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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (26 page)

Comieron fideos cortados a cuchillo, amasados por el propio Tano. Con tomate y albahaca. Después jugaron al truco, una partida, dos, tres. Y bebieron, mucho. Ronie no se acuerda de quién estaba ganando. Sí cómo habían formado las parejas: Martín y Gustavo contra el Tano y él. Mientras jugaban salió el tema de la mudanza de Martín a Miami. No se acuerda cómo, pero el tema lo había sacado el Tano. Te tenes que quedar, dijo. ¿A qué? A morir con dignidad. Hace rato que dejé de sentirme digno. Porque no estás haciendo las cosas bien. Estoy meado por los perros, decido ir a Miami y vuelan las Torres Gemelas. ¿Tenes para el truco? ¿A qué vas a Miami?, ¿a que te llenen el agua de ántrax? Truco. ¿A consumir el poco ahorro que te queda? Dame más vino. Vas a terminar trabajando de cualquier cosa, y tu mujer limpiando tu casa. Quiero. Y si te descuidas alguna otra casa más para sacar unos mangos. No tengo opción. Sí que tenes. Cuál. Quedarte. Acá ya no se puede vivir. ¿Y quién habla de vivir? ¿A quién le sirvo más vino? Si no podes vivir con dignidad, morí con dignidad. Silencio. ¿Quién da? Los cuatro tenemos la oportunidad de salir por la puerta grande. ¿Salir de dónde? Salir de esto. No te entiendo. Yo voy a salir de esto por la puerta grande y les estoy dando la oportunidad de seguirme. Che, yo tengo trabajo, se ríe Gustavo. ¿Y dignidad?, pregunta el Tano. Envido. Envido. ¿Por qué lo decís? Veintinueve. Son buenas. Por nada lo digo. ¿Qué sabes? ¿Yo de vos? Lo importante es lo que cada uno sabe de sí mismo. Voy callado. Y qué hace cada uno cuando nadie lo ve. Truco. O cuando cree que nadie lo ve. Quiero retruco. ¿Por qué lo decís? Yo voy a morir con dignidad, esta noche, solo o con ustedes. ¿Tano, estás jodiendo, no? ¿Yo?, no, Ronie. Parda la primera. A nadie de los presentes le falta motivo para hacer lo mismo. Silencio. Sos mano vos, Tano. ¿Fue parda? Tengo un seguro de vida por quinientos mil dólares. Silencio. Si eso no es digno… Truco. Si muero, mi familia cobra la prima y sigue viviendo como hasta ahora, exactamente como hasta ahora. No quiero. Previsor, Tano. Vos también tenés un seguro de vida, Martín, por menos guita, pero más que suficiente. Estás equivocado, yo no tengo seguro. Sí tenés, lo pago yo con tu obra social. Mal don. Silencio. ¿Por cuánto me lo sacaste? Che, ¿por qué no se dejan de joder? Envido. Nunca hablé más en serio en la vida. Real envido. ¿Tenés? No. No queremos. Lo importante es que nadie sospeche. ¿Qué cosa? Que fue un suicidio, si no, no pagan. ¿Canto algo chiquito? Tiene que parecer un accidente. Hasta truco canto. No, nos vamos al mazo. ¿A mí también me pagaste un seguro?, pregunta Gustavo. No, en tu caso mejor es no tener seguro. ¿Ustedes están jodiendo? ¿Cuál es mi caso? Darle en serio un golpe a tu mujer. Silencio. Ronie bebe. Pegarle como le pegas es al pedo, golpéala en serio, donde le duele, en el bolsillo. Gustavo tira las cartas sobre la mesa. Se levanta, camina alrededor de la mesa. Vuelve a sentarse. Lo sabe todo el club, Gustavo, tus vecinos hicieron una denuncia en la guardia la última vez, por los gritos. Levanta las cartas y repartí, dale. Reparto yo. Corto. Yo no le pego. Envido y truco. No quiero el primero, quiero el segundo. Quiero retruco. Yo no le pego. Quiero. Fue una vez, que me saqué, pero yo no le pego. Quiero vale cuatro. En la guardia tienen asentadas más de cinco denuncias off the record. Yo no soy eso, yo no, es ella que me saca… ¿El ancho también lo tenés? Qué lo parió. Dame vino. ¿Y cómo sería? Che, déjense de joder, insiste Ronie. Yo no me quiero ir a Miami, lo hago por ellos. Por ellos matate, y dejale más dinero del que harías en el resto de tu vida en Miami o donde sea. Gustavo bebe, una copa, otra. Vamos por el bueno, dice el Tano. Baraja. No me gusta que jodan con esas cosas. No es joda, Ronie. No te creo. ¿Y cómo sería? Morimos electrocutados, en la pileta, primero nadamos, borrachos, escuchamos música y cuando quiero acercar el equipo, desde el agua, el alargue se desprende y cae a la pileta. 