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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (3 page)

Los que venimos a vivir a Altos de la Cascada decimos que lo hacemos buscando «el verde», la vida sana, el deporte, la seguridad. Excusados en eso, inclusive ante nosotros mismos, no terminamos de confesar por qué venimos. Y con el tiempo ya ni nos acordamos. El ingreso a La Cascada produce cierto mágico olvido del pasado. El pasado que queda es la semana pasada, el mes pasado, el año pasado «cuando jugamos el intercountry y lo ganamos». Se van borrando los amigos de toda la vida, los lugares que antes parecían imprescindibles, algunos parientes, los recuerdos, los errores. Como si fuera posible, a cierta edad, arrancar las hojas de un diario y empezar a escribir uno nuevo.

4

Nosotros nos mudamos a La Cascada a fines de los ochenta. Teníamos nuevo presidente. Tendríamos que haberlo tenido a partir de diciembre pero la hiperinflación y los saqueos a los supermercados hicieron que el anterior dejara el sillón antes de terminar el mandato. Por aquella época, la movida hacia los barrios cerrados de la periferia del gran Buenos Aires ni siquiera había arrancado. Eran pocos los que vivían en forma permanente en Altos de la Cascada, o en cualquier otro barrio cerrado o country. Ronie y yo fuimos de los primeros que nos atrevimos a dejar para siempre el departamento en la Capital a cambio de instalarnos allí con toda la familia. Ronie al principio dudó. Mucho viaje, decía. Fui yo la que insistí, estaba segura de que vivir en La Cascada nos iba a cambiar la vida, de que necesitábamos cortar con la ciudad. Y Ronie terminó aceptando.

Vendimos una casa de fin de semana que habíamos heredado de la familia de Ronie, una de las pocas cosas de esa herencia que nos quedaba por vender, y compramos la casa de los Antieri. Fue, como me gusta decir a mí, «un negocio redondo». Y el primer indicio de que la cosa de comprar y vender casas me gustaba, lo llevaba adentro. Aunque por ese entonces no sabía tanto del negocio como ahora. Antieri se había suicidado dos meses atrás. La viuda estaba desesperada por dejar cuanto antes la casa donde su marido, y padre de sus cuatro hijas, se había volado los sesos. En el living. Un living chico, con el comedor incorporado en ele. Casi todas las casas de las primeras épocas en Altos de la Cascada y en otros countries similares tenían livings pequeños. Es que en aquella época, hablemos de los 50, los 60 o hasta los 70, no se tenía una casa tan lejos de Buenos Aires para recibir gente y hacer reuniones sociales. La Panamericana como la conocemos hoy, con su doble carril y asfalto impecable, no existía ni en sueños. Si se invitaba a amigos o parientes, era a la aventura de pasar un día de campo, se aprovechaba el jardín, la zona de deportes, se los llevaba a andar a caballo o a jugar al golf. La época de mostrar alfombras importadas y sillones comprados en las mejores casas de Buenos Aires llegaría varios años después. Nosotros nos mudamos en un tiempo intermedio, no eran los 60, pero tampoco se habían instalado los 90. Aunque era fácil darse cuenta de que estábamos mucho más cerca de éstos que de aquéllos, no sólo por una cuestión cronológica. Terminamos tirando una pared y agrandamos unos metros el living aprovechando un escritorio que sabíamos que no íbamos a utilizar.

Lo de Antieri fue un domingo al mediodía. Los gritos de la mujer se escucharon desde la cancha de golf. La casa está casi frente a la salida del hoyo 4, y todavía hoy Paco Pérez Ayerra, en aquella temporada capitán de la cancha, cuenta cada tanto la historia del
long drives
que tiró fuera de límite porque los gritos estallaron justo cuando su madera 1 impactaba en la pelota. Decían que Antieri había sido militar o de la marina, o algo así. Nadie sabía muy bien qué. Pero de uniforme. No se daban mucho con sus vecinos, no hacían deporte, no iban a las fiestas. Sus nenas sí, poco, cada tanto se las veía. Pero ellos no tenían vida social. Venían los fines de semana y se encerraban en esa casa. Los últimos tiempos él se quedaba toda la semana, solo, con las persianas bajas, dicen que limpiando su colección de armas. No hablaba con nadie. Por eso no creo que haya que buscar motivos concretos ni darle demasiado crédito a esa versión que corrió por el barrio que cuenta que Antieri había amenazado volarse los sesos según el resultado de las elecciones del 89. Esa amenaza la había hecho un actor y la había cumplido, salió en todos los noticieros; alguien juntó una anécdota con la otra y echó a andar el rumor.

