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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (5 page)

Y una de las pocas cosas que sabía del Tano a la hora de festejar su primer cumpleaños en La Cascada era que lo apasionaba el tenis. De hecho, la mayoría de los invitados a su cumpleaños tenía algo que ver con ese deporte. Roberto Cánepa, presidente de la Comisión de Tenis, y su mujer, Anita; Fabián, el profesor del Tano, con su novia; Alfredo Insúa, el número uno de La Cascada hasta que llegó el Tano y después de tres partidos consecutivos perdidos empezó a dedicarse al golf, con Carmen, su mujer, que con Teresa se ocupaba de organizar los torneos de burako a beneficio del comedor de Santa María de los Tigrecitos. Los únicos que no eran gente de tenis eran una pareja de un country vecino, Malena y Luis Cianchi, que se habían hecho amigos de Teresa porque sus hijos iban juntos al colegio. Y Mariana y Ernesto Andrade, gente nueva en el barrio pero que el Tano conocía por algún asunto de negocios que Andrade le había arreglado. No había ningún pariente, ningún amigo que no viviera en Altos de la Cascada o en un country a menos de dos puentes del nuestro. «Es que es un bodrio invitar gente muy mezclada, unos andan por un lado, otros por otro, nadie se habla, y vos te terminas haciendo cargo, yendo de un rincón a otro y no disfrutas», justificó Malena mientras elegía un canapé de la bandeja que la empleada de los Scaglia tenía extendida frente a ella. «No, y además los pones en un compromiso porque venirse hasta acá, tanto viaje, de noche, por dos o tres horas, un miércoles… preferible hacer un asado para ellos el fin de semana», confirmó Teresa, atenta al desempeño de su empleada. «Trae más vino, María.» «Eso lo decís ahora que recién te mudas, en un par de meses no invitas más a nadie. Te toman la casa, los invitas a un asado al medio día y se te instalan hasta la noche, si tenes la suerte de que no se queden a dormir. Te usan la casa de quinta, tremendo», remató alguna. «Che, ¿de dónde es el servicio?»

A esa altura de la noche, las mujeres ya estábamos por un lado y los hombres por otro. Menos yo. A mí siempre me gustó picotear de distintas manos. Cuando estoy con las mujeres quiero saber de qué hablan los hombres, y cuando estoy con los hombres, quiero saber de qué se ríen las mujeres. Me podía prender en una charla donde hablaran de zapatos y carteras tanto como en una donde hablaran de la suba de la Bolsa y la baja de las tasas de interés a partir de la convertibilidad o de las ventajas y desventajas del Mercosur. O me podía aburrir en ambas. Sentada sobre el brazo del sillón donde Ronie discutía con Luis Cianchi acerca de cierta ingeniería financiera para su nuevo proyecto de aquel entonces, vi que Teresa se separaba del grupo de las mujeres con exagerado misterio. La seguí con la mirada. Teresa salió por el pasillo que da al cuarto de servicio. Cinco minutos después hizo una reentrada triunfal. La seguía un mago. «Querido, vos que lo tenés todo, aquí está mi regalo de este año: un poco de magia.» Teresa sonrió, el mago sonrió detrás de ella. El Tano no sonreía. Me sentí incómoda, como si yo tuviera la culpa de algo de lo que estaba viendo, por estar ahí, mirándolo. Aunque uno se convenza de que sólo es responsable de sus acciones, mirar también es una acción, escribí esa noche en mi libreta roja. Fue un instante, pero me pareció eterno. Entonces se me ocurrió aplaudir, como si hubiera acabado de escuchar un discurso. Miré a mi alrededor en busca de compañía en el aplauso. Los demás me siguieron, con menos efusividad, pero con firmeza. Hasta el Tano terminó aplaudiendo. Sentí cierto alivio a pesar de que me dolían las manos, el anillo que había ganado en el último torneo de burako se me había dado vuelta y se me incrustaba en la palma con cada golpe.

