En Altos de la Cascada, años atrás, cuando todavía el lugar funcionaba más como club de campo de fin de semana que como vivienda permanente, existía una disposición que limitaba a un diez por ciento el porcentaje de los integrantes de cualquier colectividad que quisieran comprar una casa o un lote. Cualquier colectividad. Dicen que hasta el mismo Julio Urovich estaba en el Consejo cuando se aprobó la disposición, yo nunca me atreví a preguntárselo. O sea que si la cantidad correspondiente a una colectividad específica sobrepasaba el diez por ciento, el próximo interesado de ese grupo en ingresar en Altos de la Cascada debía ser rechazado. El objetivo explícito era que el club no se convirtiera en el «reducto exclusivo» de ninguna colectividad predominante. Pero, de hecho, los únicos casos rechazados por aquella época fueron judíos. Nunca se llegó, ni por asomo, al diez por ciento de negros, de japoneses, ni de chinos, por nombrar colectividades con portación de cara. Y no creo que a nadie le hayan preguntado si era musulmán, budista o anglicano. Al menos yo no. Pero vaya uno a saber por qué, en algún momento de la historia de Altos de la Cascada esta disposición se derogó. «¿Estás segura que se derogó?», insistió Lilita. «¿Cómo no avisan esas cosas? ¿Y no hay acá un comité de selección o algo así? Debería haber. No te digo solamente por los judíos. A mí no me gusta discriminar, te digo en general, porque sería bueno poder elegir un poco la gente. Esto no es una propiedad horizontal donde te cruzas en el ascensor y nada más. Acá compartís muchas cosas, hay una actitud más integradora y a mí no me gusta que me obliguen a integrarme con gente de la que yo naturalmente no sería amiga. ¿Me entendés? No digo que sean buenos ni malos, pero no es la gente que yo elijo. Y yo tengo derecho a elegir, ¿o no? Este es un país libre.» Esperó que dijera algo, pero, ante mi silencio, siguió. «Yo estoy segura de que en otros clubes hay algún tipo de mecanismo de selección. Aunque no te lo blanqueen; ellos te dicen que es una selección natural, pero no. Anda a buscar en los padrones a ver si encentras un Isaac o una Judith.»
«Un Isaac o una Judith.» Acá tenemos a Julio Urovich y su descendencia, a la mujer de Paladinni que creo que se llama Silberberg, a los Liberman, y a los Feigelman. Pero es cierto, en otros clubes no. Tengo amigas, colegas de otras inmobiliarias, que trabajan en esos otros barrios que dice Lilita, ellas me cuentan. Cuando se presenta en la inmobiliaria un matrimonio con apellido judío lo primero que intentan es desalentarlo para ahorrarse todos, los que quieren comprar y ellas, un mal rato inevitable. Lo pasean por delante de la capilla del barrio, aunque no esté de camino, le cuentan que todos los chicos van a tal o cual colegio católico, le muestran casas incomprables, o fuera de su presupuesto. Si hace falta, terminan diciendo frases del tipo «este es un club laico, obviamente, pero las familias que vienen son en su gran mayoría católicas». Se complica cuando el cliente es un matrimonio mixto y es la mujer la que pertenece a la colectividad judía; la cosa suele pasar inadvertida hasta el día del boleto. Entonces mis colegas gastan a cuenta de las comisiones, festejan, se ufanan, y cuando van a cerrar los papeles y aparece el nombre de la mujer, se enteran de que perdieron lo que nunca habían tenido. Y tienen que optar entre seguir adelante y que finalmente le rechacen la compra con rodeos de distinto tipo, o enfrentarlos con la verdad impúdica. Casi nadie opta por la verdad, y esperan que los acontecimientos decanten solos ante la versión oficial del rechazo, que es siempre ambigua e inimputable. Asegurarse de antemano un ciento por ciento es imposible. Quién se atrevería a preguntarle a un posible cliente «disculpe, señor, ¿su señora es judía?». A veces hay indicios que ayudan para un lado o para el otro: cruces de plata, rosarios vascos, determinados nombres elegidos para los niños, cantidad de hijos, escuela donde piensan anotarlos. Y siempre hay gente con un sexto sentido para estas cosas, cazadores, como Lila Laforgue. «Litman, no Pitman… con ele… de Laura», me corrigió la señora Ferrere el día del boleto. «Laura Judith Litman», completó.
