Miré a mi marido y a mi hijo, uno junto al otro. «¿Qué vamos a hacer?», pregunté. «Lo que teníamos que hacer ya está hecho», contestó Ronie. Pero Juani nos miró: «¿Y si esa no fuera la verdad?». No entendimos. «Suban, tengo que mostrarles algo», dijo.
Ayudamos a Ronie en la escalera. En el cuarto de Juani estaba Romina, sentada en el marco de la ventana, esperándonos. No sabía que ella estaba ahí. Tenía la filmadora digital de su padre. Juani nos pidió que nos sentáramos en la cama. El televisor estaba encendido, un noticiero informaba el inminente ataque de los Estados Unidos al país que suponía responsable del atentado a las Torres. «Nuestros militares están listos y nos harán sentir orgullosos», dijo en la pantalla su presidente. Juani acercó la cámara de video al aparato. En segundos desenchufó cables, enchufó otros, apretó botones y logró que la imagen filmada apareciera en la televisión y desapareciera la de aquel presidente. Romina hacía de asistente alcanzándole los cables necesarios. Yo estaba tan sorprendida por la destreza tecnológica de mi hijo que al principio no me di cuenta de qué nos estaban mostrando. A mí, hacer esa conexión, me habría llevado el día entero, suponiendo que lo hubiera logrado. Ronie se agarró la cabeza y su expresión, con la mirada clavada en la pantalla del televisor, me hizo ver la imagen que yo también tenía ante mis ojos. Era una filmación algo oscura, pero no había duda de que era la pileta de los Scaglia.
Estaba filmada desde arriba, como si quien llevara la cámara se hubiera trepado a algún lugar. «Nos subimos a los árboles», dijo Juani, y entonces me di cuenta de que esas sombras que molestaban eran hojas. Martín Urovich ya estaba dentro del agua, se dejaba flotar, hacía la plancha agarrado a un flota-flota. Con una mano se agarraba del flota-flota y con la otra del borde de la pileta. El Tano acomodaba un equipo de música cerca de la escalera, sobre el piso de Travertilit. «El equipo de música», me dijo Ronie y los dos sabíamos de qué se trataba. El alargue venía arrastrando por el piso desde algún enchufe de la galería. El Tano pasó la palmeta con la que se sacan las hojas de la pileta por debajo del cable, la enroscó, y dejó el extremo del mango muy cerca del borde. Muy cerca de él. Gustavo estaba sentado al lado, con los pies dentro del agua. La distancia no permitía asegurar que estaba llorando, pero la posición de su cuerpo, un leve temblor, ciertos espasmos casi imperceptibles, eran claras señales de que lo hacía. Cuando el Tano terminó de acomodar todo, se metió en el agua, bebió de una de las tres copas que estaban en el borde de la pileta. Una rama se movió y tapó un instante la lente de la cámara. Enseguida apareció otra vez el Tano, le hablaba a Gustavo, no escuchábamos qué decía. Pero Gustavo negaba con la cabeza. El Tano hablaba cada vez más enérgicamente y frente a la negativa del otro lo agarró con fuerza de un brazo. Gustavo se deshizo de él. Otra vez lo quiso agarrar y Gustavo se deshizo otra vez. El Tano lo retó como a un chico, no se oía, pero sus gestos eran inconfundibles. Gustavo se quebró, lloró con los codos apoyados en los muslos y las manos tapándose la cara. Ya no era imperceptible su llanto. Movía su cuerpo arriba y abajo al compás de los suspiros entrecortados. Entonces el Tano se le colgó del cuello, lo tiró a la pileta, e inmediatamente, casi como parte de un mismo movimiento, empujó el alargue del equipo con la palmeta. Urovich seguía flotando. Gustavo asomó en la superficie a pesar de que el Tano intentaba sumergirle la cabeza adentro con su mano libre. Pero Gustavo era más fuerte y más joven que el Tano y pudo deshacerse de él otra vez, y tratar de llegar al borde. Se agarró del borde. Fue tarde, no alcanzó a salir. El Tano, con la otra mano, la que no había tirado a Gustavo ni había sostenido su cabeza dentro del agua, sumergía la punta del alargue vacío junto a él para que la electricidad inundara el agua. Los cuerpos se pusieron tensos, y luego se hundieron. El agua se agitó. Y fue la oscuridad total. Todas las luces externas de la casa de apagaron y la música se detuvo. Entonces la cámara empezó a devolver imágenes enloquecidas, muy oscuras, apenas visibles, pero más cercanas, las hojas del árbol del que Romina y Juani bajaban, el piso bajo sus pies en carrera. «¿Qué hacemos?», se escuchaba la voz de Romina en la cinta. Otra vez el piso oscuro, ruido de carrera, respiración agitada. Fondo negro.