220 voltios que recorren el agua a la velocidad de un rayo. Nos fulminan. Todos tenemos que estar tocando algún borde para hacer masa. Anulé el disyuntor, para cuando salte la térmica del circuito externo vamos a estar secos. ¿En la pileta y secos?, se ríe Urovich. Están locos. No te equivoques, Ronie. Y vos el más loco de todos. El más loco es el más cuerdo, Ronie, a veces sólo algunos vemos la realidad, las empresas cierran, los capitales extranjeros se van, cada vez se pelea más gente por un mismo puesto gerencial, y yo soy el loco. Bebé. Tendrías que leer algo de la cultura oriental, los chinos, los japoneses, esos sí saben del valor de quitarse la vida a tiempo. ¿Y vos desde cuándo lees cultura oriental, Tano? Desde que se dejó la barba candado, bromea alguno que no es Ronie. A lo mejor algún día, algún año, cuando manejen este país otros, algo cambie y seamos un país en serio, pero va a ser tarde, nosotros no vamos a tener edad para disfrutarlo, ni esta casa, ni este auto, pero nosotros podemos salvar a nuestra familia de la caída. Yo no estoy cayendo. Vos ya estás estrellado, Gustavo. ¿Doy? Yo no juego más. No nos podes plantar, Ronie. Una mano más, dale. Corta. ¿Y si sale mal? ¿Si se dan cuenta? Flor. ¿De qué? Del engaño. Cuatro electrocutados no pueden ser sospechados de suicidio. Además de loco te crees mucho más inteligente que el resto, dice Ronie. No sé si inteligencia es la palabra, pero esto no es Guyana ni yo Jim Jones, nadie va a sospechar. Truco. ¿Te prendes o no, Ronie? Estás mal de la cabeza, Tano. ¿Es eso, o que no querés ver cuál es tu motivo para suicidarte? A mí caer no me asusta como a vos, Tano. No, ya lo creo que la caída a vos no te preocupa, por eso no querés ver tu verdadero motivo para matarte. Sería tu motivo, no el mío, no me interesa. Debería interesarte. Estás loco. Hacelo por tu hijo, Ronie. No metas a mi hijo en esta mierda. Tu hijo ya está metido en la mierda. Ronie se levanta, lo agarra del cuello de la camisa. Martín y Gustavo, como pueden, los separan. Los sientan. El Tano y Ronie se miran. Sos un fracasado, Ronie, por eso tu hijo se droga. Ronie otra vez se va a las manos. Y vos un reverendo hijo de puta. Soltalo, Ronie. Te voy a cagar a trompadas. Basta. No se te ocurra volver a mencionar a mi hijo. Lo suelta. ¿Hasta dónde pensás llegar para mantener todo esto, Tano? Yo ya llegué, no te confundas, Ronie. Vos no tenés límite. La verdad que no. Sos un hijo de puta. Yo no le vendo la droga a tu hijo. Yo tampoco. Pero le marcas el camino hacia el fracaso. ¿Y qué es el fracaso, Tano?, ¿yo soy el fracaso?, ¿y vos qué?, ¿electrocutarse te va a salvar de ser un fraude? Mira a los otros dos. ¿Y ustedes, qué clase de fracasados son, de la mía o de la del Tano? Mejor ándate, Ronie, le dice Martín. Va a ser lo mejor, Ronie, dice Gustavo. Anda tranquilo, Ronie, le dicen. Ya te contestaron. Ya me contestaron. No estás a la altura de las circunstancias. No, no estoy. ¿Ustedes dos? Anda tranquilo, Ronie, en serio, le dice Gustavo, y lo acompaña a la puerta. Ronie se va. A su casa, a su terraza. La nuestra. Convencido de que están locos, borrachos, idiotas, pero que finalmente no van a hacerlo, que va a terminar siendo pura chachara, que llegado el momento primará un resto de cordura y no habrá pileta, ni música, no habrá cable, no habrá electricidad, no habrá suicidio. Está seguro. Hicieron bien en pedirle que se vaya, Gustavo y Martín lo van a manejar al Tano mejor que él. O a lo mejor se pusieron de acuerdo los tres para tomarle el pelo y ahora se ríen mientras toman un poco más de vino. Ronie llega a casa y sube la escalera, se sienta a esperar que no pase lo anunciado al otro lado de la calle. Sin embargo, arriba, en su terraza, mientras bebe y los hielos se resbalan por el piso de baldosas, mientras Virginia le habla y no la escucha, mientras suena ese jazz contemporáneo y triste, lo que ve a través de los álamos que apenas se agitan en el aire pesado de esa noche le demuestra que se había equivocado.