Escribí Litman sin levantar la cabeza. Sentí que un calor me subía por la cara mientras se repetía en mi cabeza, involuntariamente, «ni un Isaac, ni una Judith». Calor de verdad impúdica. «Estoy muy contenta de venirnos a vivir a Altos de la Cascada», me dijo y tuve que mirarla. Me sonreía.
Unos meses más tarde me volvió a llamar Lila Laforgue. «Te dije que eran paisanos.» «¿Ah, sí?», me hice la desentendida. «Lo vi al nene bañándose en la pileta, desnudo. Tiene el pito cortado.»
La llaman a comer cien veces. Pero no baja. Ramona no baja, porque ella se llama así, aunque se lo hayan cambiado por Romina. No en el documento, ahí no pudieron. Pero hasta la anotaron en el colegio así. Romina Andrade. Todos le dicen Romina. Menos Juani, porque ella se lo pidió. Le contó que cuando nació le pusieron Ramona, su mamá, de quien casi no puede recordar la cara. Juani le dice Rama, una mezcla, para que «mamá», la que ahora la obliga a llamarla así, no se dé cuenta. Se ve que le gusta llamar a las cosas por lo que no son, piensa Romina. Ni yo soy Romina ni Mariana es mi mamá. Las dos lo saben, aunque Mariana la obligue a contestar «sí, mamá», o «no, mamá». Ni siquiera le permite contestar como todos los chicos «sí», o «no», o mover la cabeza. Mariana terminó consiguiendo la respuesta completa a fuerza de cachetazo. Pero el cachetazo no es lo que más le duele. Le duele más que le haya robado a Pedro. Pedro ya no sabe quién es Ramona. Tampoco quiere que ella le cuente nada de lo que se acuerda, hasta le molesta. «No me mientas más, nena», le dice, y sale pateando su pelota de rugby. Y ella lo quiere igual, más que a nada en el mundo, aunque él no sepa quién es.
Si Romina llevara un diario no lo escribiría todos los días, de eso está segura. Un diario diario sería la muerte de aburrido, piensa. Hay días en que en este lugar (y mi vida transcurre en este lugar) no pasa nada: «me levanté, desayuné con la mujer que me adoptó, que se iba a un torneo de tenis, me contó que llevaba dos raquetas por si le saltaba el encordado con su potente
passing shot
, tuve dos exámenes, una hora libre, me indispuse en el tercer recreo, volví a casa con la mamá de Valeria, que jugó el torneo con la que se dice la mía (le saltó nomás el encordado) pero volvió antes porque quedó eliminada en cuartos de final, miré tele, mi hermanito me rompió las bolas, cené sola en mi cuarto, me fui a dormir, fin.» Nadie puede perder el tiempo escribiendo la nada. Eso no quiere Romina. La nada. Romina no sabe qué quiere, pero eso no. «La nada que la escriba otro.» Y a sus catorce años, o quince, el juez nunca supo bien su fecha real de nacimiento, ya tiene claro que no es lo mismo contar que vivir. Es más difícil contar. Vivir se vive y ya. Para contar hay que ordenar y a ella le está faltando eso, ordenar, por dentro, las ideas, lo que le pasa. El cuarto por suerte se lo ordena Antonia. Pero en el resto de su vida siente que todo está mezclado. Se siente parada sobre una bomba de tiempo. Y una bomba de tiempo algún día estalla.