El mago empezó su show y Teresa fue a sentarse junto a su marido. Yo estaba cerca, frente a él, y le leí los labios. «¿Quién te pidió que trajeras eso? La próxima vez pregúntame.» Lo dijo calmo, mirando hacia adelante, pero firme. El resto de la conversación la adiviné mientras me servía un vaso de vino. Una vez más comprobé la contundencia de la voz pausada y calma del Tano, que ni siquiera oía con claridad pero intuía como aquella vez que había dicho «quiero este terreno». Y me puse a pensar en mi propia voz. En mis gritos. Sabía desde hacía tiempo que mis gritos no surtían ningún efecto, ni con Ronie ni con Juani. Pero gritaba igual. Seguramente más como descarga que para ser escuchada. «Si pudiera aprender algo del Tano», pensé en aquel primer cumpleaños. Pasé por delante de ellos con la copa de vino servida, el Tano me sonrió. Yo también. Me senté en el piso, en primera fila. El show era regular, el mago, con su traje gastado y chistes aprendidos que no respetaban entonación ni puntos ni comas, no terminaba de convencer a nadie. Yo igual aplaudía, y los demás me seguían. Me saqué el anillo y lo guardé en el bolsillo de mi pantalón. Cada tanto me daba vuelta a mirar a Teresa y al Tano, uno junto al otro; el Tano le había pasado el brazo por sobre el hombro, de una forma ambigua que no permitía definir si la abrazaba o la sujetaba. «A ver si tenemos la suerte de que pase el homenajeado a hacer un truco», dijo el mago. El Tano no se movió. Como si no le estuvieran hablando a él. «Vos sos el cumpleañero, ¿no?» «No», dijo el Tano, como sabe decir él. El mago quedó descolocado, Teresa miró incómoda a su marido, pero no dijo nada. El Tano, en cambio, sostenía la situación sin ninguna incomodidad. Los demás no sabían si correspondía reírse o preocuparse, y nadie se jugaba para un lado ni para el otro. Yo creía saber, pero no me atreví. Ronie hizo lo que yo no me atrevía. Y me sorprendió esa complementariedad que manteníamos a pesar de no entender por qué seguíamos juntos. Funcionábamos como si se hubiera perdido casi todo lo que alguna vez nos sostuvo, excepto la minuciosa y tácita distribución de roles y tareas que seguía apuntalando lo que habíamos armado juntos con voluntad más que con cualquier otra pasión o sentimiento. Ronie se paró y dijo: «El cumpleañero soy yo». El mago fingió que le creía, aunque no le creyera. Su cara se aflojó y agradeció íntimamente. Los demás siguieron la broma. «El show debe continuar», dijo el mago, más para sí mismo que para su público. Para eso lo habían contratado.

Aplaudí una vez más y con más fuerza, y más de uno debe haber juzgado que estaba borracha. El mago hizo que Ronie cortara una soga en varias partes que luego volvían a estar unidas, y otra vez cortadas, con nudos y sin nudos, y así sucesivamente, más veces de las que la tensión reinante admitía. Luego un truco con argollas que provocó el chiste infalible. «Mira qué bien maneja la argolla, Ronito», dijo Roberto Cánepa sin ninguna sutileza. «Ay, gordo», dijo su mujer a modo de reproche, pero se rió como el resto.

Hasta que llegó el truco final. El mago pidió un billete. Ronie metió la mano en el bolsillo y sacó sólo monedas. «A buen puerto», dijo Insúa y se rió con ganas para que no quedaran dudas de que era una broma, y por lo tanto nadie pudiera ofenderse. Alguien del público amagó abrir la billetera, pero el Tano lo detuvo con un gesto. Sacó un billete de cien y lo extendió hacia el mago sin moverse, desde su lugar, medio enrollado a lo largo, como el billete extendido que terminará en el escote de una odalisca. El mago tuvo que acercarse abriéndose paso entre la gente, mientras el Tano no hacía más esfuerzo que sostenerlo en el aire. El mago tenía las manos transpiradas y el billete se le quedó pegado. «Gracias, señor…, muy amable», dijo y volvió al escenario tratando de no pisar a nadie.

El truco consistía en anotar la numeración del billete, doblarlo, guardarlo en una caja, quemarlo a través de la caja con un cigarrillo, y que luego el billete apareciera sano y salvo. «Años atrás, en lugar de este truco hacía el de la ayudante que la cortaba con el serrucho», dijo mientras preparaba el billete en la cajita, «pero de un tiempo a esta parte el truco del billete genera mucha más tensión en cierto público».

