después de tantos años de fidelidad, Alfredo exigió que cuando invitaran gente contrataran a una persona «con mejor look» para servir la mesa. Nadie le daba explicaciones a Gabina, y ella no las necesitaba. La enemistad entre empleada y patrón fue creciendo hasta que se hizo insostenible. Gabina renunció sin que la echaran, pero se dio un gusto antes de irse, lo miró a Alfredo y dijo: «Usted es un sorete, y la mierda se le va a venir en contra». Alfredo prohibió la entrada de «esa paraguaya a La Cascada a trabajar a la casa de quien sea», así que Gabina se tuvo que buscar trabajo por otro lado. Y ya no se supo de ella, excepto por el llamado que todas las Navidades le hacía «a la señora».

Cuando Gabina, después de la primera Navidad que Carmen pasó sola, intentó entrar otra vez en la casa, el encargado de seguridad lo consultó a Alfredo, aunque bien sabía que él ya no vivía más allí. Lo llamó a su celular. «Nobleza obliga», le contestó el encargado cuando Alfredo agradeció el llamado. Pero el hartazgo que le producían los problemas de su ex mujer era más fuerte que su enojo con Gabina y accedió con tal de que alguien «me saque esta mochila».

Lo primero que hizo Gabina fue abrir las ventanas. Y cuando abrió las ventanas entró la luz y se empezaron a ver la mugre, el polvo y las imperfecciones que ella misma se fue ocupando de arreglar una a una. Todos nos sentimos más relajados al saber que alguien cuidaba de Carmen. Y, liberados de la culpa, nos olvidamos todavía más de ella.

Estuvo otra vez presente en nuestras conversaciones el día en que volvió a salir. Salía a caminar por las calles de Altos de la Cascada con Gabina, iba al supermercado con Gabina, Gabina la acompañaba a la farmacia, a la peluquería. Y todos nos seguimos alegrando. «Se la ve mejor, pobre», era todo lo que decíamos de ella.

Pero una tarde Carmen se sentó con Gabina a tomar un café en el bar del tenis. Y Gabina no llevaba uniforme sino su ropa, una ropa que no llevaría ninguna socia de Altos de la Cascada. Y un sábado las vieron almorzar juntas en el restaurante del golf. Se reían. A Paco Pérez Ayerra le molestaron las risotadas de Gabina y se quejó con el mozo. «Che, ¿las domésticas pueden comer acá?» Y nadie encontró por escrito alguna norma que lo prohibiera, por lo que empezaron a tratar el tema en las reuniones del Consejo de Administración.

Fue más o menos para esa época cuando se empezó a escuchar: «¿Qué hacen éstas todo el tiempo juntas?, ¿Serán…?». «Ay, salí, no seas asqueroso», le contestó Teresa Scaglia a alguien que se le acercó a decírselo al oído mientras Gabina y Carmen pasaban trotando una mañana. «Si no hacemos algo, en cualquier momento nos encontramos con la paragua en el sauna del gimnasio», dijo Roque Lauría en una reunión de Consejo.

La noche en que Carmen y Gabina fueron a ver una película al auditorio, Ernesto Andrade llamó finalmente a Alfredo. Alguien jura que cuando Carmen lloró, Gabina le agarró la mano. «No te queríamos molestar, pero esto no da para más, viejo.» Entonces Alfredo prohibió otra vez que Gabina entrara a Altos de la Cascada. El problema era que esta vez Gabina ya estaba adentro. Se presentó el jefe de seguridad a hablar con Carmen. «¿Qué ley dice que ella tiene que salir de mi casa? ¿Tiene orden de algún juez?» «Tengo orden de su marido.» «Mi marido es el que tiene prohibido el ingreso a esta casa», dijo, y cerró la puerta. «Se volvió loca», empezaron a decir todos, «sin duda Alfredo, con los contactos que tiene, va a conseguir una orden judicial, un juez, algo. Pobre Alfredo».

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