Anoche casi estalla. Fue a una fiesta en el country de Natalia Wolf. A dos puentes de Altos de la Cascada. Tomó cerveza, mucha cerveza, toda la cerveza. A las cuatro de la mañana vomitó. Varios vomitaron, no fue la única. Juani no, se había ido temprano. Llamó a Carlos, el remisero «de confianza», el único al que «mamá» la deja llamar. Carlos la tuvo que subir al auto. No era la primera vez. Romina iba en el asiento de atrás, hacía calor y el olor a vómito la volteaba. Le pidió a Carlos que prendiera el aire, no funcionaba, se sacó la camisa, «total un corpiño es como una bikini», pensó. Tiró la camisa por la ventana para que no siguiera dando olor. Se miró. «Más grande que una bikini en este caso», pensó. «Y el tipo mira para adelante, y a quién le importa si tengo dos tetas que no existen.» Se quedó dormida. Cuando llegaron a las rejas de entrada, el guardia se asustó y llamó a su padre. Le dijo que estuviera atento, «la señorita Andrade ingresó al country y va en viaje a su unidad, desnuda y, aparentemente, drogada». «No me drogué», les dijo Romina cuando Mariana y Ernesto la increparon. «El guardia dijo que entraste drogada y desnuda.» «En corpiño sí, drogada no.» «El guardia dice que sí.» «El guardia es un pelotudo que nunca vio de cerca un porro.» Ernesto le dio un cachetazo. Tambaleó. Pero no estaba drogada. Había tomado mucha cerveza. Eso sí. Pero ella no se droga. Fumó dos o tres veces marihuana, pero la última le había pegado mal, y no volvió a probar. Con la cerveza alcanza, no necesita más. El gin también le gusta. Menos, pero le gusta. Sobre todo el que esconde Ernesto en el dressoir del living. Vodka, a veces, muy pocas veces. Otra cosa no.
La llaman a comer otra vez. Antonia le dice que baje, que «mamá está furiosa». Y «mamá» furiosa mete miedo.
Un tiempo después de haberse mudado a Altos de la Cascada, Carla aceptó la sugerencia de Gustavo y se anotó en el curso de Bellas Artes que se dictaba en el house del club, los miércoles a las dos de la tarde. Gustavo venía insistiendo desde hacía un tiempo. No le preocupaba que su mujer desarrollara ninguna habilidad especial para la pintura, que por otra parte no tenía, sino que lograra integrarse, «hacer amigas para ir armando una vida social nueva», según sus propias palabras. Una vida social diferente de aquella de la que venían huyendo. El Tano le había pasado el dato del curso. Carla hubiera preferido ir a la Capital y terminar su carrera inconclusa, arquitectura, pero Gustavo no estaba de acuerdo. «Vas a hacer un sacrificio tremendo, a vos siempre te resultó muy difícil la carrera. Y cuando tengamos el primer hijo largas todo, yo te conozco.» Ella sabía que el hijo era una promesa que él no podía hacerle. Pero terminar la carrera era una promesa que ella tampoco estaba segura de cumplir.
Mientras Carla apenas si conocía a dos o tres mujeres de amigos de Gustavo, él ya estaba totalmente integrado. Para Gustavo era más fácil, le gustaba el deporte, y eso en Altos de la Cascada allana el camino a la amistad. También los hijos allanan el camino. Pero hijos no había. Carla era muy distinta de Gustavo. Tímida, retraída, casi temerosa de los demás. Varias veces conocidos de Gustavo intentaron integrarla invitándola a distintos eventos, pero ella siempre encontraba una excusa. Le quedaban sólo dos amigas de su época del colegio, una vivía en Bariloche y la otra no sabía dónde, porque desde que Gustavo había discutido con violencia con su marido ya ni se acordaba por qué, no habían vuelto a verse. Y los demás, siempre fueron relaciones de Gustavo. La tendencia a la reclusión de Carla se acentuó después de que perdieron un embarazo de cinco meses, la vez que más duró un hijo dentro de su cuerpo, y de lo que ninguno de los dos quería hablar.