Nos reímos. Fue el primer chiste que sonó bien entonado. Hasta el Tano se rió, y pareció que la tensión aflojaba. El mago siguió con su tarea. Le pidió a Mariana Andrade el cigarrillo que estaba fumando. Lo hizo atravesar la cajita y el billete dentro de ella; el humo se oscureció y aumentó. El cigarrillo atravesó la caja y pasó del otro lado medio machucado. Una gota de sudor corría por el costado de la cara del mago, y temí que el truco hubiera fallado. Pero no. Devolvió el cigarrillo, hizo que Ronie abriera la caja, sacara el billete, lo desdoblara y se lo mostrara al público como tenía que ser: sano, intacto, utilizable. Constató la numeración. Era el mismo billete. Hubo un aplauso final sentido, más que por el truco en sí mismo, por la certeza de que el show terminaba. El mago le extendió el billete al Tano. «Quédatelo a cuenta. Seguro esto me va a salir más caro que un billete.» El billete quedó un instante en el aire, entre ellos dos, y luego el mago lo dobló más prolija y lentamente que cuando hizo el truco, lo metió en su bolsillo, inclinó la cabeza y dijo otra vez: «Gracias, señor, muy amable».

Fuimos los últimos en irnos. Nos acompañaron hasta la entrada. El Tano sostenía a su mujer del hombro en el marco de la puerta, con la misma ambigüedad con que lo había hecho durante toda la noche. «Lo pasamos muy bien, gracias», dije, había que decir. «Estuvo muy ameno, ¿no?», me contestó Teresa. Miré a Ronie esperando que él contestara, pero no lo hizo y enseguida tapé su silencio. «Sí, muy ameno, gracias.» Me preocupaba que Ronie no acompañara aunque sea con monosílabos mi saludo. Lo miré otra vez dándole pie. Hubo un pequeño silencio más y luego dijo: «¿Sabes cuál va a ser tu problema acá, Tano?». El Tano dudó. «Que no tenés rival.» Los tres nos quedamos en silencio, seguramente ninguno terminaba de entender a qué se refería, y yo por mi parte sentí cierto temor. «No hay nadie que te pueda hacer partido, te vas a terminar aburriendo. Hace falta gente nueva, que juegue un tenis de tu nivel, Tano.» El Tano entonces sonrió. Yo también. «Te encargo ese tema con los futuros clientes inmobiliarios, Virginia, punto uno del formulario de admisión: excelente nivel de tenis. Si no, no hay escritura.» Otra vez más, antes de que acabara esa noche, festejamos un chiste que no nos hizo gracia. Terminamos de saludar y nos fuimos despacio, haciendo apenas ruido sobre el pasto mojado de rocío. A nuestras espaldas escuchamos la puerta de los Scaglia, cerrándose. Una puerta pesada, con un picaporte que funcionaba con la precisión de un instrumento de relojería.

Caminamos unos pasos más en silencio y cuando me sentí protegida por la distancia dije: «Te apuesto que la está cagando a pedos por lo del mago». Ronie me miró y negó con la cabeza. «Te apuesto que está pensando en un buen rival para el tenis.»