47

Una semana después del entierro, Ronie y Virginia citan a las viudas a su casa. Fue el tiempo que necesitaron para prepararse antes del encuentro. Carla y Teresa son puntuales. Lala llega unos veinte minutos después. Las primeras miradas son difíciles, casi imposibles, las primeras palabras, los primeros silencios. Virginia sirve café. Las mujeres preguntan por el yeso. Ronie les cuenta, de la operación, del tratamiento, de la rehabilitación. De la caída. Les cuenta la caída sin contarles todavía por qué cayó. Pero alcanza para introducirlas en esa noche, es el momento, y empieza, apenas termina con el hueso roto y la sangre que no para, apenas termina de contar cómo Virginia lo subió a la camioneta, y que camino a la salida se cruzaron con Teresa. «Yo no los creí capaces», dice, «no creí que lo fueran a hacer.» Y ellas no entienden. Ronie les cuenta, como puede, del plan del Tano, de la depresión de Martín Urovich, de cómo el Tano fue contando una historia, la historia de su propia muerte, que Ronie no terminaba de creer. No menciona los motivos con los que convenció a Gustavo. No hace falta. Carla llora. Lala repite varias veces «hijo de puta», y no aclara si se refiere a su marido o al Tano. O a Ronie. Teresa no termina de entender. «¿Pero entonces no fue un accidente?» «Creo que no.» «¿Se suicidaron?» «Se suicidaron.» «No puede ser, él nunca me dijo nada», dice Teresa. «Hijo de puta», vuelve a decir Lala. «Debe haber pensado que iba a ser lo mejor para vos y los chicos», dice Virginia. «Él no pensó, el que piensa es el Tano», dice Lala en presente como si el Tano aún estuviera vivo. «Me parece que ninguno de nosotros nos dimos cuenta a tiempo de lo mal que estaba el Tano», trata de explicar Ronie. «Pero si no estaba mal, teníamos proyectos, estábamos por viajar», sigue sin entender Teresa. «¿Y yo?», pregunta Carla. Nadie contesta. «¿Cómo convenció el Tano a Gustavo?», otra vez pregunta. «No sé», dice Ronie, «yo creí que no lo había convencido». «Dios mío», dice ella, y llora. «Perdón, hubiera querido evitarles otro mal momento, pero tenían que saberlo», justifica Ronie. «¿Quién dijo que teníamos que saberlo?», dice Lala. Carla no puede parar de llorar, Virginia se acerca y le agarra la mano. Se abrazan. Lala se va dando un portazo. Teresa no logra terminar de acomodar las piezas, «no estaba mal, te juro que el Tano no estaba mal». Los cuatro quedan en un largo silencio que sólo interrumpe el sollozo de Carla. Y luego: «¿Estás seguro de lo que estás diciendo?», pregunta Teresa. «Muy seguro.» Otra vez el silencio y después: «¿Y esto cambia en algo algo?», quiere saber la viuda del Tano. «Ésta es la verdad», contesta Ronie, «nada más que eso cambia, que ahora saben la verdad».