Cuando vi la casa por primera vez, lo que más me llamó la atención fue el escritorio de Antieri, ese que después terminamos tirando. El orden y la limpieza que había ahí adentro me intimidaban. Una biblioteca llena de libros forraba todas las paredes. Lomos perfectos, intactos, de cuero color bordó o verde. Y dos vitrinas donde guardaba sus armas, de distintos calibres y modelos. Lustradas, sin un resto de polvo, brillantes. Mientras recorríamos el escritorio, Juani, que tenía apenas cinco años, se acercó a la biblioteca, sacó un libro, lo tiró al piso y se paró encima. El lomo del libro se venció. Ronie lo corrió de un tirón de pelo. Se lo llevó afuera a retarlo sin testigos, estaba furioso. Yo me ocupé del libro, le sacudí la huella del zapato de Juani. Traté de acomodarlo, lo sentí liviano y lo di vuelta. Era hueco. No había páginas adentro, sólo las tapas duras, una caja de falsa literatura. Leí sobre el lomo
Fausto
de Goethe. Lo dejé en su lugar. Entre
La vida es sueño
, de Calderón de la Barca, y
Crimen y castigo
, de Dostoievski. Todos huecos. Hacia la derecha seguían dos o tres clásicos más, y luego se repetía,
La vida es sueño
,
Fausto
,
Crimen y castigo
, en letras doradas de filigrana. La misma serie en todos los estantes.

La casa la sacamos por nada. Las ofertas de varios interesados anteriores se fueron cayendo a medida que se enteraban de que alguien se había pegado un tiro ahí. La viuda no lo decía, ni la persona de la inmobiliaria preocupada por venderla. Pero el rumor corría y por algún lado llegaba. A mí, de verdad, no me importó; yo no soy supersticiosa. Y para colmo, en el momento de firmar aparecieron algunos problemas de papeles en la sucesión, así que la viuda corrió con todos los gastos, incluidos los que nos correspondían a nosotros, los Guevara. Hasta recuperé doscientos pesos más cuando le vendí a Rita Mansilla los lomos de libros huecos que la viuda no se había querido llevar y que no hacían más que juntar polvo en el depósito del fondo.

Finalmente la casa nos terminó costando apenas unos quince mil dólares más que la de fin de semana que vendimos, y la nueva tenía dos mil metros de terreno, con doscientos cincuenta metros cubiertos, tres baños en suite, dependencias de servicio. Luminosa, si no fuera porque Antieri cerraba todas las persianas. Antes de mudarnos pintamos los ambientes de blanco para que pareciera más luminosa todavía. Un truco de inmobiliaria de Buenos Aires; con el tiempo supe que en La Cascada no hacían falta esos artilugios. En La Cascada el sol entra en la casa por las ventanas abiertas, no hay edificios que hagan sombra, ni medianeras que no dejen llegar la luz. Sólo en parques muy arbolados puede haber problemas de luz y sombra, pero no era el caso.

Fue el primer buen negocio inmobiliario que concreté en mi vida. Y desde entonces me fui entusiasmando con el tema. Casi como un juego. Si me enteraba de que alguien andaba mal de dinero, que alguna pareja se separaba o que a algún marido desocupado le salía un trabajo en el exterior y emigraban, o que emigraban aunque no le hubiera salido ningún trabajo, cansado de ser un desocupado con cancha de golf y pileta que mantener, enseguida pensaba a quién le podía interesar esa casa y los contactaba.