El miércoles a las dos de la tarde Carla partió hacia su primera clase de pintura. La profesora, Liliana Richards, que también vivía en Altos de la Cascada, le presentó al resto del grupo. Parecía que se conocían de toda la vida, aunque con el tiempo Carla supo que la mayoría de ellas no llevaba en La Cascada más que dos o tres años. A algunas de las mujeres las conocía de vista. Las debía haber cruzado en la proveeduría, o en el restaurante del house, ya que otros lugares del barrio ella no frecuentaba. Con algunas creía haber estado cenando una noche, en casa de los Scaglia. Liliana hizo para Carla una breve introducción sobre las técnicas que estaban aplicando, y se encargó de aclarar que lo que se hacía en su taller no eran «pátinas, ni decoupage, ni esténciles, ni ninguna de esas técnicas menores». En su taller se hacían «cuadros». Y a Carla le sorprendió la palabra utilizada. Carmen Insúa interrumpió: «Ah, hablando de cuadros, tenés que venir a ver el Labaké que me compré, Lili».
Cuando terminó la clase, una de las mujeres se ofreció a llevarla hasta su casa. Carla era la única que había ido a pie. Su casa estaba a unas pocas cuadras y le hubiera gustado hacerlas caminando, pero le pareció descortés rechazar el ofrecimiento. Su compañera le pidió disculpas por cierto desorden que había en el auto, y le contó que tenía tres hijos, y que en cualquier momento se decidiría a tener el cuarto. «¿Y vos? ¿Cuántos tenés?» «No, nosotros todavía no tenemos», dijo Carla. «Bueno, no esperes tanto que una nunca sabe cuánto trabajo le va a dar quedar embarazada», sentenció.
El miércoles siguiente Carla empezó a dibujar sobre la tela. Al fin estaba entusiasmada, en pocos días Gustavo cumpliría años y pensó que su primer cuadro sería un regalo muy significativo para él. La profesora dijo que en una primera etapa dejara salir lo que quisiera. Y Carla sólo pudo dibujar rayas. El miércoles siguiente también fueron sólo rayas. Unas rayas negras, de distintos grosores, que sus compañeras miraban sin hacer comentarios. A su lado, Mariana Andrade pintaba un bodegón. Era una mesa iluminada sobre la que había un mantel, una jarra volteada de la que no chorreaba ningún líquido, unas manzanas, una botella, algunas uvas. A Carla le sorprendió que alguien pudiera dibujar una manzana tan parecida a una manzana. Dorita Llambías, que hasta ese momento trabajaba sobre su tela aparentemente ajena a lo que hacía su compañera, dijo: «¿Qué estás copiando hoy, Mariana, un Lascano?». Mariana la miró con fastidio y recién entonces Carla vio la lámina que tenía sobre el regazo y que le servía de modelo. Liliana se acercó a la lámina. «Eso no es un Lascano. Es una mala copia.» Carla sintió algo de pudor por haber pensado que la manzana de Mariana era tan perfecta, cuando para la profesora ni siquiera el modelo copiado lo era. Dorita la llamó desde su caballete. «Carla, a ver, vos que no conoces mis cuadros anteriores, decime qué te parece esto.» Carla se acercó y vio una especie de llanura, a la que para su gusto se le notaban demasiado las pinceladas, con un cielo lleno de nubes, a las que también se le notaban demasiado las pinceladas. Entre las nubes podían adivinarse formas de pies y manos de distintos tamaños. Lo dijo así, tal como lo veía. «Sí, es fatal, siempre me aparece lo mismo. A mí me sale todo para el lado del surrealismo. Porque no necesito copiar, ¿entendés?»
Carla entendió y volvió a sus rayas. Se quedó mirándolas. Se preguntó qué serían, y por qué le salía eso de adentro, y no pies y manos envueltos en nubes. No sabía siquiera si lo que pintaba tenía algún valor estético. Liliana le había dicho que por el momento no se preocupara por eso. Pero le empezaba a parecer que en realidad sí importaba y que estaba teniendo con ella una descarada consideración de principiante. Pensaba en esto cuando Mariana dijo: «Yo que vos, intento por el lado de los bodegones. O de las naturalezas muertas, o las frutas, algo por el estilo. No conozco tu casa, pero dudo que esto pegue con tu living». Se acercó y agregó en un tono más bajo: «Fíjate lo de Dorita, mucho surrealismo, mucho surrealismo, pero lo que hace no lo podes colgar ni en el baño».