Ronie y yo nos quedamos quietos, sin qué decir. Juani y Romina esperaban. «¿Podríamos haberlos salvado?», preguntó Juani. «Lo mató», dijo Ronie, con estupor. «¿Podríamos?», insistió mi hijo. Miré a Ronie. Sabía lo que se estaba preguntando y me apuré a decir: «Nadie habría podido». Ronie miró a Romina. «¿Tu padre vio esto?» «¿Para qué?», dijo ella, «lo ocultaría igual que el suicidio, la viuda de un asesino tampoco cobra seguro». Otra vez quedamos en silencio, ninguno de los cuatro se animaba a decir lo que pensaba. «¿Qué se hace ahora, papá?», preguntó al rato mi hijo: «¿Ir a la policía?», tanteó. «No nos lo van a perdonar nunca», se apuró a decir Ronie. «¿Quiénes?», preguntó Juani. «Nadie», le contestó. «¿Nadie quiénes?», insistió Juani. «Nuestros amigos, la gente que nos conoce», contesté yo. «¿Tanto importa?», preguntó mi hijo. «Tengo miedo de lo que nos pueda pasar», le respondió su padre. «Lo que nos tenía que pasar ya nos pasó, papá», dijo Juani y se le llenaron los ojos de lágrimas. Romina dio un paso y quedó pegada a él, tocándolo con todo el cuerpo. «Entonces, ¿qué hacemos?», dijo otra vez. «No sé», respondió Ronie. Juani me miró, esperaba que yo dijera algo. Los ojos de Juani, húmedos, clavados en los míos. Bajé la mirada, me sentí huérfana, sola. Viuda sin serlo.
«No sé», volvió a decir Ronie. Y Juani le dijo: «¿No sabes? Hay veces en que uno sí o sí tiene que saber. Sabes aunque no quieras. Estás de un lado o del otro. No hay otra. De un lado o del otro».
Ronie no pudo decir nada. Entonces dije yo. Le pedí a Juani que ayudara a su padre a bajar la escalera. Romina nos siguió. Lo subimos a la camioneta. Entre los tres. Extendí con cuidado su pierna enyesada y la volví a doblar antes de cerrar la puerta. Di la vuelta y me senté al volante. Miré a Ronie, tenía la vista perdida en algún lugar, adelante. Ni él ni yo estábamos convencidos de lo que estábamos por hacer, pero Juani sí, y que fuera solo no me dejaba tranquila.
Miré por el espejo retrovisor, Juani llevaba la cámara colgada del cuello y tenía a Romina agarrada de la mano. Giré la llave y el motor se encendió, moví la palanca de cambios y nos pusimos en marcha, hacia la barrera. Mirar a los costados me producía una sensación extraña, avanzaba octubre del año uno del nuevo siglo y la primavera se sentía rara. Habían desaparecido las coronitas de novia que suelen durar hasta entrado noviembre, y azucenas y jazmines manchaban de otro blanco algunas casas. Era raro, no se suelen ver esas flores sino más adelante, casi entrado el verano. Pero ahí estaban. Como si la naturaleza hubiera intuido que diciembre ya estaba en el aire.
Cuando llegué a la barrera, mis manos transpiraban. Me sentía en una de esas películas donde los ilegales tienen que cruzar una frontera. Ronie estaba pálido. El guardia nos advirtió: «Vayan directo a la ruta sin pasar por Santa María de los Tigrecitos; no hay que agarrar ese camino, hay un informe de seguridad». «¿Qué pasa?», pregunté. «Está feo el clima.» «¿Cortaron la ruta?» «No sabría decirle, pero hasta la misma gente de los Tigrecitos está haciendo barricadas, tienen miedo de que vengan.» «¿Quiénes?», le dije. «Los de las villas supongo, dicen que están saqueando del otro lado de la ruta. Pero no se preocupe, acá estamos preparados. Si vienen, los vamos a estar esperando.» Y cabeceó hacia otros dos guardias parados a un costado, junto al cantero de azaleas, armados con fusiles.
Miré hacia adelante por el camino que llevaba a la ruta, estaba desierto. Pasé la tarjeta por el lector y la barrera se levantó. En el espejo retrovisor estaban los ojos de Juani y Romina, observando los míos. Ronie me golpeó el muslo para que lo mirara. Parecía asustado.
Le pregunté:
«¿Te da miedo salir?»
CLAUDIA PIÑEIRO Nació en el Gran Buenos Aires, en 1960. Es escritora, guionista de TV y colaboradora de distintos medios gráficos, y su obra literaria, teatral y periodística ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales.
Ha publicado los relatos para chicos
Un ladrón entre nosotros
(2005), Premio Iberoamericano Fundalectura—Norma 2005 de Colombia, y
Serafín
,
el escritor y la bruja
(2000), que fue traducido a varias lenguas.
Su obra de teatro
Cuánto vale una heladera
fue estrenada en el marco del ciclo Teatro X la Identidad 2004 y publicada por el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. Su drama
Un mismo árbol verde
ha sido candidato a los premios Florencio Sánchez y María Guerrero. Es autora también de las novelas
Tuya
(2005) y
Las viudas de los jueves
, que recibió el Premio Clarín de Novela 2005 otorgado por un jurado compuesto por José Saramago, Rosa Montero y Eduardo Belgrano Rawson. Este libro está siendo traducido a varios idiomas y ha sido leído ya por cientos de miles de personas en distintas partes del mundo.