Fue así como dos años más tarde les vendía el terreno a los Scaglia. A los pocos días de que el ministro, que había sido de Relaciones Exteriores, ocupara el sillón de Economía, para el que verdaderamente lo habían convocado, y consiguiera que el Congreso le aprobara la ley de convertibilidad. Un dólar, un peso. El famoso «uno a uno» que nos hizo creer que otra vez podíamos, y facilitó el éxodo a lugares como Altos de la Cascada.

Hay hechos, sólo algunos, menos de los que uno cree, que de no haber ocurrido, nuestras historias serían otras. Haberle vendido ese terreno a los Scaglia, en aquel marzo de 1991, fue sin lugar a duda uno de ellos.

5

Me acuerdo como si fuera hoy. Unos zapatos de croco, marrones, bajaron del auto antes que ella. Ni bien Teresa Scaglia avanzó, el taco aguja de uno de ellos se hundió en el terreno que les quería vender. Noté que Teresa se incomodó, y yo traté de restarle importancia al inconveniente. «A todas las que venimos de la ciudad nos pasó alguna vez», le dije. «Cuesta abandonar el taco. Créeme que es una de las cosas que más cuesta. Pero es el taco, o esto…», exageré señalando los árboles y el paisaje que nos rodeaban.

Creo que el Tano ni se dio cuenta del hundimiento de su mujer. Caminaba dos o tres metros delante de ella. No sé si decir que lo hacía de apurado sería correcto. O apurado sí, pero no de apuro de tiempo que no alcanza, sino más bien de premura, de ansiedad, como si no tuviera voluntad para esperarla, a ella ni a nadie. El Tano se fue alejando y yo me detuve un instante a esperar a Teresa. Y pensar que esta mujer terminó siendo paisajista. Cuando llegó a Altos de la Cascada lo único que sabía del tema era que le gustaban las plantas. Teresa sacaba el taco hundido de la tierra blanda, e intentaba limpiarlo en el pasto mientras, irremediablemente, se hundía el otro taco. Todo lo que hacía era en vano. El taco que había limpiado se volvería a hundir, el otro saldría sucio, y por más que lo limpiara, se volvería a ensuciar. Decírselo y no respetar su propio mecanismo de aprendizaje del nuevo terreno me resultaba tan ansioso e irrespetuoso como los pasos de su marido. Ansiedad no me faltaba, la comisión por la venta de ese terreno me iba a ayudar a concretar varios arreglos pendientes en mi propia casa. Especulé sobre qué opción terminaría eligiendo. La primera vez que me hundí en La Cascada, me saqué los zapatos y terminé recorriendo el terreno en panty de seda. Éramos jóvenes, y Ronie se reía; los dos nos reíamos. Pero Teresa y yo somos muy distintas. Todas acá somos muy distintas, aunque algunos se confundan y crean que vivir en un lugar así hace que las mujeres terminemos pareciéndonos.
Mujer country
, nos llaman. La falsedad del estereotipo. Sí es cierto que vivimos cosas parecidas, que nos pasan cosas parecidas. O que no nos pasan ciertas cosas y en eso nos parecemos. Por ejemplo, a todas nos cuesta al principio abandonar algunas costumbres adquiridas: acá, ni zapatos de taco, ni medias de seda, ni cortinas que arrastren por el piso. Cualquiera de esos detalles que en otro contexto denotarían elegancia, en Altos de la Cascada terminan denotando mugre. Porque los tacos se hunden en el jardín y emergen llenos de pasto y barro, porque las panty se corren al contacto con cualquier planta áspera, machimbre o muebles de jardín de ratán, porque en las casas entra mucha más tierra que en los departamentos y lo que arrastre por el piso, sea cortina, niño, o perro, se ensucia feo.