8

Los primeros años en Altos de la Cascada Virginia se dedicó a criar a Juani y a disfrutar del deporte, de las caminatas bajo los árboles, de las nuevas amistades. Era una más de nosotros. Si nos vendió o alquiló alguna casa o terreno en aquella etapa fue seguramente una operación aislada en la que intervino sólo porque conocía a alguna de las partes. Se empezó a dedicar más oficialmente al negocio inmobiliario seis años después, cuando Ronie se quedó sin trabajo. Habían sido muchos años dedicados a administrar los campos de una familia amiga, así que le correspondió una indemnización interesante que les permitiría vivir sin demasiados problemas por un tiempo. Un plazo más corto o más largo según el nivel de gastos que llevaran de ahí en adelante. Y Ronie se lo tomó así, como un tiempo sabático e indeterminado. Antes de que ese tiempo expirara, él estaría generando otro ingreso, pensó. Pero Mavi no pensaba lo mismo, aunque no se lo dijera. Sospechaba las dificultades con las que se encontraría su marido a la hora de ponerse a buscar un nuevo empleo y no quería ver sangrar sus ahorros sin ninguna entrada que ayudara a aminorar la hemorragia. Reducción de gastos, le dijeron a Ronie, y al mes habían traído a un ingeniero agrónomo recién recibido a aprender lo que él había hecho durante tantos años sin título. El que para esa misma época y como espejos contrarios se había asegurado trabajo era nuestro presidente, el de la Nación, que gracias a la reforma de la Constitución que cambiaba a cuatro años su mandato, podía ser reelecto. Ronie no tuvo la misma suerte. Aunque en ese año signado por la muerte perder el trabajo era mal de muchos, pero no el peor castigo. Menos de un año después del atentado a la mutual judía, se mataba el hijo del presidente al caer su helicóptero, explotaba Fabricaciones Militares en Río Tercero matando a siete personas, y se iban ídolos como el boxeador que había tirado a su mujer por la ventana, o el primer campeón argentino de fórmula uno, que todo Balcarce despidió encendiendo el motor de su automóvil en el momento del entierro. Pero la muerte, la nuestra, la cercana, todavía estaba bastante lejos por aquella época.

«Mavi Guevara» fue la primera inmobiliaria manejada por alguien que conocía realmente La Cascada. Y a quien nosotros conocíamos. María Virginia Guevara. Virginia; nosotros nunca la llamábamos ni por el nombre completo ni por el abreviado, como si eso marcara una diferencia, porque el María Virginia correspondía a un pasado que desconocíamos y el Mavi era un nombre impuesto para los negocios. Antes de que Virginia apareciera oficialmente en el rubro, las casas las vendíamos y comprábamos por intermedio de inmobiliarias de San Isidro, Martínez, incluso de Capital, con un manejo impersonal, donde nadie conocía a nadie y los agentes nos mostraban los inmuebles como si fueran separables del piso en el que estaban plantados. Virginia instaló un estilo distinto. Nadie como ella sabía de los tesoros que guardaba cada casa. Ni de los defectos. Sabía que acá las calles no son rectas paralelas como en la ciudad, que su trazado no responde a patrones establecidos. Después de mostrar tres casas, el empleado de una inmobiliaria cualquiera podía confundir el este con el oeste, y terminar llamando a la guardia porque Altos de la Cascada se le convertía en un laberinto del que no podía salir ni siquiera volviendo sobre sus propios pasos. Como al Hansel del cuento que los pájaros le comieron las miguitas de pan, a los forasteros La Cascada les devora el sentido de orientación, los atrapa en su trazado de caminos donde todo parece igual y diferente al mismo tiempo. Virginia podría salir con los ojos cerrados. Cualquiera de nosotros podría. Sabemos de memoria detrás de qué arboleda sale el sol. Detrás de la casa de quién se pone. En verano o en invierno, que no es lo mismo. A qué hora canta el primer pájaro, por dónde pueden cruzarse un murciélago o una comadreja. Ese era uno de los puntos que más tenía en cuenta Virginia a la hora de mostrar un inmueble: los murciélagos y las comadrejas. Potenciales vecinos, desprevenidos, pueden creer que al llegar a Los Altos llegaron al Paraíso, y si se les cruza un animal de ese estilo, sin haber sido advertidos previamente, no se reponen del susto. A murciélagos o comadrejas no los detienen ninguna de las tres barreras, ni los alambrados perimetrales. Después uno se acostumbra, hasta les tomas simpatía, pero el primer impacto es fuerte, como una desilusión. Los que venimos de la ciudad traemos muchas fantasías, pero también muchos miedos. «Y para el negocio inmobiliario es bueno que mantengan las fantasías y que se saquen los miedos», tiene escrito Virginia en su libretita de apuntes en el capítulo dedicado a «Murciélagos, comadrejas, y otros bichos de La Cascada». «Al menos hasta el día de la escritura», agregó entre paréntesis. Una libretita roja, con espiral, una especie de bitácora de su aprendizaje del negocio inmobiliario que llevaba a todas partes. Una liebre, en cambio, sí que estaba bien conceptuada al momento de mostrar una casa, sobre todo a una familia con chicos, «esa suele ser la parte de la naturaleza que les gusta ver».

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