No pasan dos horas desde la reunión en la que Ronie les contara a las viudas lo que sucedió esa noche, cuando aparecen en su casa Ernesto Andrade y Alfredo Insúa. Quieren hablar con él a solas. No lo dicen abiertamente, pero es evidente y Virginia va a la cocina a preparar café y se demora más de lo necesario para evitarse el desagradable pedido de «mujeres afuera». Empiezan hablando de otra cosa. «¿Alguien sabe a cuánto llegó el riesgo país hoy?» Nadie sabía. «Se está poniendo difícil la cosa; si tenés plata en el banco sácala, Ronie, te lo digo de buena fuente.» «En el banco tengo deudas.» «Espero que sean en pesos.» «¿Escuchaste algo sobre las cajas de seguridad?» Hasta que llegaron a lo que habían venido. «¿Alguien más está al tanto, aparte de vos y Virginia, del tema ese del supuesto suicidio?», pregunta Andrade. «Yo hasta ahora sólo hablé con Lala, Carla y Teresa.» «¿Por qué decís hasta ahora?» «No sé, porque sí, porque fue lo que hice hasta ahora.» «Ronie, no pudo haber suicidio.» «Sí, yo sé que es difícil de entender.» «No se trata de entender, Ronie, se trata de que no, simplemente no hubo suicidio.» «Pero yo estuve ahí, yo los escuché planearlo, sólo que no les creí, si no…» «No lo creas ahora entonces, ese suicidio no le conviene a nadie. Decime, ¿vos te das cuenta de que si hubo suicidio estas mujeres se quedan en la calle?», pregunta Insúa. Ronie no contesta. «¿Entendés de lo que hablo, no?» «Cómo no voy a entender si me lo explicó el mismo Tano.» «Ahí está, tenés razón. Nosotros les estamos dando una mano a las viudas con todo este quilombo que se les vino encima. Ernesto con el tema legal, y yo con el tema de los seguros», le cuenta. «A Carla no, porque ella es muy distante y no se deja ayudar», aclara Insúa. «Neto, neto, si no cobran el seguro se quedan absolutamente en bolas, Ronie», resume Andrade. «Si hubiera una mínima sospecha de suicidio, por boluda que sea, la compañía va a empezar a averiguar, se va a embarrar la cancha y las pobres no cobran ni el día del arquero.» «Yo ni pensé en el seguro.» «Está bien, vos estás muy tocado por todo este asunto, es entendible que no estés con todas las luces; pero hay que pensar y por suerte estamos nosotros para eso.» Virginia entra con el café. Los tres hombres se quedan mudos. Ella le acerca a cada uno su pocillo, cruza una mirada con su marido y vuelve a salir con la bandeja vacía. «¿Entendés, Ronie?» «Sólo quería que supieran la verdad.» «Sí, ya sabemos, pero el mundo está lleno de buenas intenciones al re pedo, Ronie, y más allá de si hiciste bien o mal, porque en definitiva qué sé yo si para estas mujeres es mejor pensar que se electrocutaron sin querer o a propósito, ¿no?, pero más allá de eso… no me acuerdo qué iba a decir más allá… Ya me va a salir.» «Que cobren el seguro hoy es primordial, Ronie.» «Eso era lo que iba a decir.» «Yo creía que ellas se merecían saber la verdad.» «A lo mejor sí, qué sé yo, yo de psicología mucho no entiendo pero, es más, a lo mejor con esta verdad hasta puedan dar una vuelta de rosca a lo incomprensible de esta desgracia y darse cuenta de que sus maridos eran casi… héroes, ¿no?» «¿Qué decís?», se asombra Ronie. «Hay que tener huevos para hacer lo que hicieron estos muchachos.» «Se mataron para dejarles algo, ¿no tiene algo de heroico eso?» Ronie escucha a uno y a otro decir más o menos lo mismo, repetirse. No contesta. Revuelve el azúcar en su café y piensa. Piensa: yo no fui heroico, yo fui cobarde, o cobardes fueron ellos, se corrige, pero entonces yo qué, otra clase de cobarde, o un fracasado, como me dijo el Tano, alguien demasiado aferrado a la vida, o qué, todo eso junto, nada de eso. «Necesitamos contar con tu silencio», dice Andrade con firmeza. Ronie levanta la mirada de su taza y alcanza a ver a Juani que lo mira desde el descanso de la escalera. Los hombres miran en esa dirección y también lo ven. «Y con el silencio de toda tu familia.» «Las viudas lo necesitan, no les podemos fallar.» «Lo único que falta es que se hayan inmolado al pedo.» Ronie se para sobre su yeso como puede. Mira a Juani en la escalera y luego a los hombres frente a él. «Ya me quedó claro el mensaje, ahora quiero descansar», les dice. «Contamos con vos, entonces.» Ronie no contesta, los hombres no se mueven. Juani baja unos escalones más. «¿Nos podemos ir tranquilos, entonces?» Juani va hacia su padre. Ronie trata de avanzar sobre su pierna enyesada para guiarlos hacia la salida. Trastabilla, Juani lo sostiene. Los hombres todavía no se mueven. «Vayanse, ¿no escucharon a mi papá?», dice Juani. Andrade e Insúa lo miran, y luego miran a Ronie. «Pensalo, Ronie, ventilando detalles no vas a ganar nada.» «No estoy buscando ganar nada, me parece que eso es lo que ustedes no terminan de entender.» «Pensalo.» Los hombres salen, nadie los acompaña. Juani no se mueve de al lado de su padre. Virginia los mira desde la puerta de la cocina.

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