A Teresa le llevó unos metros aceptar que no había solución posible. Decidió caminar en puntas de pie, opción intermedia que le he visto elegir a varias mujeres citadinas, y conformarse con mirar de lejos sin recorrer el lote palmo a palmo como su marido. El Tano en cambio daba pasos firmes, con las manos en los bolsillos y los pies apoyados plenos sobre el terreno. Con cada paso marcaba el territorios era evidente. Si hubiera sido un animal lo habría meado. Su actitud no dejaba lugar a duda, ese era el lote que estaba buscando. Pero su actitud, en lugar de alegrarme por la comisión casi ganada, me intimidó, y le dije que tenía que confirmar con el dueño que el terreno siguiera a la venta. «¿Y si no está a la venta, para qué me lo mostrás?» «No, sí, a la venta está, o estaba. Caviró padre, el dueño, se lo dio a mi inmobiliaria hace un par de meses, pero no sé, me gustaría chequearlo.» «Si se lo dio a una inmobiliaria es porque está a la venta.» Y eso podía ser cierto en muchos lugares, pero no en La Cascada. En La Cascada hay que aprender a manejarse con cierta flexibilidad. A veces te aseguran que lo quieren vender y después aparece un hijo que se lo pide para ellos, o les da vergüenza social venderlo, o no se ponen de acuerdo con la mujer. Y termina poniendo la cara la inmobiliaria. En este caso, yo, Virginia, o «Mavi Guevara», mi razón comercial. Algunos ponen su casa o terreno en venta sólo para saber efectivamente cuánto dinero vale, cuánto aumentó su valor desde que lo compraron, porque nos les alcanza la abstracción de una tasación sino que necesitan tener frente a ellos a quien quiera lo que poseen con el dinero en la mano para llevárselo. Y entonces dicen que no, no la venden. «Quiero este terreno», volvió a decir el Tano. «Lo voy a intentar», recuerdo que le contesté. «No me alcanza», me dijo con una voz calma pero a la vez firme que me paralizó, tanto como a su mujer la paralizaban los tacos que se hundían en el barro. No supe qué decirle. El Tano insistió como quien acerca la punta de la espada a un adversario que ya ha caído al piso y está a punto de abandonar la pelea. «Quiero este terreno.» Dudé un instante más, sólo un instante, porque después, como una revelación, me encontré a mí misma diciéndole: «Dalo por hecho, este terreno va a ser tuyo». Y no fue una frase hecha, ni una expresión de deseo, ni siquiera tenía que ver con mis posibilidades concretas de lograrlo. Todo lo contrario. Fue la convicción absoluta de que ese hombre parado frente a mí, el Tano Scaglia, al que acababa de conocer, obtenía siempre de la vida lo que quisiera. Y de la muerte.

6

El auto se detuvo frente a la barrera. Ernesto bajó la ventanilla, pasó por primera vez la tarjeta electrónica por el visor, y la barrera se levantó. El encargado de vigilancia los saludó con una sonrisa. La nena lo miraba desde su asiento. El guardia agitó la mano frente a la ventanilla, pero la nena no le respondió. Mariana bajó también su ventanilla y respiró exageradamente, como si ese aire fuera mejor que cualquier otro. No era dulce, como lo había sentido hacía dos años cuando había entrado por primera vez a La Cascada. Aquella vez había entrado por otra puerta, por la de visita. Y era primavera, no otoño como esta vez. Le habían pedido hasta el número de documento antes de dejarla pasar. La habían demorado más de quince minutos porque no encontraban a nadie que autorizara su ingreso. En aquel entonces habían ido a un asado en la casa de un cliente de Ernesto. Alguien que le debía un favor, la posibilidad de hacer un negocio para el que no habría calificado sin su ayuda. Y esos favores eran una deuda como cualquier otra, pensaba Ernesto. Sobre todo si le permitían a su deudor ganar mucho dinero. Aquel día, el de ese asado, decidieron que Altos de la Cascada era el lugar donde querrían vivir el día que tuvieran hijos. Y ahora los tenían. Eran dos, ellos hubieran querido uno, pero era eso o seguir esperando. Y Mariana no tenía más fuerzas para esperar. Desde hacía poco más de un mes que el juez se los había dado, y ya no esperaba. Habían estado a punto de comprar un chico en el Chaco, les habían hablado de una partera, pero por suerte apareció otro cliente de Ernesto que conocía al juez en cuestión y la cosa se encaminó mejor.

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